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Milán, 31 de enero de 1771

Las fiestas de fin de año ofrecían a los Mozart un agradable momento de distracción. Naturalmente, sufrían al estar separados de Anna-Maria y de Nannerl, pero la calidez de sus anfitriones milaneses colmaba, en parte, esa carencia.

Leopold arrastraba un poco los pies, y no sin razón, antes de ponerse de nuevo en camino hacia Salzburgo. El pequeño éxito de Mitrídates había llamado la atención de los melómanos y demostrado a Italia que al joven salzburgués no le faltaba talento. En toda lógica, la cosa no debía quedar así.

Las previsiones de Leopold resultaron exactas: Milán encargó una nueva ópera a Wolfgang para la apertura de la temporada 1772-1773.

Llenos de alegría, padre e hijo podían abandonar Italia con la certeza de regresar muy pronto y seducir a un vasto público.

Venecia, 20 de febrero de 1771

Llegados a la ciudad de los Dux el 10 de febrero, martes de Carnaval, los Mozart habían decidido tomarse varios días de festejos, recepciones y conciertos… ¡Para escuchar! No dejaron de plegarse a los desplazamientos en góndola. Las primeras noches, Wolfgang tuvo la impresión, mientras dormía, de que su lecho se balanceaba.

Mientras aprovechaba una pequeña góndola para él solo, el adolescente canturreaba una melodía de su futura ópera.

—Ligera y viva —observó el gondolero, cuya voz reconoció de inmediato Wolfgang.

—¿Os… os habéis instalado en Venecia?

—Como tú —dijo Thamos—, viajo mucho.

—No he olvidado vuestra pregunta, pero pocas veces tengo un minuto para mí. Me abruman con encargos y mi padre no me concede demasiado descanso. Venecia es una excepción.

—No te pido una respuesta rápida. No te dejes engañar por el éxito ni por el fracaso, y no concedas valor alguno a los rumores de este mundo. Intentar seducirlo no te llevará a ninguna parte, pues él no va a crearte.

Y ni siquiera has visto aún la luz, Wolfgang.

—¡Sin… sin embargo nací en Salzburgo!

—Se trató de tu nacimiento físico. Naciste luego en la música; más tarde, en la composición. Luego, moriste para la infancia y, pronto, para la adolescencia, nacerás a la condición de hombre. Y tal vez todas esas etapas te lleven al nacimiento del espíritu.

—¿Qué queréis decir?

—Ya llegamos. Tu padre te aguarda en el muelle.

Padua, 12 de marzo de 1771

Tras un gran concierto en Venecia, el 5 de marzo, los Mozart habían reanudado su camino hacia Salzburgo. La nobleza de la ciudad de los Dux se había encaprichado de Wolfgang, aun detestando al padre, considerado como un perpetuo descontento. Acerbo, Leopold no volvería nunca a esa ciudad húmeda y pretenciosa.

Durante el día pasado en Padua, Wolfgang había dado una serie de pequeños conciertos y aceptado el encargo de un oratorio de cuaresma. El 17 de marzo, tras un alto en Verona, Leopold recibió excelentes noticias: por medio de un contrato, Milán confirmaba su encargo de una nueva ópera, y la corte de Viena deseaba una obra con ocasión de la boda del archiduque Femando de Austria con una princesa italiana. Todo iba del mejor modo en el mejor de los mundos.

Salzburgo, 28 de marzo de 1771

Anna-Maria se arrojó al cuello de su marido, ausente desde hacía quince meses, y besó con ternura a Wolfgang. Convertida en una mujercita, Nannerl se mostró más reservada. En el fondo, no había echado demasiado en falta a su hermano.

Wolfgang recuperó sin especial alegría la morada familiar y su habitación de adolescente, que le pareció algo estrecha tras sus diversas estancias en suntuosos palacios.

Aquella misma noche volvió a ver a su amigo Anton Stadler, y le contó su exploración de Italia.

—Ya eres Caballero de la Espuela de Oro… ¡No es cualquier cosa!

—Mucho me temo que sí —concluyó Wolfgang.

—¡Tan alta condecoración, a tu edad! Todo el principado se prosternará a tus pies.

—Mucho me temo que no.

—¿Te ha gustado el papa?

—Demasiado envarado. Se diría que los grandes prelados se tragan diariamente una excesiva dosis de vanidad.

—¡Evita esas críticas en Salzburgo! Podrían causarte algún que otro disgusto.

—Tranquilízate, tú serás mi único confidente.

Sabiendo que no tardaría en ver de nuevo Italia, Wolfgang aprovechó aquel intermedio salzburgués para componer música de iglesia, que el príncipe-arzobispo apreció, y también sinfonías alegres, destinadas a sus futuros conciertos en la península.

Praga, abril de 1771

Tras haber cerrado los trabajos de la logia, Ignaz von Born invitó al hermano visitante, el conde de Tebas, a descubrir su biblioteca.

Con el rostro alargado, una gran frente, los ojos negros y brillantes y una leve sonrisa en los labios, el mineralogista de veintinueve años no se parecía a los demás francmasones que Thamos había conocido. Esta vez percibía una auténtica profundidad, un fuego interior de rara intensidad y una ardiente voluntad de vivir los grandes misterios.

—¿Realmente procedéis de Egipto?

—Del monasterio del abad Hermes, el maestro que me lo enseñó todo.

Thamos leyó los títulos de los volúmenes reunidos por su anfitrión.

—Nuestra propia biblioteca contenía ese saber, y mucho más aún. El abad Hermes había recibido de sus predecesores manuscritos que revelaban la sabiduría de los iniciados del antiguo Egipto.

Von Born apretó los dedos en las palmas de las manos, para asegurarse de que no estaba soñando. Nunca habría esperado oír una afirmación tan clara, coronación de largos años de búsqueda.

—¿Aceptaríais transmitir esos conocimientos secretos?

—Ésa es mi misión. Según el abad Hermes, la tradición iniciática revivirá aquí, en Europa.

—¿No será la francmasonería su canal?

—Uno de los canales —rectificó Thamos—, a condición de que algunas logias elijan el camino de la iniciación. Siguiendo el ejemplo de nuestros padres, habrá que formular, transmitir y revelar sin traicionar. Y está, además, el Gran Mago. Él sabrá crear una nueva expresión, capaz de engendrar un horizonte nuevo.

—¿Existe semejante individuo?

—Ahora tiene quince años y se llama Wolfgang Mozart. Pese a una carrera de niño prodigio, admirado en Viena, en París y en Londres, que podría haberlo roto, construye poco a poco su verdadera naturaleza. Antes de que sea plenamente consciente y haga de la Luz la materia fundamental de su obra, el camino será largo aún. Sin él, sólo conseguiremos resultados mediocres. Por eso nos consagraremos, vos y yo, al desarrollo de Mozart, que irradiará mucho más allá de su existencia y de su época.

La gravedad del tono y la magnitud de la predicción impresionaron a Ignaz von Born.

—¿De qué modo puedo ayudaros?

—Desarrollad vuestra logia de investigaciones en Praga, con la ayuda de los elementos del Libro de Thot que voy a confiaros. Profundizad en los rituales, despertad las percepciones de vuestros hermanos, orientadlos hacia el conocimiento. Antes o después, iréis a Viena y desempeñaréis allí un papel decisivo. Os corresponde edificar un templo donde el alma del Gran Mago emprenderá el vuelo. Por mi parte, lo protegeré intentando apartar el máximo de obstáculos y evitarle trampas mortales. Pero sólo los dioses y él mismo detentan las llaves de su destino.

Tras la partida de Thamos, Ignaz von Born permaneció largas horas inmóvil en la oscuridad. ¿Estaría a la altura de sus nuevos deberes?