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Viena, julio de 1772

La Estricta Observancia templaria toma un nuevo impulso —anunció Geytrand a su superior—. Los Caballeros acaban de llevar al poder al duque Femando de Brunswick, un personaje ilustre de reputación intachable.

—¿Con el acuerdo del barón de Hund? —se extrañó Joseph Anton.

—Sentado en el banquillo de los acusados, tragó quina para conservar su título de Gran Maestre provincial. Hund está acabado, ya nadie lo escuchará.

—¡A menos que se rebele y trame un complot contra el duque!

—Eso sería demasiado.

Anton admitió que un aristócrata de semejante dimensión daba a la Estricta Observancia un inesperado asentamiento.

—Brunswick obtuvo lo que quería —prosiguió Geytrand—, ¿pero sabrá utilizar el instrumento que ha hurtado a su querido hermano? Según mis informadores, los templarios tienen opiniones encontradas sobre la andadura que deben seguir. La rama clerical aboga por las ciencias ocultas y la mística, y la rama caballeresca desea hacer fortuna y restaurar el poder temporal de la Orden del Temple. ¡Qué locura!

—Desconfiemos, de todos modos —preconizó Joseph Anton—. Hund era sólo un soñador, Brunswick es un hombre de acción. Habrá que vigilar muy de cerca el desarrollo de la Estricta Observancia en Austria, e intervenir si es necesario.

Geytrand disfrutaba de antemano.

Salzburgo, 15 de agosto de 1772

Tras haber terminado tres pequeñas sinfonías[81], Wolfgang jugaba a bolos con su amigo Anton Stadler.

Wolfgang, rápido y preciso, ganó claramente la partida.

—¡Estás en buena forma! Pero sin duda no eres consciente del grave acontecimiento que se produjo sin que lo supiéramos.

—Me intrigas… ¿De qué se trata?

—¿Realmente quieres saberlo?

—¡No me pongas nervioso!

Anton Stadler adoptó un aire solemne.

—Tengo diecinueve años, y tú dieciséis. Ya no somos unos niños, sino unos jóvenes. Es conveniente, pues, que no nos comportemos como muchachitos, sobre todo ante…

El discurso de Stadler se vio interrumpido por la irrupción de Leopold.

—¡Excelente noticia! —gritó—. El príncipe-arzobispo nombra a Wolfgang maestro de conciertos de la capilla de la corte con unos honorarios de ciento cincuenta florines.

El título era tan modesto como el salario, sin embargo, festejaron aquel primer empleo remunerado alrededor de una de las suculentas comidas cuyo secreto tenía la cocinera de los Mozart.

Wolfgang recibió un extraño regalo, tres pequeños poemas titulados La generosa resignación, Secreto amor y La felicidad de los humildes, a los que puso música en seguida[82], mientras reflexionaba acerca del mensaje que así le transmitía su misterioso protector.

Aceptar su destino, resignarse sin endurecerse, no sentir rencor ni envidia, seguir mostrándose generoso fueran cuales fuesen las circunstancias: semejante regla de vida implicaba un desprendimiento y una liberación de sí mismo de los que el joven no se consideraba capaz todavía. Mantener secreto su amor por la verdad y lo absoluto, comprender que ese amor era el verdadero secreto, intentar vivirlo como la principal fuerza de creación: todos los días, Wolfgang progresaba en esa dirección, sin estar seguro de alcanzar su objetivo. La felicidad que ofrecía la humildad, el verdadero orgullo que consistía en ser consciente de su autenticidad… Trabajo perpetuo, jalonado por múltiples fracasos.

En tan pocas palabras, Thamos acababa de abrirle al Gran Mago las puertas de su vida de hombre.

Alto Sedlitsch, septiembre de 1772

Dada su precaria salud, Ignaz von Born ya no podía bajar a las minas, de modo que había dimitido para instalarse en una pequeña localidad de Bohemia con el fin de redactar un catálogo razonado de su excepcional colección de fósiles. En el interior de su modesta morada se había dispuesto un minúsculo laboratorio de alquimia, donde proseguía pacientemente sus experimentos, a partir de los textos que Thamos le había entregado.

Reconocido como científico de alto nivel, Von Born se había convertido en miembro de las academias de Siena, Padua y Estocolmo. Estas distinciones no le suponían ventaja material alguna y, privado de remuneraciones regulares, debía pensar en la venta de su colección.

Fue un especialista inglés, perteneciente a la Royal Society, quien primero se puso en contacto con él. Von Born, obligado a separarse de su tesoro, recuperaba, por algún tiempo al menos, una indispensable independencia financiera. Asumiría así sus gastos de viaje y alimentaría la llama de su logia de Praga, sin desdeñar la búsqueda de otros hermanos deseosos de vivir una verdadera iniciación.

Salzburgo, 24 de octubre de 1772

—En marcha, Wolfgang. El coche nos aguarda.

El adolescente se hacía el remolón.

—¿No tienes ganas de volver a ver Italia?

—¡Sabes perfectamente que sí!

—Pues nadie lo diría. Vamos, apresúrate.

Algunos días antes, Leopold había salido aliviado del palacio de Colloredo. El príncipe-arzobispo autorizaba a sus dos empleados a abandonar Salzburgo para una breve estancia en Milán, con el fin de cumplir un encargo de ópera. Puesto que se trataba de Italia, el joven Mozart aprendería allí el mejor de los estilos musicales con el que, luego, alegraría la corte de Salzburgo.

En cuanto las ruedas empezaron a girar, Wolfgang, triste y encerrado en sí mismo, pensó en el emisario del otro mundo y en sus recomendaciones. Empezó pues a componer un cuarteto en re mayor[83], que terminó el 28 de octubre en la parada de Botzen.

«Otro cuarteto —refunfuñó Leopold—. Esperemos que éste guste a los milaneses». Una preocupación secundaria comparada con el encargo del teatro Regio ducal, que aguardaba una proeza del joven compositor alemán.

Por fortuna, Wolfgang ya había terminado los recitativos de Lucio Sila[84] sobre un libreto de Giovanni de Gamerra[85], poeta en la corte de Viena. Quedaban las arias y los conjuntos, ¡es decir, un trabajo enorme!

La historia impresionaba a Wolfgang por la omnipresencia de la muerte. Sila, tirano odiado y cruel, quería casarse con la hermosa Giunia, que estaba enamorada de Cecilio, un senador proscrito. A pesar del peligro, ella lo rechazaba. Un solo amor habitaba en su corazón.

Entonces, el tirano decidía suprimir a su rival. Cecilio regresaba en secreto a Roma y se ponía a la cabeza de una conspiración acompañado por su amada. Ambos matarían a Sila y liberarían al pueblo de la tiranía.

Pero la conspiración fracasaba. Sila anunciaba su próxima boda con Giunia, desesperada hasta el punto de gritar que aquel monstruo proyectaba asesinar a Cecilio. La grandeza de alma y la constancia de la joven conmovían a Sila, que acababa cambiando radicalmente de actitud, perdonaba a sus enemigos y renunciaba a reinar.

Condenados a muerte, antaño, a causa de su fidelidad, Giunia y Cecilio veían cómo se los perdonaba in extremis y vivían una perfecta felicidad.

Al llegar a Milán, una mala noticia cayó sobre Wolfgang: los recitativos habían sido modificados sin que le pidieran su opinión. El trabajo realizado en Salzburgo no servía, pues, de nada. Tenía que componer una ópera entera antes del 26 de diciembre.