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Viernes, 3 de febrero de 1768

Thamos estaba terminando una transmutación en su laboratorio alquímico de Viena cuando le alertó un ruido extraño.

Un ruido que parecía el de unos tacones de bota golpeando los adoquines del patio. En plena noche, violaba el silencio habitual de una apacible morada donde sólo vivían una pareja de ancianos aristócratas y el egipcio.

Confiando en su instinto, Thamos supo que debía huir lo antes posible. Derramó un líquido rojo sobre la piedra en fusión, se arropó con un grueso manto y salió por una puerta disimulada precisamente cuando los policías hacían su irrupción.

Era la primera operación de envergadura llevada a cabo bajo la égida de Joseph Anton. La emperatriz María Teresa le había ordenado que detuviera a los alquimistas, destruyera su material y quemara sus obras.

En el presente caso, los policías pudieron ahorrarse el trabajo, pues el fogón les estalló en la cara. Alejándose con paso tranquilo, Thamos comprendió que había sido denunciado por algún buen hermano o por el vecindario. En adelante tendría que extremar su prudencia y disimular más aún sus actividades ocultas.

Viena, fines de marzo de 1768

El príncipe Dimitri Galitzin, ministro en la corte de Luis XV y luego embajador de Rusia en Viena desde 1762, pertenecía a una familia de diecisiete hijos, de la que era el más destacado representante. Con cuarenta y siete años de edad, había perdido a su mujer en 1761 y no había vuelto a casarse.

Desempeñando un papel decisivo en las relaciones diplomáticas entre Austria y Rusia, llevaba una existencia fastuosa abriendo a la nobleza vienesa las puertas de su palacio en la Krugerstrasse, con once estancias principales. Catorce coches, once caballos, numerosos sirvientes, una residencia de verano llena de grutas, fuentes y falsas ruinas: al príncipe le gustaba el lujo y la belleza.

—¿Ha llegado? —preguntó, impaciente, a su mayordomo.

—Todavía no, alteza.

—¡Va retrasado!

—Todavía no, alteza.

—¿Está todo listo?

—Hasta el menor detalle.

Por fin llegó el joven prodigio. Hacía mucho tiempo ya que el príncipe Dimitri Galitzin había oído hablar de aquel músico sorprendente y quería escucharlo, en su casa, a solas.

Bien vestido, bien educado, el pequeño Wolfgang lo impresionó. No era ya del todo un niño, aunque estuviese lejos de ser un hombre, pero una luz de insólita gravedad animaba su mirada.

En cuanto tocó una sonata, muy inferior sin embargo a las de Joseph Haydn, el príncipe sintió que un genio incomparable animaba a aquel hombrecillo.

Algún día, si era necesario, lo ayudaría a convertirse en una de las personalidades más destacadas de la sociedad vienesa y a conquistar la capital artística de Europa.

Viena, abril de 1768

Leopold echaba por la boca sapos y culebras. Una vez más, se retrasaba la representación de La falsa ingenua. Affligio, el empresario, se comportaba como un estafador, incapaz de obtener un teatro. Y José II se encontraba en Hungría, en la frontera del Imperio turco, cuyo espíritu belicoso temía. Había que esperar su regreso para desbloquear la espantosa situación: una ópera lista, un encargo oficial cumplido en la fecha prevista, y no había compañía ni escenario.

Wolfgang no permanecía de brazos cruzados. Gozando de la ayuda y las relaciones del príncipe Galitzin, daba conciertos en los salones de la nobleza vienesa, donde su renombre crecía.

Sobre todo, seguía escuchando mucha música, que asimilaba componiendo e incorporándola así a su propia escritura.

—¿Cuándo regresaremos a casa? —preguntó Anna-Maria, que prefería su tranquila Salzburgo a la agitada Viena.

—En cuanto la ópera de nuestro hijo se haya representado. Un éxito lo consagraría como compositor y le abriría todas las puertas. Como de costumbre, Anna-Maria asintió. Su marido tenía forzosamente razón, puesto que actuaba siempre en interés de la familia.

Sin embargo, Salzburgo preocupaba a Leopold. Hacía seis meses que había abandonado su puesto y el príncipe-arzobispo Segismundo von Schrattembach no podía pagarle indefinidamente por no hacer nada en su corte.

La carta oficial que acababa de recibir sólo era, pues, un mal menor. Su patrón no lo despedía y ni siquiera le daba la orden de regresar inmediatamente a Salzburgo. Sin embargo, a partir del 31 de marzo, no seguiría pagándole un sueldo.

Ciertamente, gracias a las prestaciones de Wolfgang, los Mozart cubrían los gastos de su estancia en Viena. Y quedaba el pequeño tesoro procedente de la gira europea. Sin embargo, no era cuestión de perder su confortable situación en la corte del príncipe-arzobispo.

Dividido entre la necesidad de regresar a Salzburgo sin gran demora y la eventualidad de un éxito de Wolfgang en Viena, Leopold vacilaba.