17
Viena, 15 de octubre de 1767
Asustada, Anna-Maria despertó a Leopold.
—¡Es horrible, horroroso, inconcebible!
—¡Tranquilízate! Sé muy bien que no hemos dado aún ni un solo concierto, pero acabaré organizándolo.
—¡No se trata de música! María Josefa, la prometida del rey de Nápoles, acaba de morir de viruela. Esta vez no se habla ya de unos pocos casos, sino de una verdadera epidemia. ¡Habrá centenares, incluso miles de muertos! Debemos abandonar esta ciudad lo antes posible.
—Mantengamos la sangre fría, los rumores son a menudo exagerados. Iré a Schönbrunn y obtendré informaciones fundamentadas.
Aunque la muerte de María Josefa fue confirmada, la corte solicitaba a la población que no cediera al pánico y a los músicos que se quedaran en Viena, con la perspectiva de nuevas ceremonias con otra prometida que ya se apresuraban a buscar.
De modo que Leopold intentó tranquilizar a su familia, sin conseguir apagar las angustias de su esposa. Todos los días le suplicaba que abandonaran Viena antes de que fuera demasiado tarde.
Cuando la archiduquesa Elisabeth murió a su vez de viruela, el pánico fue general.
—Partimos de inmediato —decidió Leopold el 26 de octubre.
Berlín, 26 de octubre de 1767
Friedrich von Köppen estaba encantado. Thamos le abría insospechados horizontes y le permitía alimentar su rito de un modo inesperado.
Las notas que le entregó su secretario atenuaron ese optimismo.
—Malas noticias de Viena —le anunció al egipcio.
—¿Qué ocurre?
—Epidemia de viruela. Varias personalidades han sucumbido ya, y muchos vieneses se marchan a Moravia, respetada por la enfermedad.
Thamos sintió un siniestro frío. Wolfgang se encontraba en peligro de muerte.
—¿Existe un médico local capaz de tratar esa afección?
—¡Un médico y un hermano! Tiene una gran reputación.
—Proseguid vuestras investigaciones, yo debo partir.
—¿Ya? Pero…
—Dadme el nombre y la dirección de ese terapeuta.
Olmütz (Moravia), 28 de octubre de 1767
Aliviada, Anna-Maria Mozart apretó la mano de sus dos hijos. Sólo habían necesitado dos días para llegar a esa pequeña ciudad, fuera del alcance de la epidemia.
Durante la cena, Wolfgang no demostró tener demasiado apetito.
A las diez de la noche, se quejaba de un fuerte dolor de cabeza. Y su madre descubrió con horror las primeras pústulas.
—¡La viruela!
Leopold corrió a casa de uno de los admiradores de su hijo, el conde Podstatsky, para pedirle ayuda.
El aristócrata ofreció de inmediato asilo a la familia Mozart. A pesar de los riesgos que corría, no abandonó al niño prodigio.
Aquella misma noche, Wolfgang, muy febril, comenzó a delirar. Hinchado, doliéndole los ojos, pronunciaba palabras incomprensibles, salvo Rücken, el nombre del reino por el que su alma bogaba, desprendiéndose poco a poco de la tierra.
Al acudir a la cabecera del niño músico, célebre en la región, el doctor Wolff pensaba en el extraño encuentro que lo llevaba a Olmütz.
Un francmasón, de impresionante estatura y mirada magnética, le había entregado una importante suma para sus gastos de desplazamiento y tratamiento. A cambio, el experto facultativo de cuarenta y tres años tenía que consagrarse, casi exclusivamente, al pequeño enfermo, y añadir a los remedios oficiales una poción a base de plantas orientales. Reticente primero, el médico había recibido la seguridad de que aquellas sustancias no tenían carácter nocivo alguno.
Olmütz, comienzos de diciembre de 1767
—¿Cómo te sientes esta mañana?
—Mucho mejor —respondió Wolfgang sonriendo.
—La fiebre ha desaparecido —advirtió el doctor Wolff—; las pústulas también.
—¿Me quedarán marcas?
—Muy pocas, el cielo te protege.
—Entonces, ¿estoy realmente curado?
—Sí.
—¿Puedo, pues, tocar el piano?
—Me gustaría mucho escucharte.
Wolfgang no se hizo de rogar. Vacilantes primero, sus dedos encontraron de nuevo, muy pronto, los maravillosos caminos del teclado, y las notas cantaron con sorprendente vivacidad. La grave enfermedad no había alterado las dotes del muchachito.
—¿Aceptarías concederme un gran favor? —preguntó el doctor Wolff.
—¡Vos me habéis salvado la vida! Acepto de antemano.
—Mi hija tiene una bonita voz, y sería el más feliz de los padres si pudiera ofrecerle una melodía firmada por Wolfgang Mozart.
—¿Disponéis de algún texto?
—Sí, de este corto poema: «Oh, alegría, reina de los sabios que, con flores en la cabeza, le dirigen loanzas con sus liras de oro, tranquilos cuando la maldad hace estragos, escúchame desde lo alto de tu trono».
Wolfgang, intrigado primero y seducido luego, se puso a trabajar, haciendo desaparecer así largas jornadas vacías y febriles. El muchachito no sospechaba que estaba acompañando por primera vez con música un texto masónico entregado por Thamos y ofrecido por el hermano Wolff[41]. Esa oración a la alegría serena, uno de los objetivos de la iniciación, se había formulado en floridos términos que no llamarían la atención de los profanos. Conmovieron sin embargo el alma de Wolfgang, tal y como deseaba Thamos, fijándole un lejano horizonte.
El 23 de diciembre, la familia Mozart regresó a Viena, donde la epidemia de viruela había terminado por fin. Se detuvieron en casa del hermano del príncipe-arzobispo de Salzburgo y pasaron allí las fiestas antes de reanudar su camino.
Leopold, obsesionado aún por el deseo de obtener un puesto en la corte de Viena, ordenó a su hijo que compusiera un dúo para dos sopranos, sin acompañamiento[42]. Ese lamento por la muerte prematura de la infanta Josefa demostraba el afecto de los Mozart por la familia reinante. Pero era preciso que fueran recibidos en la corte.