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Milán, 26 de diciembre de 1772

Wolfgang estaba agotado, hasta el punto de no saber ya lo que escribía. Una vez transcritas en la partitura las últimas notas de Lucio Sila el 18 de diciembre, los ensayos habían empezado al día siguiente. Y en aquella gélida velada del 26, se estrenaba.

El músico apreciaba ciertas partes del libreto, como la última aria de la heroína, Giunia, compuesta en la trágica tonalidad de do menor. Expresaba el dolor ante la injusticia, la pasión de vivir con la angustia de la muerte, la profundidad de una alma más apegada a su ideal que a la propia existencia.

Los momentos fuertes de la obra contrastaban con los pasajes del texto demasiado débiles para interesar al creador, que había utilizado las voces como verdaderos instrumentos. Consciente de explotar sólo una ínfima parte de sus posibilidades, se prometió llevar más lejos su exploración.

—¿No es notable la música de mi hijo? —le preguntó Leopold al director del teatro.

—Tiene hermosos fragmentos de bravura, una ornamentación florida, una innegable riqueza orquestal… Pero os confieso, señor Mozart, que los cantantes, el público y yo mismo estamos algo desconcertados. Vuestro hijo se ha mostrado trágico en exceso. Ante todo, una ópera debe complacer y distraer.

La segunda representación de Lucio Sila rozó el desastre: hubo múltiples incidentes en la puesta en escena, los cantantes o eran mediocres o estaban angustiados, y todo ello terminó con que la concurrencia acabó hastiada de aguardar en exceso el comienzo de la representación.

Mientras Leopold hablaba en sus cartas a Salzburgo de un enorme éxito, Wolfgang sufría un cruel fracaso. Su primera ópera no permanecería en el repertorio del teatro Regio ducal de Milán, y se hundiría muy pronto en el olvido.

El joven compuso un lacerante adagio en mi menor para cuarteto de cuerda, su forma preferida de meditación y profundización.

De pronto, su pluma quedó suspendida en el aire. Alguien acababa de entrar en su habitación.

—¿Quién está ahí?

Wolfgang se levantó.

Nadie.

Atento, sintió su presencia. Su amigo del otro mundo le murmuraba al oído: «Sigue así, olvida la crítica, constrúyete a ti mismo».

Milán, 17 de enero de 1773

Leopold se preguntaba si el estreno de un motete de Wolfgang, en la iglesia de los Teatinos[86], sería apreciado.

Agradables, sin embargo, sus tres últimos cuartetos[87] comportaban demasiados movimientos lentos y tonalidades sombrías. ¡No eran como para seducir a un vasto auditorio!

La víspera, Leopold había escrito una tranquilizadora carta a su esposa. Temiendo la intervención de la censura austríaca, que abría la mayoría de las divisas, utilizaba un lenguaje cifrado.

De hecho, todo iba mal. Milán se convertía en un callejón sin salida, su corte no se interesaba por Wolfgang, y el estilo de Lucio Sila no incitaba al teatro a encargarle una nueva obra.

¿Se mostraría la Toscana más acogedora, y darían sus frutos las gestiones de Leopold?

Escrito para el castrado Rauzzini, «primo que no era uomo», el motete Exsultate, Jubilate[88] transportó al auditorio a un clima de alegría en pleno corazón del gozoso cielo de los ángeles. Leopold olvidó sus preocupaciones y se sintió rejuvenecido. ¿Tendría su hijo el don de apaciguar las almas?

Milán, 27 de febrero de 1773

Mientras Wolfgang componía nuevos cuartetos aceptables[89], llegó la mala noticia.

No quedaba esperanza alguna del lado de Florencia y de la Toscana. Esta vez, era inútil engañarse. En Italia, Wolfgang ya no era nadie. Otros compositores de moda ocupaban el proscenio.

—Hijo mío, hay que regresar a Salzburgo. Aquí, el horizonte se cierra.

—Concédeme dos o tres días.

—¿Por qué motivo?

—El encargo de un aristócrata que desea un divertimento[90] para ser tocado al aire libre.

—¿Está bien pagado?

—Sobre todo es una hermosa ocasión para innovar. Voy a escribir para una orquesta formada sólo por instrumentos de viento. Apasionante, ¿no es cierto?

—Si te divierte… ¡Pero hazlo pronto!

Al ejecutar el encargo del conde de Tebas, Wolfgang formuló con alegría su adiós a Italia.

Salzburgo, 13 de marzo de 1773

Leopold, feliz al encontrarse con su mujer, su hija y una existencia tranquila, sentía sin embargo una profunda amargura. ¡Tantos viajes, tantos esfuerzos, tanto trabajo para regresar al punto de partida!

Su hijo no carecía de talento, pero los pocos éxitos obtenidos, aquí y allá, no bastaban para imponerlo como un gran compositor al que una corte habría atribuido un puesto fijo y bien remunerado. Ni Munich, ni Londres, ni París, ni Viena habían contratado a Wolfgang. Quedaba Salzburgo, ¡siempre Salzburgo! ¿Por qué no, a fin de cuentas?

Sin reconocerse definitivamente vencido, Leopold comenzaba a pensar que el destino no se forzaba. ¿Acaso lo esencial no consistía en ganarse la vida, en comportarse como un hombre honesto y en llevar una vida adecuada ante los ojos de Dios?

El sueño de gloria se disipaba. Wolfgang había respirado, varias veces, su perfume. Hoy, a los diecisiete años, se estaba haciendo un hombre y debía adquirir el sentido de la responsabilidad siguiendo las huellas de su padre. ¿Qué había de deshonroso en servir a un príncipe-arzobispo, a una nobleza ilustrada y a burgueses que amaban la música hermosa?

A Leopold le preocupaban los accesos de gravedad de su hijo, que se dejaban entrever en sus últimas composiciones. Una crisis de adolescencia muy comprensible, destinada a desaparecer en el seno de una familia equilibrada.

—¿Cómo se porta Colloredo? —le preguntó Leopold a su esposa.

—¡Cómo un verdadero tirano! Lo controla todo, exige que sus órdenes sean ejecutadas sin demora, y no soporta la menor insubordinación. Nuestro nuevo príncipe-arzobispo es cada vez más impopular, pero somos sus súbditos. Todos añoran a su predecesor, tan humano y caritativo.

Leopold había tenido una razón para regresar a Salzburgo. Aquel Colloredo era capaz de despedir a su vicemaestro de capilla si, pese a su antigüedad, no le daba plena y entera satisfacción. Por lo que a Wolfgang se refiere, el músico evitaría cualquier manifestación de mal humor y satisfaría los deseos de su augusto patrón.