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Salzburgo, 5 de noviembre de 1769

Al entrar en el despacho del príncipe-arzobispo Segismundo von Schrattenbach, Leopold Mozart pensaba todavía en el error cometido por su hijo. El 15 de octubre, en la iglesia de San Pedro, se había cantado su misa solemne en honor de la ordenación y la primera celebración del reverendo padre Cajetan Hagenauer, un encargo casi banal… si uno de los solos del kyrie no hubiera comenzado con un ritmo de vals. Wolfgang no veía en ello malicia alguna. ¿Por qué había de ser aburrida la música religiosa?

Afortunadamente, aquella grave falta había escapado a las autoridades y, el 27 de octubre, Wolfgang había sido nombrado «maestro de conciertos de la corte», un título honorífico sin sueldo; insuficiente para modificar el proyecto en el que Leopold pensaba desde hacía casi un año.

—¿Dificultades, señor Mozart?

—Ninguna, vuestra gracia. Sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Tengo que haceros una petición.

—A propósito de vuestro hijo, supongo.

—Exactamente.

—¿Acaso no le he atribuido un título que debería satisfacer a tan joven músico?

—Wolfgang ya es un técnico notable, pero aún le faltan elementos esenciales para convertirse en un gran compositor cuya fama enriquezca la de nuestro querido principado.

—¿Vais a solicitar autorización para salir otra vez de viaje?

—En efecto, vuestra gracia.

—¿Con qué destino, esta vez?

—Italia. Su tradición y sus tesoros musicales completarán la formación de mi hijo.

Con un nudo en la garganta, Leopold aguardaba la decisión del príncipe-arzobispo.

—De acuerdo, señor Mozart. Durante vuestra ausencia no se os pagará salario alguno.

Sálzburgo, 11 de diciembre de 1769

—¿Cuándo volverás? —preguntó Anton Stadler a Wolfgang.

—Dentro de unos meses. Todo dependerá del éxito de los conciertos.

—Por un lado, te deseo éxito; por el otro, me gustaría verte lo antes posible.

—Mi padre decidirá, como de costumbre.

—¿No deseas, a veces, rebelarte contra tu padre?

—Inmediatamente después de Dios, está papá. Sin él, yo no sería músico. ¡E Italia… será maravilloso!

Los dos amigos se separaron, Wolfgang besó a su madre y a su hermana. Esta vez, ellas se quedaban en casa. A los dieciocho años, Nannerl no era ya una niña prodigio, no componía y no tenía suficiente personalidad para imponerse como solista. En cambio, sería una buena profesora de piano y ayudaría a su madre a llevar la casa familiar.

Wolfgang descubrió un coche equipado con tablillas, tintero y papel de música. No se trataba de soñar con un reino imaginario. Durante el viaje, el adolescente moldearía algunas partituras destinadas a sus futuros conciertos en Italia. En cuanto las ruedas dieron su primera vuelta, comenzó a trabajar. Y nacieron por el camino cuatro amables sinfonías. Durante un concierto-maratón, Wolfgang había tocado catorce obras, algunas salidas de su propia pluma. Agotado, el adolescente sólo pensaba en dormir, mientras Leopold se alegraba del éxito y de la recaudación.

—Bravo, muchacho, nuestra campaña italiana no podría haber empezado mejor. Créeme, esto es sólo el comienzo. No me gusta demasiado ese nombre de Amadeus que te ha encasquetado la gaceta de Verona. Una traducción del Gottlieb, «el amado de Dios», pero prefiero el original. Amadeus no parece serio; diríase una chanza italiana. Recuerda que nuestro nombre, Mozart, procede del alto alemán muotharti y significa «valiente, voluntarioso».

Milán, 23 de enero de 1770

Gobernador general de Lombardía y sobrino del antiguo príncipe-arzobispo de Salzburgo, el conde Karl von Firmian recibió a los Mozart con calidez y les ofreció un confortable alojamiento en su palacio.

—Milán es una ciudad rica, apasionada por la música. Os gustará mucho, tanto más cuanto empieza el carnaval. Como regalo de bienvenida, he aquí los nueve volúmenes que reúnen los libretos de ópera del gran Metastasio.

Leopold, confuso, se deshizo en agradecimientos.

—Naturalmente —añadió el gobernador—, daréis varios conciertos aquí mismo y escucharéis buena música, especialmente la de Piccinni y Sammartini.

La alegría de Wolfgang sedujo a sus célebres colegas, que contuvieron su envidia y murmuraron, incluso, unos vagos cumplidos.

El 3 de febrero, unos días después de haber festejado su aniversario, el adolescente de catorce años compuso una melodía para unas palabras latinas del Evangelio, destinada a un castrado de su edad. Con devastadora ironía, no dejó de subrayar la frase: «Busca las cosas de arriba y no las de abajo».

Tras un gran concierto dado el 23 de febrero, el padre y el hijo disfrutaron de las excentricidades del carnaval de Milán. El último día de los festejos, el 3 de marzo, numerosos carros desfilaron por las calles de la ciudad, por la que circulaban muchos personajes enmascarados.

En un momento dado, uno de ellos se acercó a Wolfgang.

—¿Te diviertes?

—Es algo ruidoso, pero los colores son soberbios y me gusta que termine el invierno.

—¿Estás satisfecho de tus últimas composiciones?

—Gustan a los italianos.

—No pareces haber comprendido mi pregunta.

Wolfgang conocía aquella voz.

—Sois el habitante de Rücken, ¿no es cierto?

—Una simple máscara…

—Mi reino infantil ya no existe, destruí su mapa.

—Ya lo sé, Wolfgang. Por eso te pido que pienses en mi pregunta.

Milán, 12 de marzo de 1770

Durante un concierto de despedida que se celebró en el palacio del conde Von Firmian se interpretaron varias melodías de Wolfgang[52] sobre textos de Metastasio. Como otros técnicos, Leopold advirtió claros progresos. Su hijo comenzaba a saber manejar la voz, ese instrumento excepcional.

Estupefacto ante la prestación del joven alemán, el conde llevó aparte a Leopold.

—Magnífico, señor Mozart, magnífico. Vuestro hijo ha conquistado Milán. Debéis proseguir vuestro viaje. Lo comprendo y os aliento a ello. Pero tendréis que volver aquí, y voy a daros una buena razón para ello: una ópera.

—¿Estáis hablando de… un encargo?

—Dadas las dotes de Wolfgang, es un género que debería convenirle. ¡Los italianos las adoran! ¿Os seduce la idea?

—¡Claro, claro! ¿Cuál sería el tema?

—La historia de un rey, Mitrídates, escrita por un libretista profesional, Cignasanti, según la obra, más bien aburrida, de Racine, un dramaturgo francés. Estoy convencido de que Wolfgang sabrá sacar lo mejor de esa sombría historia.

—¿Es… urgente?

—¡No os preocupéis! Descubrid Bolonia, Roma y Nápoles, admirad las mil maravillas de Italia y volved a nosotros. Dispondréis del libreto cuando llegue el momento.

Al borde de la embriaguez, Leopold dio gracias al Omnipotente. Aquel viaje se anunciaba como el de mayores éxitos.