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Viena, 1 de julio de 1773
Leopold había decidido llevar a su hijo a Viena y pasar allí el verano a causa de dos buenas noticias. Primero, la ausencia de Colloredo durante aquel período; el gato se había marchado y los ratones podían bailar. Luego, la grave enfermedad de un músico de la corte. Su próximo fin dejaba libre un puesto que le sentaría como un guante a Wolfgang. Pero era preciso residir en Viena cuando se produjera el fallecimiento, y obtener una audiencia.
Wolfgang estaba encantado de abandonar Salzburgo y escapar de la asfixiante atmósfera del principado. Él, que tanto había viajado ya, comenzaba a sentirse incómodo en su librea de doméstico.
Aquí, respiraba mejor.
Viena, 19 de julio de 1773
—¡Wolfgang, qué contento estoy de volver a veros!
—También yo, doctor Mesmer.
—¿Y vuestra salud?
—Algo fatigado, pero…
—Haremos que desaparezca. ¿Aceptáis que os magnetice?
Franz-Anton Mesmer posó sus anchas manos en la nuca de Wolfgang.
De inmediato, un suave calor se difundió por todo el cuerpo del paciente. Sus tensiones desaparecieron, se sintió maravillosamente bien.
—¡Prodigioso, doctor!
—El magnetismo debería ser la primera de las terapias. Suprime los males de raíz e impide el desarrollo de la mayoría de los trastornos. Restablecer la armonía y la circulación de la energía en un organismo perturbado; ésa es mi primera preocupación. Por desgracia, la mayoría de los médicos aguardan la aparición de los síntomas y razonan en función de ellos. A menudo, es demasiado tarde para curar al enfermo.
—¿Os escuchan vuestros colegas?
—Muy poco. Viena me considera una especie de mago, y las autoridades médicas se niegan a examinar el resultado de mis investigaciones. Ni siquiera recogen el testimonio de los pacientes a los que curo. A los científicos a menudo les falta curiosidad, y ceden al conformismo, sobre todo cuando está en juego su carrera. Cuando se manifiesta un espíritu libre e independiente que sacude las doctrinas, aunque sólo sea un poco, las fuerzas oscuras se ponen de acuerdo para eliminarlo. Pero no caigamos en el pesimismo, mi querido Wolfgang. ¿Y si me hablarais un poco de vuestras aventuras?
—Terminan en Salzburgo, al servicio del príncipe-arzobispo.
—Desconfiad de ese tiranuelo, sólo se quiere a sí mismo y al poder. Si no se lo obedece al pie de la letra, se vuelve feroz.
—Hasta ahora, mi padre y yo nos las arreglamos.
—Voy a haceros escuchar una curiosidad, mi última fantasía musical.
En su maravilloso jardín vienés, en una suave velada de estío, Mesmer tocó un nuevo instrumento, una armónica de vidrio. Atento a cualquier nueva técnica, a Wolfgang no le gustaron demasiado las agrias sonoridades, pero aceptó el frágil objeto que le ofreció el terapeuta.
—Tal vez compongáis para esta armónica, cuyas posibilidades sabréis explotar… ¿Cuánto tiempo residiréis en Viena?
—Sin duda, hasta el final del verano. Mi padre sigue esperando obtenerme un puesto en la corte.
—¡Os correspondería de pleno derecho!
—Viena me ha olvidado, doctor. Y ni siquiera estoy seguro de ser recibido por la emperatriz. ¡Hoy es imposible sentarse en su regazo y solicitar su afecto! Y nunca me casaré con la princesa María Antonieta.
—Obtendréis esa audiencia. Me quedan algunos amigos bien situados. El puesto, en cambio, depende de su majestad.
—Que decida el destino. Esta incertidumbre no me impide trabajar.
—Mi casa y mi mesa están a vuestra disposición, Wolfgang. Venid cuando queráis, sin avisar incluso. Muy pronto os presentaré a algunos admiradores que os propondrán un proyecto interesante.
Viena, 5 de agosto de 1773
Tras haberse divertido escribiendo una serenata[94] que se tocó en las bodas de un conocido lejano, en la que, prescindiendo de las convenciones, había introducido un reducido concierto para violín, Wolfgang la había emprendido con una tarea mucho más ardua.
Aquella estancia vienesa le permitía descubrir, realmente, la música de Joseph Haydn, que tenía cuarenta y un años de edad y era respetado por el conjunto de los profesionales. Su ciencia de la escritura, su libertad de expresión, la variedad de sus lenguajes fascinaban a Wolfgang. Con el fin de asimilar tantos alimentos, compuso una serie de cuartetos a imitación de los de Haydn[95]. Limitándose a repetir fórmulas procedentes de su modelo, era consciente de estar llevando a cabo un ejercicio escolar, desprovisto de originalidad, pero enriquecía así su estilo y se apoderaba de nuevos medios de expresión.
Leopold interrumpió aquella labor.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡La emperatriz nos concede audiencia!
Viena, 12 de agosto de 1773
A la luz de las velas, Wolfgang trabajaba en un cuarteto. Leopold, por su parte, terminaba una carta dirigida a su esposa. Y su conclusión transmitía desilusión: «Su majestad la emperatriz fue de lo más amable con nosotros. Sólo que eso fue todo».
María Teresa no había ofrecido puesto alguno a Wolfgang. Recibir a los Mozart, a quienes consideraba ahora como saltimbanquis sin porvenir, le parecía más que suficiente. Cediendo a ciertas súplicas de su entorno, les concedía un gran honor al tiempo que les hacía comprender que nada podían esperar.
La puerta de la corte se cerraba definitivamente.
—No estéis triste, padre.
—¿Cómo no voy a estarlo? ¡A la emperatriz le importamos un bledo! A sus ojos, no existimos.
—¿Acaso no nos libera de nuestras ilusiones?
—¡Buena libertad es ésa! En Viena, y sólo en Viena, se puede hacer una brillante carrera. ¡Te la mereces, Wolfgang!
—Sólo tengo diecisiete años.
—¡Ya tienes diecisiete años! La infancia ha desaparecido, la adolescencia se esfuma. Te estás haciendo un hombre y podrías imponerte en esta ciudad si te concedieran un puesto estable.
—¿Por qué empecinarse, si es imposible?
—Imposible… de momento. Eres joven, la emperatriz es vieja. Tras su desaparición, cambiarán muchas cosas. Tal vez la puerta cerrada vuelva a abrirse. Entretanto, conviene satisfacer al príncipe-arzobispo.
—Como estaba previsto, me gustaría permanecer en Viena hasta que termine el verano.
—¿Qué esperas?
—Escuchar a Haydn, terminar mi serie de cuartetos, componer algunas danzas para el invierno salzburgués y ver de nuevo al doctor Mesmer.
—No me gusta demasiado ese extraño médico.
—Me encargó ya Bastián y Bastiana, y me anuncia una nueva oferta, antes de que finalice agosto. ¿No merece eso un examen?
—¡A condición de que no se trate de una falsa promesa!
—Confio en su palabra.
—Entendido… Ya veremos.