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Salzburgo, 22 de enero de 1774
Wolfgang, eso no funciona! —rugió su padre—. Tu última sinfonía en la mayor[102] no ha gustado a nadie. Hay demasiado patetismo en ciertos momentos, demasiada seriedad aquí y allá. Puedo comprender la crisis de la adolescencia, pero para conservar tu puesto debes desempeñar tu oficio según las reglas del arte. Nuestro empleador, el príncipe-arzobispo Colloredo, decide el gusto en Salzburgo. Le gusta la música galante, ligera, fácil de escuchar durante una comida oficial o una recepción. Vas a componer, pues, esa música y ninguna otra. Es el precio de tu felicidad y la de tu familia. ¡No turbes a tu auditorio con tus estados de ánimo!
Wolfgang sintió ganas de gritar, de desgarrar su papel pautado y volcar el tintero, ¿pero para qué? Su padre tenía razón.
Olvidaría sus proyectos demasiado personales, no se aventuraría por el peligroso camino de un nuevo concierto para piano, y compondría obritas encantadoras, bien acicaladas, que Salzburgo degustaría como si fueran golosinas.
Afortunadamente, le quedaba el Thamos, rey de Egipto. El éxito le abriría las puertas de los teatros de Viena. Mozart rogaría a Von Gebler que lo dejara desarrollar el aspecto musical de la obra para conseguir una gran ópera que describiera los misterios de Egipto. Thamos, su protector, lo ayudaría a percibir las ideas fundamentales de los sacerdotes del sol.
Entretanto, Wolfgang se divertía con Miss Pimperl, un fox-terrier hembra siempre dispuesto a distraerlo. Ladraba de satisfacción cuando él se sentaba al piano y lo escuchaba atentamente.
Para calmar los nervios, el músico jugaba a los dardos y a los bolos, y veía a menudo a sus amigos, cuyas frívolas conversaciones lo cansaban muy pronto.
—Mi hermano mayor quiere ser abate —le dijo Anton Stadler—. Yo no, ¡me gusta demasiado la vida! ¿Y tú?
—Yo estoy al servicio del príncipe-arzobispo, mi conducta debe seguir siendo irreprochable. Mi padre sancionaría la menor desviación.
—Leopold no es muy divertido, lo sé. Pero de todos modos se casó con una mujer hermosa. Si quieres, te presentaré a unas mozas simpáticas.
—No estoy buscando «mozas», como tú dices. Creo en la nobleza de la mujer y en la seriedad del matrimonio.
—¿El gran amor? ¡Corres el riesgo de llevarte una decepción!
—Mis padres me ofrecen todos los días el ejemplo de una pareja feliz. Cada cual ama y respeta al otro. Eso es lo que deseo.
—¿No es ése, a tu edad, un planteamiento muy aburrido?
—Decididamente, todos quieren convertirme a la galantería. En el campo de los sentimientos, no hay posibilidad alguna.
—Peor para ti, no sabes lo que te pierdes…
Salzburgo, 27 de enero de 1774
Antes de festejar el decimoctavo aniversario de su hijo, Leopold aguardaba con impaciencia buenas noticias de Viena. En cuanto se había enterado de la muerte del maestro de capilla Gassmann, se había dirigido al conjunto de sus relaciones para proponer, con discreción, la candidatura de Wolfgang. Contaba mucho con un buen amigo de la familia, Giuseppe Bonno, bien introducido en la corte.
¡Por fin correo procedente de Viena!
Al leer la carta, Leopold se descompuso.
La emperatriz María Teresa no había nombrado a Wolfgang maestro de capilla, sino a… ¡Bonno! Un grandísimo amigo. Las puertas de la corte no se le abrirían nunca.
—A la mesa —ordenó Leopold.
Viena, 4 de abril de 1774
La representación parcial de Thamos, rey de Egipto fue un absoluto fracaso. No habría segunda oportunidad.
Decepcionado, con la cabeza gacha, el barón Von Gebler chocó con uno de los escasos espectadores que no habían abandonado la sala.
—Perdonadme.
—¿Podríamos hablar un momento, querido barón? —preguntó con voz suave Joseph Anton.
—¿Os ha gustado mi obra?
—Precisamente quiero hablar de ese tema. Un tema… peligroso.
—¿Peligroso? ¡Explicaos! Y, primero, ¿quién sois?
—Alguien que conoce vuestra pertenencia a la francmasonería, una sociedad secreta poco apreciada por su majestad la emperatriz. Tranquilizaos, me caéis bien. Mi nombre no tiene importancia alguna y no os diría nada. En cambio, prestad atención a mis recomendaciones.
Von Gebler tuvo miedo. Aquella eminencia gris de voz suave no era inofensiva. Si actuaba en nombre de la emperatriz, sería mejor escucharlo.
—Pese a vuestra decepción de autor, el fracaso de esta obra me parece saludable. Como es evidente, los sacerdotes del sol, iniciados en los misterios, son los francmasones encargados de combatir las potencias de las tinieblas y el oscurantismo que apoya la diabólica Mirza, encarnación de María Teresa de Austria.
—Os equivocáis, señor, y no os permito que…
—Vuestro propósito es transparente, barón, y las alegorías no disimulan su carácter subversivo. Apoyar así una organización perniciosa y predicar su causa, intentando convertir a ella al público vienés, son andaduras inaceptables.
—¡No eran ésas mis intenciones, os lo juro!
—La desaparición de esta obra os evitará serios sinsabores, a condición de que saquéis una lección de tan deplorable error. La francmasonería no se impondrá en Austria, y sus adeptos tendrán muchos disgustos. Deberíais alejaros de ella sin tardanza. Aceptaré olvidar ese gazapo, siempre que no vuelva a oír hablar nunca más de vos.
Von Gebler no se sintió con fuerzas para luchar.
—Un detalle más… ¿Cuál es el nombre del mediocre músico que ha ilustrado algunos pasajes de vuestra obra?
—Wolfgang Mozart.
—¿Uno de vuestros hermanos masones?
—¡Oh, no! Un adolescente, un ex niño prodigio empleado en la corte de Salzburgo. Para él, fue un pequeño encargo entre otros muchos.
Aquel Mozart no era, pues, cómplice de Von Gebler. Sin embargo, Joseph Anton anotaría su nombre en el expediente consagrado al asunto.
Salzburgo, 10 de abril de 1774
Wolfgang estaba al borde de las lágrimas. El fracaso de Thamos, que acababa de saber por el egipcio, lo condenaba a la prisión salzburguesa y al estilo galante.
—¡Aunque Gebler abandone, yo no renuncio! El tema de esta futura ópera es extraordinario. Quiero profundizar en él y desarrollarlo. ¿Me ayudaréis?
—Por supuesto.
—¿Cómo llegaré a mi objetivo si no me convierto en sacerdote del sol?
La pregunta llenó de inefable gloria el corazón del egipcio. El Gran Mago encontraba su vía y, según la expresión de los Antiguos, daba un camino a sus pies.
—¿Sientes realmente ese deseo?
—¿No es la iniciación la clave de la vida?
—Ésa fue la enseñanza de Egipto, en efecto.
—¡Entonces, deseo esta clave!
—Si te muestras digno de ella, la obtendrás. Pero debes pasar todavía las pruebas.
—¿Aquí, en Salzburgo?
—Aquí mismo. No importa el lugar, sólo cuentan las pruebas que formarán tu conciencia y tu voluntad. Puesto que tus dotes son inusuales, la existencia no te respetará, al contrario.
—¿Me haréis esperar… mucho tiempo?
—El tiempo necesario, Wolfgang. No es bueno apresurarse.