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Viena, 30 de agosto de 1773

Durante aquella suave velada de estío, Wolfgang encantó a los invitados del doctor Mesmer con un divertimento en re mayor[96] que concordaba con el exuberante y gran jardín de los aledaños de la Landstrasse. Una vez terminado el concierto, siguieron picoteando, bebiendo y charlando. Mesmer tomó a Wolfgang del brazo.

—Como prometí, quisiera presentaros a un hombre importante, Tobias Philippe von Gebler, vicecanciller de Viena. Su verdadera pasión es la escritura. Acaba de terminar un poema dramático del que me gustaría hablaros.

El médico omitió revelar sus vínculos masónicos con su hermano Gebler, que, a pesar de su posición en la corte, expresaba a veces unas ideas peligrosas con respecto al abuso de poder y la necesaria libertad de conciencia.

Con cuarenta y siete años de edad, macizo y bonachón, no disgustó al músico. Pero Wolfgang sólo tenía ojos para el hombre que estaba a su lado: el habitante del Rücken, el emisario del otro mundo, su protector, que iba vestido con unos suntuosos ropajes. Con su dignidad y su brillo, eclipsaba a Von Gebler.

—Mi querido Mozart —dijo el poeta—, os presento a mi amigo Thamos, conde de Tebas. Quería que estuviera presente, pues, gracias a él, se me ocurrió la idea de redactar un drama filosófico titulado Thamos, rey de Egipto. Acaba de publicarse y me gustaría verlo representado en Berlín. El texto no basta. Una música adecuada le daría más fuerza. He consultado, en vano, a Gluck. Mi amigo me aconsejó que me dirigiera a vos. Pese a vuestra corta edad, os considera capaz de percibir el sentido profundo de mi obra y de traducirlo en notas. ¿Os interesa la empresa?

¡De modo que se llamaba Thamos y era rey de Egipto! ¡Qué minúsculo debía de parecerle a un monarca que reinaba sobre tan vasto imperio el Rücken del niño Mozart! Con todo su ser, Wolfgang percibió la importancia del instante.

Estaba viviendo un segundo nacimiento.

Petrificado, se oyó responder con voz débil y vacilante:

—Sí, sí… El proyecto me interesa.

—¡Maravilloso! —exclamó Von Gebler—. Vamos a sentamos a un rincón tranquilo, voy a contaros la historia.

Mesmer se reunió con los demás invitados. Thamos los acompañó. Wolfgang agradeció la penumbra: sus manos temblaban como si vacilaran en apoderarse de un tesoro.

—La acción se desarrolla en Egipto —explicó Von Gebler—, el país de los misterios y de la iniciación al supremo conocimiento. El Gran Maestre de los iniciados se llama Sethos y venera al sol, la expresión más visible de la potencia creadora. Su hija, sacerdotisa del astro del día, le ha sido arrebatada. Enamorado de ella, el príncipe Thamos tendrá que arrancársela a los demonios, decididos a destruir a los iniciados. Durante la boda del principe y la sacerdotisa, triunfará la Luz. ¿Os seduce ese rápido resumen, en el que omito los múltiples resortes dramáticos?

—Estoy dispuesto a trabajar.

—¡Estoy encantado, mi querido Wolfgang! Pienso en una hermosa orquestación y, sobre todo, en majestuosos coros. Pero eso es cosa vuestra. Naturalmente, seréis remunerado como es debido. Muy pronto asistiremos, juntos, al estreno, ¡y será un triunfo! Desgraciadamente me veo obligado a partir. He aquí mi poema.

Von Gebler entregó el texto a Wolfgang y lo dejó a solas con Thamos.

—Ahora ya sé quién sois.

—No del todo.

—Faraón de Egipto, sumo sacerdote del sol… ¡Nuestro mundo debe de pareceros mezquino y ridículo!

—Nuestro mundo está en grave peligro, pues da la espalda al espíritu y se sume en un materialismo conquistador y agresivo. Las tinieblas intentan devorar la Luz y aniquilar la iniciación.

—La iniciación… ¿De qué se trata?

—De convertirte en lo que realmente eres accediendo al conocimiento de los misterios. Pero ese camino es largo y está sembrado de celadas. Pocos seres aceptan llevar a cabo esos esfuerzos, tanto más cuanto vanidad y avidez son mortales. Esta vía exige la ofrenda y el acto creador.

—¿Me creéis capaz de seguirla?

—Tú debes responder.

Thamos, rey de Egipto… Una ópera esencial, ¿no es cierto?

—Tu primer paso hacia la consumación de la Gran Obra. No esperes conseguirlo de entrada. Vivirás numerosas pruebas antes de realizarla. ¿Tendrás el valor y sabrás perseverar?

—¡No me conocéis! —se indignó Wolfgang, ofendido—. No sé cómo expresar lo que tengo dentro y liberar mi inspiración. Pero lo conseguiré. Primero debo asimilar todas las técnicas y todos los lenguajes para modelar el mío.

—Tendrás que aprender a dialogar con los dioses y a transmitir sus palabras sin traicionarlas.

—¿Es la música capaz de hacerlo?

—La música, no; tu música. Siempre que franquees a conciencia cada etapa y tu corazón se llene de Luz.

—¿Me… me ayudaréis?

—Si lo deseas.

—¡Solo, fracasaré!

—En efecto.

—Entonces, ¿me ayudaréis?

—¿Aceptas que yo sea, al mismo tiempo, tu guía y tu juez?

—¿Y un poco… mi amigo?

Thamos sonrió. No podía pronunciar el sagrado nombre de «hermano», pero consideraba a Wolfgang Mozart como un francmasón sin delantal.

El Gran Mago acababa de nacer para sí mismo.

—¡Tengo que haceros tantas preguntas!

—Comienza poniendo música al drama de Von Gebler. Este primer contacto con Egipto ampliará tu pensamiento y te abrirá un campo cuya inmensidad no sospechas.

—Debo regresar a Salzburgo, componer para el príncipe-arzobispo y…

—Temibles pruebas te aguardan, te he avisado. Tal vez su peso te abrume.

—¡Os juro que no!

El egipcio tomó de los hombros al frágil Wolfgang.

—Tu destino te exigirá un coraje y una voluntad a veces sobrehumanos, pues tu camino no se parece al de los demás hombres. Sin embargo, necesitarán tus obras para discernir la Luz. Aún no puedes comprender plenamente el sentido de mis palabras, pero ya no eres un pequeño músico salzburgués. En ti nace Mozart el Egipcio.