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Salzburgo, finales de marzo de 1773
Te toca jugar a ti —dijo Antón Stadler, tenso.
Si Wolfgang fallaba aquel golpe, perdía la partida e invitaba a cenar a su amigo.
El joven apuntó al blanco de los dardos, que representaba a una joven ofreciendo un cayado de peregrino a un viajero que llevaba un sombrero en la mano. La habilidad suprema consistía en clavar el dardo en el sombrero.
Wolfgang entornó los ojos y lanzó.
—¡Has ganado otra vez! —deploró Stadler—. ¿Cuál es tu secreto?
—Concibo una melodía y mi brazo se relaja.
—Lo probaré.
El intento terminó en un severo fracaso, porque el dardo de Stadler falló el sombrero y se clavó en la pierna de la muchacha.
—Te estás volviendo peligroso —observó Wolfgang—. Vuelve a tu clarinete y sigue perfeccionándote. Luego, de todos modos, cenaremos juntos.
El compositor advirtió que faltaba papel pautado, por lo que se cubrió con un grueso manto y corrió a casa del mercader.
Frente a la puerta de la tienda, estaba Thamos.
—¿Vivís cerca de aquí?
—Viajo mucho.
—¿Me diréis algún día vuestro nombre?
—Ese día se acerca ya. Entretanto, deberías cambiar el formato del papel y elegir uno más pequeño, de forma oblonga. Tu pluma correrá mejor y tu primera obra, gracias a este nuevo material, te regalará un nuevo paisaje.
El emisario del otro mundo no se equivocaba.
Un canto impetuoso y sombrío, de trágicas resonancias, abrió su nueva sinfonía. La tensión fue relajándose a medida que la obra se desarrollaba, pero su impulso inicial marcó profundamente al músico, capaz de expresar con precisión un pensamiento muy distinto del gracioso italianismo de sus divertimenti, sonatas y demás sinfonías compuestas para la corte y la buena sociedad salzburguesas[91].
Thamos despertaba en él un nuevo ser musical que aprendía a alimentar y a hacer que creciera.
París, 7 de abril de 1773
«¡Por fin cierto orden en el revoltijo masónico francés!», pensó Philippe, duque de Chartres, nombrado Gran Maestre de una nueva estructura, el Gran Oriente de Francia, destinado a reinar sobre la totalidad de las logias.
Se daba prioridad a la jerarquía administrativa, muy poco preocupada por la iniciación y el simbolismo. En el país de Descartes y de Voltaire, era preciso que todo quedara definido, enmarcado y controlado. En adelante, la francmasonería francesa tendría una voz oficial, respetuosa con el poder establecido y los valores que imponía a la sociedad.
Bajo el discurso oficial se ocultaban otros propósitos, confinados en el corazón de las logias y minoritarios aún. Inspirándose en los enciclopedistas, en Rousseau, en Voltaire y en otros pensadores menos célebres, algunos hermanos hablaban de la necesaria libertad del individuo, de la fraternidad entre todos los humanos y, sobre todo, de la igualdad que acabaría con los privilegios de la nobleza y el clero. Excluyendo religiosidad y misticismo, los racionalistas iban imponiéndose poco a poco.
Una de las primeras medidas de la administración del Gran Oriente consistió en suprimir la elección vitalicia del Venerable, el Maestro de la Logia, para hacerla anual. Los hermanos practicarían en sus templos una democracia que no existía en el exterior. ¿No iban a convertirse así en uno de los elementos de una indispensable revolución?
Salzburgo, junio de 1773
El príncipe-arzobispo Jerónimo Colloredo había apreciado, algunas semanas antes, el bonito concertone para dos violines, oboe y violoncelo[92] de Wolfgang Mozart, una de esas producciones galantes, pronto olvidadas, que encantaban al prelado.
Hoy la prueba era más difícil. Muy atento, Colloredo quería comprobar personalmente que sus consignas se seguían al pie de la letra. Un músico no debía olvidar que formaba parte de la servidumbre.
El príncipe-arzobispo aguzó el oído, y oyó timbales y trompetas, de acuerdo con sus exigencias.
Perfecto. Luego miró su reloj varias veces. La misa solemne de la Trinidad[93], en el alegre tono de do mayor, no superaba los cuarenta y cinco minutos impuestos ahora a ese tipo de obras. Dicho imperativo reducía la actividad de los músicos salzburgueses, y sus ganancias. Siguiendo el ejemplo del emperador José II, Colloredo se preocupaba por la economía y el rigor presupuestario. Música agradable, sí; gastos inútiles, no. En tres cuartos de hora se decía una buena misa.
Ratisbona, junio de 1773
Joseph Antón paseaba por un salón sobrecargado de dorados. Por primera vez, trataba de impedir de modo autoritario el florecimiento de la francmasonería, solicitando a la Cámara de Imperio de Ratisbona que adoptara un decreto que prohibiese las reuniones masónicas, consideradas peligrosas y contrarias a las leyes en vigor.
A pesar de la delgadez de su expediente, esperaba que los magistrados, conscientes del peligro, lo acabaran haciendo. Luego, la tarea de Anton se vería facilitada. A la prohibición le sucederían la disolución de las logias y el encarcelamiento de los recalcitrantes. La emperatriz María Teresa estaría orgullosa de él.
El presidente de la Cámara de Imperio lo recibió con frialdad.
—Sentaos, señor conde.
El alto dignatario tomó asiento ante su huésped.
—La Cámara y el Senado de Ratisbona han sido consultados. Su respuesta es negativa.
—¿Negativa? ¿Queréis decir que…?
—Ratisbona autoriza a los francmasones a reunirse. Sus «tenidas», de acuerdo con su terminología, no amenazan la seguridad, ni a las autoridades, ni las buenas costumbres.
—Señor presidente, cometéis un lamentable error.
—¿Acaso discutís nuestra decisión soberana?
—¡No, claro que no! ¿No habrán intentado influir los francmasones en varios notables?
—Se han movilizado, en efecto. Y varios notables son, por otra parte, francmasones. ¿No es ésa la mejor de las garantías? Ninguno de ellos desea perder su puesto y sus ventajas. Os preocupáis demasiado, mi querido conde. Lejos de ser perjudicial, la francmasonería contribuye a la estabilidad de nuestra sociedad. Los hermanos beben, comen, cantan, escuchan música, intercambian confidencias, se entregan a ciertos paripés rituales, se ponen vestiduras más o menos exóticas y, a veces, se entregan a ensoñaciones místicas. Un exutorio excelente, a imagen de los clubes ingleses donde sólo entran los gentlemen.
—¿El proyecto de restauración de la Orden del Temple y los experimentos alquímicos de la Rosacruz de Oro no os inquietan?
—Niñerías, querido conde, risibles niñerías. No sigáis perdiendo el tiempo y dejad en paz a los francmasones. Creedme, no derribarán trono alguno.
Joseph Anton se despidió.
Aquella victoria de la francmasonería demostraba la extensión de su influencia, el pulpo había desplegado sus tentáculos más de lo que él había supuesto.
La guerra se anunciaba, pues, larga y dura. Si las vías oficiales le estaban prohibidas, debía aumentar su prudencia y su discreción antes de dar el golpe. Tendría que llevar a cabo todas las investigaciones posibles, alimentar sus expedientes e intervenir en la sombra.