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Munich, 13 de enero de 1775

El Salvator Theater estaba lleno para asistir a la primera representación de La finta giardiniera. ¿Sería bastante distraída la ópera bufa de Mozart?

Sin embargo, el comienzo no tenía nada de alegre. Enamorado de la marquesa Violante, el conde Belfiore estaba, sin razón, loco de celos; tan celoso que prefería matarla antes que verla en manos de un rival. De regreso a su casa, el asesino se prometía a la seductora Arminda. Ni su pasión devoradora ni su luto habían durado mucho tiempo.

¡Pero Violante sobrevivía! Restablecida, se marchaba en compañía de su servidor Roberto, en busca del criminal. En cuanto llegaba a las tierras de Belfiore, se ocultaba bajo la identidad de la jardinera Sandrina, al servicio de don Anquises, el tío de Arminda, esposa del asesino. Y Roberto se convertía en el lacayo del notable.

En ese momento, el público se relajaba por fin. A fuerza de disfraces y nombres falsos, forzosamente se castigaría al malvado en un acceso de franca alegría.

Atraído por su sirvienta, la bonita Serpetta, don Anquises deseaba a la noble y digna Sandrina, la falsa jardinera. Serpetta, por su parte, rechazaba las proposiciones del criado Roberto.

Finalmente, Sandrina le revelaba su verdadera identidad a Belfiore, su asesino, que se arrojaba a sus pies. Lamentablemente no había de qué reír, pues la joven, en vez de vengarse o perdonar, convencía al infame de que, en efecto, ella lo había engañado. Y los dos amantes malditos se volvían locos.

Completamente desorientado, el público muniqués se tranquilizó al asistir a un final feliz señalado por tres bodas: la de Violante, alias Sandrina, con Belfiore; la de la esposa abandonada, Arminda, con un nuevo enamorado, y la de dos sirvientes, Roberto y Serpetta.

Sólo uno quedaba abandonado, don Anquises, que no obtenía los favores de hermosa alguna. Cada cual esperaba una escena francamente cómica, pero el infeliz sólo podía amar al doble de la heroína, y se sumía en una especie de demencia.

—Extraña ópera bufa —decidió un atento oyente—. El joven Mozart sabe contar una historia con música, pero hay demasiadas notas y pasajes trágicos en menor. ¿Parece satisfecho el príncipe-elector?

—Ha aplaudido —advirtió su vecino.

—¿Y el conde Seeau?

—Parece poco entusiasmado. A mi entender, el autor vacila sin cesar entre lo trágico y lo cómico. Y este libreto tan complicado…, ¡qué aburrimiento!

El crítico Schubart, intrigado, escribió en la Deutsche Chronik: «Si Mozart no es una planta de invernadero, se convertirá en uno de los mayores compositores que jamás hayan existido».

Munich, febrero de 1775

A su madre, inquieta, Wolfgang le escribió que su ópera había gustado al príncipe-elector y a la nobleza muniquesa. Y terminó así su carta: «Seguimos pensando en volver muy pronto».

—No te entusiasmes —le aconsejó su padre—. Acabo de recibir un encargo del príncipe-arzobispo. Exige una misa breve y amena.

El joven, irritado, compuso en seguida una obrilla[110] en la que los sones de los violines imitaban el piar de los gorriones. Era casi estúpido, pero ameno. Y Wolfgang acentuó la palabra descendit del credo, que sólo él comprendería: «¡Si al menos Colloredo se derrumbara y me dejara en paz!». ¿Podía soñar con algo mejor para su decimonoveno aniversario?

En pleno período de carnaval, Leopold y sus dos hijos se unieron a los jaraneros. Olvidando sus preocupaciones, acudieron a los bailes y se regocijaron con la visión de los ritos paganos que anunciaban el final del invierno y el regreso de la luz.

Leopold aguardaba el encargo de una nueva ópera que impulsara la carrera de su hijo en Munich. ¿Cuándo le anunciaría por fin el conde de Seeau la buena nueva? Impaciente, el cabeza de familia forzó la puerta del intendente para la música y los espectáculos.

—¿Alguna preocupación, señor Mozart?

—¿No tuvo éxito La finta giardiniera?

—Las opiniones divergen.

—¿Y la vuestra, señor conde?

—A vuestro hijo no le falta talento. Algunos pasajes me parecieron demasiado serios para una ópera bufa. Es carnaval, los muniqueses desean divertirse. Y con esas historias de locos en las que no se sabe ya quién es quién…

—¡Wolfgang no es responsable del libreto!

—Lo admito, señor Mozart. El príncipe Maximiliano desea un motete destinado al ofertorio de una misa. ¿Puede vuestro hijo componerlo rápidamente?

—Cuente con ello.

En total oposición con la música ligera que se tocaba en Salzburgo, Wolfgang modeló un fragmento muy austero, de estilo arcaizante[111]. Orgulloso de ese homenaje a los antiguos maestros, envió la partitura al padre Martini, y su respuesta lo decepcionó cruelmente: «¡Un éxito del gusto… moderno!».

Rencor de corta duración, pues Wolfgang se vio obligado a ganarse la vida escribiendo una encantadora sonata, marcada con el sello del virtuosismo[112], encargada por el rico barón Dürnitz. Luego libró un duelo, a clavecín, con el capitán Von Boecke ante un público de aficionados al sensacionalismo. Tan veloz como Wolfgang, el militar carecía del menor sentido poético. Vencedores de la justa: vino y cerveza en honor de los valerosos músicos.

Munich, marzo de 1775

A comienzos de mes, Leopold volvió a visitar al conde de Seeau.

—Estoy muy ocupado, señor Mozart, no tengo demasiado tiempo que concederos.

—¿Le satisfizo el motete al príncipe Maximiliano?

—No ha emitido crítica alguna.

—¿Y algún cumplido?

—Tampoco.

—¿Pensáis encargar una nueva ópera?

—Debo pensarlo todavía.

—Si dispusiera de tiempo suficiente, mi hijo compondría una obra mucho más atractiva que La finta giardiniera

—Precisamente a esa ópera le faltaba alegría. Sin duda, las capacidades de vuestro hijo son limitadas. Puesto que satisface al príncipe-arzobispo de Salzburgo, ¿por qué ir a buscar fortuna en otra parte? Permaneced pues en vuestra casa, señor Mozart, y disfrutad de los privilegios de vuestra condición.

La estancia muniquesa terminaba en desastre. A Wolfgang, Leopold le contó únicamente la indecisión del conde de Seeau, de inciertos gustos artísticos.

La advertencia era cruel. No habría encargo de una nueva ópera para la próxima cuaresma, ni de una partitura cualquiera para la corte de Baviera, ni de música religiosa.

El 6 de marzo de 1775, los Mozart se pusieron en camino, de nuevo, hacia Salzburgo.