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Viena, 19 de enero de 1768, a las tres de la tarde

Ante la estupefacción de Leopold, fue el corregente José II en persona quien recibió a sus huéspedes en la antecámara. Con el rostro muy largo, severo, desprovisto de expresión y de brillo, vestido con sencillez, el futuro dueño del Imperio austríaco no inspiraba alegría. Pese al creciente inmovilismo de María Teresa, triste y taciturna, la incitaba a emprender indispensables reformas, como la liberalización del código penal, demasiado represivo. Además, quería economizar y seguir economizando, reducir los gastos del Estado antes de que quebrase.

Leopold nunca había imaginado que sería introducido en uno de los salones de Schönbrunn por tan gran personaje.

Otra sorpresa: allí no había ni piano ni instrumentos de cuerda.

—Sentaos —ordenó José II con sequedad.

Wolfgang miró a su alrededor, y Leopold adoptó una actitud sumisa.

—Majestad, ¿deseáis que mi hijo interprete su última obra para vos?

—Hoy no. Simplemente deseo hablar de música con vos. A pesar de la terrible epidemia de viruela y de los lutos que han caído sobre nosotros, la corte de Viena debe mantener su rango de capital artística de Europa. No me gustaría que la reputación de Londres o de París superara a la nuestra.

—¡Conociendo esas dos ciudades, majestad, eso es muy poco probable!

—Gobernar es prever, señor Mozart. La emperatriz y yo mismo debemos encargamos de todos los dominios de la vida social, incluida la música. Mis vieneses son más bien frívolos, pero quiero darles obras de calidad.

—Eso honra a vuestra majestad.

—Me han dicho que vuestro hijo es compositor.

—Trabaja día y noche, y sus primeras obras son dignísimas. No hablo como padre, majestad, sino como un técnico exigente y objetivo.

—Muy bien, señor Mozart. Creo que a Viena le gustaría una ópera inédita. ¿Es capaz de componer una un muchacho tan joven?

—Wolfgang lo demostró ya con Apolo y Jacinto, representada en Salzburgo. Desde entonces, ha progresado tanto que os dará entera satisfacción.

—Puesto que se trata de un encargo oficial, se firmará un contrato como es debido. Que el joven Mozart comience a trabajar de inmediato. Deseo la ópera para finales del mes de abril, como muy tarde.

—Vuestros deseos serán cumplidos, majestad. ¿Puedo… puedo haceros una pregunta?

—Hacedla, pues.

—¿El compositor más célebre de Viena, Gluck, no se opondrá a un músico tan joven?

—Por muy grande que sea, Gluck está a mi servicio.

Leopold lamentó haber tocado ese delicado punto. La respuesta del emperador no lo tranquilizó en absoluto, pues a pesar de su voluntad de controlarlo todo, José II no podía desentrañar el embrollo de las querellas musicales.

No obstante, al salir de Schönbrunn, Leopold tenía ganas de bailar. ¿Acaso el futuro emperador en persona no acababa de encargar una ópera a Wolfgang? ¿Cómo imaginar, la misma víspera, semejante milagro?

Casi indiferente a la situación, el adolescente silbaba una alegre melodía.

—Anotémosla —recomendó su padre—. Esta misma noche pondrás manos a la obra.

Viena, finales de enero de 1768

En presencia del joven barón Van Swieten, hijo del médico personal de la emperatriz María Teresa, Gluck había afirmado a Leopold Mozart que no veía inconveniente alguno en que su joven hijo compusiera una ópera al gusto italiano, La Finta Semplice, La falsa ingenua, con libreto de Goldoni. Se firmó pues un contrato con un intermediario, Affligio, a cambio de cien ducados, una buena suma que consagraba a Wolfgang Mozart como un profesional.

Aquella Falsa ingenua sería una ópera bufa en tres actos[45] que contaría una alambicada historia por la que el compositor no se interesó en absoluto. Pero, puesto que le ofrecían la ocasión de hacer vivir musicalmente a unos personajes, se entusiasmó ante la ardua tarea.

Dos hermanos, avaros, cortados y desabridos. Su joven hermana, encantadora, alegre y soñando con un gran amor. Llega un oficial con su hermana, bella y seductora. Se alojan en casa de los dos avaros. El oficial se enamora de la hermana de aquellos gruñones a quienes la falsa ingenua, es decir, la hermana del oficial, seduce uno tras otro. La intriga termina bien, puesto que la hermana de los dos vejestorios se casa con el oficial. Era puro Goldoni, Leopold ni se inmutó. Wolfgang tenía que adaptarse, y se adaptaría.

Viena, 2 de febrero de 1768

Entre Von Gebler y Thamos, la fraternidad no era una palabra vana. El primero presentía que el segundo iba a desempeñar un papel esencial en la evolución de la francmasonería, y quería informarle de los acontecimientos importantes que conocía. Le contó con detalle, pues, los sinsabores del barón de Hund y los sobresaltos que conmovían la Estricta Observancia templaria.

—No estoy seguro de que consiga sus fines: restaurar la Orden del Temple. La nostalgia no es siempre buena consejera, y querer resucitar el pasado puede desembocar en un callejón sin salida. ¿Ha comenzado la formación del Gran Mago?

—Ya ha dado sus primeros pasos, pero aún ignora su verdadera naturaleza. Tal vez no la descubra nunca.

—¿Por qué tanto pesimismo?

—Hay numerosos obstáculos.

—Si vos veis la vida de color negro, ¿cómo va a brillar de nuevo la Luz en nuestras logias?

—Tranquilizaos, no me confieso vencido.

—Dos de nuestros hermanos podrían procuraros una valiosa ayuda, pero ni el uno ni el otro son fáciles de manejar. El primero se llama Mesmer. Es médico, músico y rico. El segundo es el barón Van Swieten, a quien se promete una brillante carrera diplomática al servicio del Estado austríaco. Yo soy casi el único que sabe que fue iniciado en Alemania, y el secreto debe preservarse. Aunque todo en él parezca hostil, Van Swieten quiere proteger la francmasonería, especialmente en Viena. De modo que no frecuentará logia alguna. Las autoridades deben ignorar su verdadero compromiso.

—Gracias por vuestra confianza.

—Sed extremadamente prudente. Antes o después estaréis en peligro. Y si os ocurriera alguna desgracia, el Gran Mago no alcanzaría su plenitud.