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Salzburgo, 11 de septiembre de 1767
A regañadientes, Anna-Maria terminó el equipaje.
—No me apetece en absoluto ir a Viena, Leopold. Esa gran ciudad me da miedo. Aquí, en Salzburgo, el otoño es tan agradable.
—No tenemos elección. Sabes tan bien como yo que van a celebrarse las bodas de la archiduquesa María Josefa, la hija de la emperatriz, con Femando, el rey de Nápoles. ¿Imaginas la magnitud de las celebraciones? ¡Es imposible perdérselo!
—No estamos invitados.
—Se organizan numerosos conciertos. En este clima de fiesta, Wolfgang superará a sus competidores, seremos invitados a la corte. Obtendrá un puesto fijo y bien remunerado.
—¿Estás convencido de eso, querido?
—Tanto como es posible.
Al subir al coche con destino a Viena, los Mozart ignoraban que se trataba del último viaje que harían juntos los cuatro miembros de su pequeña familia.
Viena, 16 de septiembre de 1767
Ciudad siniestra, pesada atmósfera, abrumadora tristeza.
Leopold no reconocía Viena. ¿Por qué la gran ciudad no se alegraba al aproximarse tan gozoso acontecimiento?
—Desde la muerte del emperador Francisco I, en agosto de 1764 —explicó el cochero—, su majestad María Teresa se sumió en la tristeza y prohibió en Schönbrunn los regocijos demasiado ostentosos. Por lo que a su corregente, José II, se refiere, sólo tiene en la boca dos palabras: economía y austeridad. Según él, son las condiciones necesarias para mantener la prosperidad en Austria. ¡Y eso no entusiasma a los juerguistas!
—De todos modos, esas bodas…
—¡A pesar de todo, se esperan algunos momentos buenos! Un poco de alegría no perjudicaría la moral de los vieneses.
Leopold levantó la de su pequeña familia. No sólo Wolfgang y Nannerl iban a brillar en una sucesión de conciertos, sino que, además, serían recibidos en la corte que debían reconquistar.
Berlín, octubre de 1767
Contrariamente a Leopold, Thamos no esperaba nada del segundo viaje a Viena de la familia Mozart, pues seguir exhibiendo a Wolfgang retrasaba sus progresos como compositor. Pero comprendía la inquietud de un padre que, paradójicamente, hacía llevar a su hijo una existencia de saltimbanqui para asegurarle una situación estable obteniéndole un puesto fijo y bien remunerado en una de las mayores cortes de Europa.
El Imperator de los rosacruces había reconocido su error. Sólo un Superior desconocido podía identificar al Gran Mago. Todos los círculos de la Rosacruz de Oro se habían abierto ahora para Thamos, que disponía, tanto en Viena como en Salzburgo, de un laboratorio alquímico donde producía los metales necesarios para asumir su condición de conde de Tebas.
Una misiva de su hermano Von Gebler acababa de avisarlo de un acontecimiento tal vez capital: en Berlín había aparecido el Rito de los Arquitectos Africanos, es decir, egipcios, impulsado por Friedrich von Köppen, un oficial del ejército prusiano, de treinta y tres años de edad.
¿Estallido sin futuro o construcción prometedora? Thamos no desdeñaría nada. ¿Qué proyecto masónico iba a servir, mañana, como marco para la formación iniciática del Gran Mago? El egipcio elegiría el mejor, tras un profundo examen.
No sin asombro, Thamos descubrió, en pleno Berlín, un edificio oficial provisto de un templo, una biblioteca, un gabinete de historia natural y un laboratorio de química.
Friedrich von Köppen lo recibió en un suntuoso despacho, donde se veía una impresionante cantidad de manuscritos y de libros consagrados a las ciencias herméticas y al cristianismo.
El creador del nuevo rito era un hombre robusto, franco y directo. Éste consultó por tercera vez la tarjeta de su visitante.
—Conde de Tebas… No me digáis que procedéis de Egipto.
—El nombre que dais al Gran Arquitecto del universo y que es, también, la palabra secreta de vuestro primer grado, «discípulo de los egipcios», es Amón, el dios de la antigua Tebas[40].
El oficial prusiano se puso tenso.
—Os entregaré luego la llave de este despacho y la dirección de la orden.
—Vos, y sólo vos, debéis ampliar vuestra iniciativa. Vengo a entregaros unos documentos que estudiaréis a vuestra guisa y de los que haréis una publicación. La resurrección de los misterios egipcios es una tarea vital.
Las temblorosas manos de Friedrich von Köppen recibieron un valioso manuscrito.
—Este soberbio edificio me sorprende —reconoció Thamos—. Es evidente que gozáis del apoyo del poder.
—Federico II me ha alentado a proseguir intensas investigaciones y me ha proporcionado los medios materiales indispensables.
—¿Y no teméis un eventual cambio de camisa?
—Es un monarca bastante imprevisible, lo admito. Pero conoce bien mi proyecto y no ve en él nada que pueda hacer peligrar su trono. Los ritos me interesan menos que la investigación pura —afirmó—. Hay que estudiar los textos antiguos, encontrar los mil y un aspectos de la sabiduría perdida, proceder a experimentos alquímicos y descubrir los secretos de la naturaleza. Los adeptos de mi orden trabajan día y noche.
—Os deseo que lo consigáis.
—¿Aceptaríais… ayudarme un poco?
—Con mucho gusto.
—¡Manos a la obra, entonces!
Viena, 1 de octubre de 1767
Geytrand depositó una delgada carpeta en la mesa de Joseph Anton. En su interior había algunas hojas referentes a la organización y los objetivos de la Orden de los Arquitectos Africanos.
—Autorización y protección de Federico II… Muy molesto. Se debe coger con pinzas.
—No os preocupéis demasiado —recomendó Geytrand—. El emperador puede cambiar de opinión rápidamente. Y, además, el fundador de este rito no debería llegar muy lejos.
—¿Por qué tanto optimismo?
—Porque en su programa se habla de largas horas de investigación cotidiana. Ya hay un hermano descontento que se queja de haber tenido que trabajar demasiado para obtener unos resultados insignificantes. Se ha vuelto hacia una logia donde se adormecerá con toda tranquilidad. Ese buen hombre me ayudará a establecer un calamitoso retrato de Von Köppen. Ningún francmasón se lo tomará en serio.
—Excelente. Sigamos observando, sin embargo, ese rito.
—Como todos los demás, señor conde.