38
Viena, 18 de septiembre de 1773
Aunque conociera y apreciara la capacidad de trabajo de su hijo, Leopold estaba pasmado. Wolfgang ya no bromeaba, no jugaba a los dardos, no salía, casi no dormía, comía a toda velocidad y rechazaba cualquier discusión. Se consagraba al encargo de Von Gebler, un personaje importante.
«Wolfgang está componiendo algo que le ocupa mucho tiempo», le escribió a Anna-Maria. Puesto que Colloredo confirmaba a Leopold en sus funciones y la carrera de Wolfgang se desarrollaría en Salzburgo, era preciso prever un alojamiento más espacioso, donde todos estuvieran cómodos. Nannerl no pensaba en casarse, albergarían, pues, a dos hijos mayores. Ahora bien, Anna-Maria acababa de encontrar el apartamento ideal y organizaba el traslado.
Leopold se atrevió a interrumpir a su hijo.
—¿Terminarás pronto?
—Pronto, no. La composición de los coros resulta ardua.
—Debemos regresar a Salzburgo.
—Haré una última visita al doctor Mesmer. Luego, abandonaremos Viena.
Rotmühle, 22 de septiembre de 1773
Mesmer había llevado a Wolfgang a pasar el día a su casa de campo, prometiéndole que a las siete estaría de regreso en Viena. El verano se apagaba, las hojas comenzaban a caer.
El médico habló largo rato con Wolfgang de sus experimentos, lo magnetizó para devolverle la energía en el umbral del frío, y lo felicitó por haber aceptado el encargo de Von Gebler.
Cuando servían el café, apareció Thamos.
—¡Venid a reuniros con nosotros, señor conde! Os daré a probar un licor de ciruela que os costará olvidar.
Terminadas las libaciones, el médico se marchó para ocuparse de sus rosales.
—He avanzado —reveló Wolfgang—, pero todavía estoy insatisfecho. En mi cabeza hormiguean las ideas nuevas y ya nunca más escribiré como antes. Lamentablemente, hay que regresar a Salzburgo, y temo perder esta progresión.
—Serías el único responsable de ese fracaso. Es tu deber transformar de modo positivo lo que se te imponga.
—¡No conocéis a Colloredo! Nosotros, los músicos, somos sus lacayos, y debemos aplicar sus rígidas reglas.
—Acéptalas como pruebas gracias a las cuales avanzarás. Amplía tu paleta de sonidos, amplifica tu pensamiento musical.
—¿Y si el príncipe-arzobispo sanciona mi trabajo?
—¿Acaso temes la adversidad, Wolfgang?
El rostro del adolescente se hizo hosco.
—Suceda lo que suceda, Thamos, rey de Egipto estará terminado antes de que finalice el mes de diciembre.
Salzburgo, 28 de septiembre de 1773
—¿Qué os parece nuestra nueva Wohnhaus[97]? —preguntó Anna-Maria, vivaracha.
Leopold y Wolfgang descubrieron un apartamento confortable, dispuesto en un hermoso inmueble burgués de la Hannibalplatz al que llamaban «la casa del maestro de danza» por una de las distracciones favoritas de su propietario. Gracias a su salario, al de Wolfgang y a las ganancias de Nannerl, profesora de piano, la familia podría pagar el alquiler y llevar un tren de vida razonable, sin privaciones.
Al acudir a palacio, Leopold supo que Colloredo había concedido un puesto de maestro de capilla a otro italiano, Lolli. El vicemaestro Mozart soportaría, pues, a dos superiores en vez de a uno, y veía alejarse, así, un ascenso. Nunca el príncipe-arzobispo pondría a un alemán a la cabeza de los músicos de su corte. Leopold se tragó la decepción y siguió comportándose como un perfecto doméstico.
Berlín, 14 de octubre de 1773
A causa de su título y de su supuesta fortuna, Thamos, conde de Tebas, fue ascendido al grado de Caballero en la orden interior de la Estricta Observancia templaria. Dos hermanos lo revistieron con un hábito púrpura, adornado con nueve pequeños nudos de trencilla dorada, sobre el que pusieron una corta túnica de lana blanca y un manto decorado, en su lado izquierdo, con la cruz roja del Temple.
En compañía de otros Caballeros y de los escuderos que agrupaban a los ricos burgueses, asistió al convento que marcaba el triunfo del nuevo Gran Maestre, el duque de Brunswick. Su primer balance abogaba en su favor: la orden, implantada ya en Alemania, en Austria, en Suiza y en otros países, gozaba de altas protecciones y acogía, a la vez, a nobles, a comerciantes y a miembros influyentes de la sociedad civil. El duque multiplicaba las acciones caritativas y abría, en Dresde, una escuela gratuita para los huérfanos y los pobres.
La única cosa que desafinaba en aquella orquestada sinfonía era la presencia de Zinnendorf, defensor del Rito sueco. Brunswick esperaba que aquel aguafiestas se mostrara discreto, pero consiguió entablar el debate sobre un punto fundamental.
—¿Pertenecemos realmente a la misma orden? —preguntó a la concurrencia—. ¡Permitid que lo dude! El Gran Maestre pretende reinar sobre todas las logias unidas, pero yo no veo ni rastro de esa unidad. El Sistema sueco no se confunde, ni mucho menos, con el de la Estricta Observancia.
—Sin embargo, estamos de acuerdo con respecto a los tres primeros grados: Aprendiz, Compañero y Maestro —observó Fernando de Brunswick—. Y el ritual del cuarto, el del Maestro escocés, no presenta demasiadas divergencias.
—Estoy de acuerdo. En cambio, nuestros grados altos son completamente distintos.
—Es un problema momentáneo —estimó el Gran Maestre—. ¿Acaso no deseáis, como yo, representar ritualmente la tragedia de la Orden del Temple y restaurar su poder simbólico y material?
—El Rito sueco no concede interés alguno a esas inútiles especulaciones y se preocupa por lo esencial, la magia divina. Nuestros ritos, que vos ignoráis, evocan a los espíritus.
—Integrándoos en la Estricta Observancia y sometiéndoos a su Gran Maestre, daréis más fuerza al movimiento masónico.
—No contéis con ello —repuso Zinnendorf.
Thamos quedó consternado, ninguno de aquellos dos hombres cedería. A pesar de su autoridad y de su prestigio, el duque de Brunswick no conseguiría doblegar al irritable Zinnendorf. En vez de trabajar en la profundización de los rituales y aprender de nuevo a hablar en la lengua de los símbolos, la francmasonería se perdería en disputas de poder.
El porvenir iniciático de la Estricta Observancia se ensombrecía.