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Viena, febrero de 1769

La proposición de la emperatriz María Teresa había dejado estupefacto al barón Charles de Hund. Ella, el mejor apoyo de la Iglesia y la enemiga jurada de la francmasonería; él, el fundador de la Estricta Observancia templaria. ¡Y sin embargo se le ofrecían altas funciones en Viena!

Una trampa… Sólo podía ser una trampa.

La emperatriz quería neutralizarlo, encerrarlo en una función oficial que le impidiera proseguir su aventura masónica. ¿Él, consejero de Estado de la emperatriz y consejero íntimo del emperador? Títulos honoríficos, claro. La dorada prisión de la corte, ¡nunca!

Adoptando las más respetuosas formas, Charles de Hund declinó la oferta de María Teresa. El porvenir de la Estricta Observancia seguiría ocupando todo su tiempo.

Viena, marzo de 1769

Junto a Tobias von Gebler, Thamos había participado en la fundación de la logia vienesa A la Esperanza, hermosa virtud en aquellos tiempos difíciles, cuando los hermanos se limitaban a sucintas ceremonias y se guardaban mucho de emitir la menor crítica contra el poder establecido.

—Nuestra francmasonería ronronea —advirtió Von Gebler—. Y no será el barón de Hund, a pesar de sus convicciones y de su compromiso, quien le devolverá la magnitud necesaria.

—¿Acaso la Estricta Observancia templaria está en dificultades?

—Progresa, pero de modo demasiado formal. Falta el fondo, y no estoy seguro de que la referencia templaría sea la más justificada. Luchas intestinas, competencia con otros sistemas rituales… Hund no ha conquistado aún Europa. ¡Lamentablemente! Viena ya no me parece un medio favorable para el desarrollo del Gran Mago. A menos que proporcionéis a la Esperanza o a cualquier otra logia los rituales que las hagan iniciáticas…

Thamos no respondió.

Era demasiado pronto. Demasiado.

Salzburgo, primavera de 1769

Con trece años de edad, Wolfgang se escapaba de vez en cuando para jugar, bromear y discutir con su amigo Anton Stadler. La corte, la catedral, los salones de la nobleza y de la burguesía… El espacio salzburgués era reducido. Misas, paseos, juegos de sociedad y conciertos ofrecían a los súbditos del príncipe-arzobispo distracciones que satisfacían a la mayoría de ellos.

Por su parte, Leopold exigía trabajo y más trabajo. Desde su regreso a la ciudad natal, el 5 de enero, Wolfgang no dejaba de componer.

Austeridad de los viejos maestros alemanes, estilo galante, sonatas del sur y del norte, contrapunto, ópera seria, ópera bufa, técnicas de Schobert y de Johann Christian Bach… Wolfgang probaba todas esas expresiones y las utilizaba a placer. Hablando corrientemente en italiano y correctamente en francés, leía mucho, incluidos los autores con fama de serios[50].

Misas, minuetos para danzar, arreglos formados por una sucesión de pequeños fragmentos tocados durante banquetes oficiales, comidas de bodas y sesiones solemnes de la universidad: los encargos se sucedían. Al escribir su primera serenata[51], un fragmento más elegante y distinguido que un arreglo, Wolfgang sabía que sólo se tocaría una vez, al aire libre y al anochecer, a la gloria del comanditario. Un notable salzburgués deseaba su música, nunca antes oída y apetecible como un sabroso plato. Luego, se desvanecía. Hacerla ejecutar por segunda vez habría enojado profundamente al comprador y desacreditado al compositor.

Esa encarnizada labor obligaba a Wolfgang a trabajar de prisa, sin dejar de dominar múltiples facetas del discurso musical, lo que tuvo una triste consecuencia: el adolescente desgarró el mapa del Rücken, el reino imaginario ahora desaparecido.

La realidad de Salzburgo impedía soñar.

Berlín, verano de 1769

La tensión entre Austria y Prusia se hacía peligrosa. El motivo: un eventual reparto de Polonia. De modo que José II, tras haber desmantelado numerosos monasterios en Austria para dedicar sus bienes a obras de caridad y a proyectos educativos, decidió encontrarse con el temible Federico II, que reinaba en Prusia desde 1740.

Federico, que hablaba francés con los humanos y alemán con los caballos, admirador de los enciclopedistas y de Voltaire, francmasón, no vacilaba en utilizar su ejército, exigiendo de sus soldados una «disciplina de cadáver».

José II quería evitar un nuevo conflicto, que daría un golpe fatal a la paz difícilmente obtenida tras la guerra de los Siete Años. Era preciso, pues, desbaratar la amenaza prusiana para poder ocuparse mejor del verdadero peligro, la expansión turca.

Mientras comenzaban las negociaciones, el sucesor designado para el trono de Prusia, Federico Guillermo, se entregaba al ocultismo. La francmasonería mundana y artificial lo aburría. En cambio, el especialista que acababa de instalarse en Berlín lo fascinaba, y él le facilitaría la existencia atribuyéndole un puesto de conservador en la biblioteca.

Su nuevo protegido, dom Antoine-Joseph Pemety, nacido en Roanne el 13 de febrero de 1716, no era un hombre ordinario. Ex consejero del navegante Bougainville y defensor de los indios, había abandonado la orden benedictina para interesarse por la francmasonería, la cábala, el hermetismo y la alquimia. Autor de las Fábulas egipcias y del Diccionario mito-hermético, donde pretendía descifrar la enseñanza de los antiguos, había tenido que abandonar Aviñón a causa de unas investigaciones policiales cada vez más molestas.

Allí, en Alemania, desarrollaría su Rito hermético con toda libertad, esperando ponerse en contacto con los espíritus que le revelaran la técnica de fabricación del oro alquímico. Enseñaría a los iniciados a interrogar la Palabra Santa y a interpretar sus enigmáticas declaraciones gracias a la numerología hebraica. En su logia, La Virtud Perseguida, iría más allá de la francmasonería convencional, celebrando dos grados superiores, los de Novicio e Iluminado.

Thamos, informado por Von Gebler, esperaba que dom Pernety se mostrara a la altura de sus ambiciones.

En su primer encuentro, el ex monje estuvo a la defensiva. El carisma del egipcio lo inquietaba, pero sus orígenes y su conocimiento de los misterios orientales podían servirle. De modo que aceptó iniciarlo en el Rito hermético, comenzando con la celebración de una misa. Luego, consagró al nuevo adepto en lo alto de una colina donde se levantaba un «altar de poder» de césped, en el centro de un círculo trazado en el suelo.

Durante nueve días, Thamos fue invitado a contemplar la salida del sol en aquel lugar y a quemar incienso en el altar. A Dios le tocaba reconocer al nuevo iniciado, manifestándose en forma de un ángel que, en adelante, le serviría de guía y con el que podría dialogar.

Cuando Thamos bajó de la colina por novena vez, dom Pemety supo que había superado la prueba. Entonces, le reveló la magnitud de sus proyectos.

—Siguiendo el recto camino, el verdadero francmasón se convertirá en el Caballero de la Llave de Oro. Repetirá el viaje de los Argonautas y descubrirá el Vellocino de Oro. Elevado a la dignidad de Caballero del Sol, leerá las leyendas mitológicas con ojos de alquimista. Y cuando la piedra filosofal irradie, el iniciado rendirá culto a la Santísima Virgen.

Dom Pemety necesitaría meses, años incluso, para redactar la totalidad de su Rito hermético, siempre que Federico II tolerase su presencia y Federico Guillermo siguiera protegiéndolo.

¿Daría aquella ardua labor resultados probatorios? Thamos quiso esperarlo en el camino de Salzburgo.