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Viena, julio de 1768

El barón Gottfried Van Swieten, nacido en los Países Bajos, estaba haciendo una hermosa carrera diplomática que le había llevado a Bruselas, París y Londres. Ahora esperaba un puesto en Berlín.

Pero otro ideal ocupaba su existencia: la francmasonería. En una Europa desgarrada por múltiples convulsiones y cuyo porvenir le preocupaba, apreciaba el clima de algunas logias donde la palabra seguía siendo libre. Espíritus ilustrados insistían en la necesidad de hacer reformas urgentes, sin olvidar ofrecer un impulso espiritual más allá de los dogmas y las creencias. Formaban sólo un grupito cuya voz corría el riesgo de ser ahogada.

A causa de la hostilidad de la emperatriz María Teresa hacia la francmasonería, Gottfried Van Swieten no frecuentaba ninguna de las escasas logias vienesas, muy discretas. Por el contrario, procuraba manifestar desdén y desconfianza con respecto a ese movimiento de pensamiento, vagamente subversivo y del todo estéril.

Restaurar la iniciación en Viena se anunciaba especialmente arduo, imposible incluso. Pero Van Swieten era paciente y obstinado.

De regreso a Viena por algunas semanas, tomó de nuevo contacto con amigos y antiguas relaciones. El primer visitante del día, un desconocido: el conde de Tebas. A causa de su prestancia y su mirada, su huésped lo impresionó.

—Tengo una petición que presentaros, señor barón.

—Os escucho.

—Ya conocéis al joven músico Wolfgang Mozart, que ha terminado una ópera encargada por el emperador. A causa de la incompetencia y las malversaciones de un estafador llamado Affligio, es imposible hacer que se represente la obra. ¿Podríais ayudar a Mozart?

—¿Por qué os interesáis por ese muchacho?

—Porque es el Gran Mago.

Van Swieten guardó silencio durante largo rato.

—Conde de Tebas…, ¿quién sois realmente?

—Un hermano llegado de Egipto para que renazca la iniciación de la que tanto os preocupáis. Tranquilizaos, vuestro secreto está bien guardado y seguirá estándolo. El Gran Mago, por su parte, necesita ayuda.

Al barón Van Swieten, turbado, le habría gustado hacer cien preguntas al extraño visitante. Pero lo dejó partir sin preguntarle nada.

Unos días más tarde, el aristócrata convocó en su casa a Wolfgang Mozart, a su padre, a unos músicos y a unos cantantes para escuchar La falsa ingenua. Ni el libreto ni la música le encantaron, pero advirtió aquí y allá algunos relámpagos de talento que merecían consideración.

Al finalizar la representación, Leopold solicitó la opinión del barón.

—Interesante, para proceder de un muchacho de esa edad. Esta representación, sin embargo, corre el riesgo de ser la primera y la última.

—Pero… ¡se trata de un encargo del emperador!

—Me he informado, señor Mozart. Los músicos de la corte no desean el éxito de un chiquillo que les haría sombra. Haríais mejor regresando a Salzburgo.

Leopold insistió.

—Deseo hablar con el emperador. Puesto que vos habéis escuchado la ópera, ¿podríais obtenerme una entrevista?

—Lo intentaré.

Viena, 20 de septiembre de 1768

Durante el verano, Leopold se había esforzado por redactar una memoria que narrara las desventuras de las que habían sido víctimas Wolfgang y su Falsa ingenua. «Todo el infierno musical —escribía— se ha desencadenado para que no se pueda reconocer el talento de un niño». Finalmente, en el umbral del otoño, José II aceptó recibirlo.

—¡Ésa es la verdad, majestad! Mi hijo ha trabajado con ardor, ha respetado los plazos y ha proporcionado una obra digna de ser escuchada. Ahora bien, un intermediario corrupto y algunos colegas envidiosos nos condenan a un injusto fracaso.

José II permanecía impasible. Expresándose de un modo tan cortante, ¿no estaba ganándose Leopold la cólera del soberano?

—Tenéis razón en todo. Un proceso pondrá fin a las actuaciones del tal Affligio.

Una gran sonrisa adornó el rostro ansioso de Leopold.

—¿Debo comprender, majestad, que la ópera de Wolfgang se representará por fin en un escenario vienés?

—No, señor Mozart. El momento adecuado, por desgracia, ha pasado, y ahora tengo otras preocupaciones. Que vuestro hijo siga trabajando y el destino le será favorable.

Al salir del palacio, Leopold fue a beber cerveza a una taberna. No sólo La falsa ingenua era condenada al olvido, sino que, además, el monarca no encargaba una obra nueva, ni siquiera de modo oficioso. Haber pasado tan cerca del éxito y…

¿Preparar una nueva serie de conciertos en Viena o regresar a Salzburgo? Se imponía la segunda solución. Más valía preservar un puesto fijo y correctamente remunerado que agarrarse a un sueño.

Apenas había abierto la puerta de su apartamento cuando Anna-Maria corrió a su encuentro.

—¡Un médico!… ¡Un médico quiere ver en seguida a Wolfgang! Está gravemente enfermo y me lo has ocultado, ¿no es cierto?

—¡Claro que no!

—Sin embargo, ese doctor…

—¿Cómo se llama?

—Mesmer. Su lacayo vendrá a buscar a Wolfgang mañana por la mañana y le llevará a comer a casa de su amo.

Leopold, bajo los efectos aún de su decepcionante entrevista con José II, y con el ánimo nublado por la cerveza, se derrumbó en un sillón.

Mañana sería otro día.