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Lodi, 15 de marzo de 1770
Durante aquella parada en el camino de Parma y de Bolonia, Wolfgang recordó la cuestión del hombre enmascarado.
Y comprendió.
Después de cenar, se encerró en su habitación y vertió en el papel unas extrañas notas.
Al alba, cuando Leopold despertó a su hijo, examinó la partitura.
—¿De qué se trata, Wolfgang?
El adolescente se frotó los ojos.
—De un cuarteto para cuerda[53].
—Un género extraño, sin gran interés… En cualquier caso, desaconsejado para un concierto.
—No pensaba en eso.
—¿En qué pensabas, entonces?
—En componer para mí mismo, al margen de cualquier obligación, sólo para hacer música. Este primer cuarteto es sólo un divertimento, me siento capaz de algo mucho mejor.
—Prepárate, salimos dentro de una hora.
Leopold atribuyó a los caprichos de la adolescencia aquella desviación, sin futuro probablemente. ¿Acaso un músico profesional no debía satisfacer las exigencias de su auditorio?
Bolonia, 26 de marzo de 1770
Durante el gran concierto organizado en casa del conde Pallavicini se produjo un hecho rarísimo que llamó tanto la atención de la concurrencia como la actuación del joven alemán.
Un musicólogo de fama internacional, el padre Martini, había salido de su convento para escuchar al prodigio llegado del extranjero. Que los boloñeses recordaran, el austero erudito acudía pocas veces a un concierto. Mozart lo debía haber intrigado mucho para arrancarlo de sus investigaciones.
A los sesenta y cinco años de edad, el monje franciscano nunca había abandonado Bolonia, su ciudad natal, había rechazado incluso un puesto de maestro de capilla en San Pedro de Roma y se había limitado a sus funciones en el convento de San Francesco. Los músicos de toda Europa acudían a hacerle consultas, pues, trabajando en una monumental Historia de la música, cuyos dos primeros volúmenes acababan de aparecer, había adquirido un inigualable saber. Su biblioteca contenía partituras únicas, fechadas algunas de ellas en el siglo XVI.
Cuando el padre Martini se acercó a Wolfgang, Leopold temió críticas o reproches.
El religioso no manifestó animosidad alguna e invitó al adolescente a ir a verlo.
Wolfgang aprovechó de inmediato la ocasión. Durante dos entrevistas con el ilustre sabio, aprendió a perfeccionar el arte del contrapunto y el de los recitativos de ópera. En un tiempo récord, construyó una fuga cuya composición le hubiera exigido toda una jomada a su profesor.
Wolfgang lamentó abandonar aquel lugar tan apacible, dedicado a la investigación, y prometió al padre Martini que volvería.
Roma, 11 de abril de 1770
Tras haber pasado por Florencia, los Mozart llegaron a Roma a mediodía y corrieron hacia la basílica de San Pedro, no por un impulso de religiosidad, sino para admirar el prestigioso monumento.
Allí, el adolescente escuchó el Miserere de Allegri, cuya partitura no salía de la capilla Sixtina. Pese a la complejidad de la obra, Wolfgang memorizó hasta la última nota, hurtando así uno de los secretos de la Ciudad Eterna.
—¿Esa etiqueta es indispensable para el conocimiento de Dios? —preguntó Wolfgang al observar la danza de los dignatarios de la Iglesia.
—Roma es un teatro —respondió Leopold—. Esta ostentosa religión no garantiza una buena y sana creencia.
Wolfgang no dejó de someterse a la experiencia preferida de los turistas y escribió en seguida a su hermana: «He tenido el honor de besar el pie de san Pedro, en la iglesia de San Pedro, pero como tengo la desgracia de ser demasiado bajo, han tenido que auparme, a mí, al viejo bromista Wolfgang Mozart, hasta él».
El músico, que de buena gana se hacía llamar «el amigo de la Liga del Número», pues le encantaban los juegos matemáticos, rogó a Nannerl que le mandara las reglas de aritmética, alimentadas con numerosos ejemplos, que había extraviado.
Apenas la misiva hubo salido hacia Salzburgo cuando Wolfgang y su padre se encontraron con un gentilhombre cuyo aspecto intrigó a Leopold.
Thamos los saludó.
—Creo que habéis perdido este documento.
Wolfgang lo consultó: ¡las reglas de aritmética! Iban acompañadas por otra hoja que trataba sobre la Divina Proporción y el Número de Oro, con algunos ejemplos de su utilización en el ritmo musical.
—¿Acaso no sois nuestro salvador parisino? —se extrañó Leopold.
—Roma me parece más segura. Desconfiad, de todos modos, de los ladrones, y que Dios os proteja.
Leopold no se atrevió a retener al aristócrata. Por lo que se refiere a su hijo, éste no reveló que conocía desde hacía mucho tiempo ya a aquel enviado del otro mundo.
En aquel mes de noviembre, Wolfgang no sólo había paseado por las calles de Roma: un kyrie para cinco sopranos, algunas contradanzas destinadas a Salzburgo, dos melodías para soprano y una sinfonía en re mayor[54].
Pese a las riquezas de la gran ciudad, Leopold quería proseguir el viaje y descubrir la Italia del sur.
Viena, 19 de abril de 1770
La archiduquesa María Antonieta, hija menor de Francisco I de Lorena y de María Teresa, nacida en Viena en 1755, no carecía de encanto ni de inteligencia. A causa de las decisiones de su madre y de José II, su cómodo destino tomaba un exigente giro.
Aquel decisivo día se celebraba, por poderes, la boda de María Antonieta con el Delfín, que había permanecido en Versalles. Dicha unión pondría fin a las incesantes guerras entre los Habsburgo y los Borbones, y consolidaría la paz en Europa.
Las gozosas perspectivas no tranquilizaban a José II. Despreocupada, la joven no era consciente de las dificultades de su tarea. Tendría que abandonar su refugio vienés y conquistar un país que no quería demasiado a los extranjeros, y menos aún a los austríacos, una Francia presa de peligrosos intelectuales que cuestionaban las bases seculares del poder, de la religión y de la sociedad.
María Antonieta soñaba con una vida fácil y fastuosa, a la cabeza de una brillante corte. ¿Acaso no pasaría la mayor parte de su tiempo divirtiéndose y gozando de mil y un placeres? No preveía las bajezas, ni las envidias, ni los odios.
Cuando estuviera sola, allí, tan lejos de Viena, nadie acudiría en su ayuda.