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Bolonia, 10 de octubre de 1770

Los miembros de la austera Academia filarmónica se habían reunido en sesión solemne para examinar una candidatura. La severidad de su juicio asustaba a músicos experimentados, y muchos preferían renunciar antes que sufrir un humillante rechazo.

Varios académicos se extrañaron, pues, al ver al padre Martini acompañado por un adolescente de catorce años, a quien les presentó como un futuro colega. Algunos quedaron escandalizados, otros se rieron por lo bajo.

Encerraron a Wolfgang Mozart en una pequeña estancia y le entregaron un fragmento de gregoriano que debía transcribir para cuatro voces.

Disponía de tres horas.

Treinta minutos más tarde, el candidato salió de la estancia y, ante la sorpresa general, presentó su trabajo a la docta asamblea.

Tras examinarlo, la votación fue unánime: recibió un «suficiente»[60]. Wolfgang se convertía así en miembro de la Academia filarmónica, y el padre Martini le entregó una especie de certificado: «Mozart me ha parecido muy versado en todas las cualidades del arte musical. Por lo demás, me ha dado pruebas de ello, especialmente al clavecín, para el que le he entregado varios temas que ha desarrollado inmediatamente de modo magistral, según las normas».

Milán, 20 de octubre de 1770

A fuerza de escribir los recitativos de su ópera, los dedos de Wolfgang estaban doloridos. ¡Y aún quedaban por componer todas las melodías!

Esta vez, quizá la empresa superara su capacidad. De vez en cuando, su fatiga rozaba el desaliento. Pero pensando en la suerte que el destino le ofrecía, el adolescente volvía al trabajo, olvidando distracciones y reposos.

Como Leopold confió a su esposa: «Wolfgang se ocupa ahora de cosas serias que lo hacen ser muy serio».

A comienzos del mes de noviembre, su hijo se rebeló.

—Producir melodías a medida para cantantes que me imponen tiene, aún, un pase. Pero no poder intervenir en modo alguno en el libreto es algo que no soporto. ¡Y esta historia no me gusta!

—Tranquilízate —le recomendó Leopold—. Ésa es la ley del género: por un lado, un libretista; por el otro, un compositor.

—Una mala ley, ¡la cambiaremos!

—La costumbre es la costumbre, Wolfgang. Adáptate a ese tema.

—Un padre y un hijo enamorados de la misma mujer, el rey que muere en el ataque de los romanos y perdona a su hijo, prendado de otra mujer, y el monarca moribundo que concede la mano de la mujer amada a otro hijo… Es difícil entender semejante embrollo, y más aún interesarse por él. Habría que podar, cortar, dar envergadura a los personajes principales, distribuir mejor sus intervenciones y…

—Demasiado tarde, el tiempo apremia. Y debes aprender a acatar las exigencias del oficio.

Milán, 26 de diciembre de 1770

Finalizada la primera representación de Mitrídates, rey del Ponto[61], un espectador gritó: «Viva el Maestrino!». Y brotaron los aplausos. Entronizado como signore cavaliere filarmónico, Wolfgang pasó un invierno feliz: veinte representaciones de su ópera, un concierto en casa del conde Von Firmian y algunos días de reposo en Turín. Escribió una sinfonía ligera, la primera de una serie de seis[62] que terminó con una exclamación: «¡Fin, gracias a Dios!».

Tras aquel agotador período, Wolfgang volvió a pensar en la pregunta que le había hecho su misterioso amigo. ¿Estaba realmente dispuesto a escribir por sí mismo, ignorando cualquier influencia exterior?

La dificultad parecía una montaña de inviolable cumbre, pero no renunciaría a escalarla.

Berlín, 27 de diciembre de 1770

Thamos no asistió a la primera representación de Mitrídates, pues una carta de Von Gebler le pedía que acudiera a Berlín, donde los acontecimientos masónicos se precipitaban. El egipcio debía apreciar su importancia y descubrir los eventuales aspectos positivos para el porvenir del Gran Mago.

Thamos fue recibido por el barón Gottfried Van Swieten, nombrado embajador ante la corte de Federico el Grande. Ese puesto de primer plano le permitía buscar las partituras de un músico olvidado, Johann Sebastian Bach, y participar, con extrema discreción, en la vida masónica.

—¿Qué habéis venido a hacer a Berlín, conde de Tebas?

—A saber lo que ocurre, realmente.

—Hoy nace la Gran Logia masónica de Alemania.

—¿Eso favorecerá, a vuestro entender, el desarrollo del pensamiento iniciático?

—No creo demasiado en ello. ¿Pensáis intervenir de un modo u otro?

—Todavía no.

Viena, 31 de diciembre de 1770

El tiempo gélido no molestaba a Joseph Anton. Indiferente a la tormenta de nieve, clasificaba sus fichas cuando Geytrand se presentó para informar. Enamorado del invierno, también, temía el verano y el calor. Gran comedor, que nunca se resfriaba, se complacía mucho acosando sin descanso a los francmasones.

—Una buena noticia y una mala, señor conde.

—Comencemos por la buena.

—La Gran Logia masónica de Alemania acaba de nacer. Esa rígida estructura facilitará la identificación y el control de los francmasones. Al emperador le gusta el orden y quiere una organización administrativa bien estructurada, para controlarla con facilidad. Naturalmente, ha excluido de los puestos directivos a personajes dudosos o poco apreciados por el poder, como el barón de Hund y los partidarios más visibles de la Estricta Observancia templaría. El gran vencedor se llama Zinnendorf, nombrado Diputado Gran Maestre. Implantará más aún el Rito sueco, practicado ya por varias logias alemanas.

—¿Le gusta al emperador ese rito?

—No le disgusta. Su sucesor designado, Federico Guillermo II, siente fascinación por la Rosacruz de Oro. Lo rodea un clan formado por hermanos pertenecientes a esa orden, y fortalece el luteranismo para combatir el racionalismo y el cientificismo que caen sobre Europa. Las luchas de influencia serán duras. Por fortuna, Federico el Grande aguanta en el timón y no autorizará a nadie a extraviarse por caminos transversales. La disciplina prusiana no es palabra vana… Si fuera preciso eliminar a los parásitos y los molestos, el emperador no vacilaría.

—¿Y la mala noticia?

—Ayer se abrió en Viena una nueva logia[63].

—¿De qué rito?

—Estricta Observancia templaria.

—¿Te parece peligrosa?

—Todos los fundadores están fichados. Buenos cristianos, pertenecen a la pequeña nobleza y a la burguesía acomodada. Deberían mostrarse respetuosos de la ley y las autoridades. Además, como varias otras, tal vez esta logia no dure mucho tiempo.

—Desconfiemos, de todos modos. La restauración de la Orden del Temple sigue estando de actualidad, y no quiero ver cómo esta locura se propaga por Austria. Rellena una ficha detallada sobre cada nuevo hermano y sigue desarrollando nuestra red de informadores.