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Salzburgo, abril de 1767

El rostro del Imperator de los rosacruces había cambiado: en él no había el menor rastro de simpatía o de impulso fraterno. Al jefe del movimiento secreto le costaba contener su hostilidad.

—Acabamos de tomar una decisión importante —le reveló a Thamos—: infiltramos al máximo en las logias masónicas injertando en ellas nuestros altos grados. Nuestros adeptos se integrarán fácilmente en los distintos ritos practicados y, más allá del grado de Maestro, los completarán con nuestra enseñanza. La Estricta Observancia templaría nos parece un terreno excelente. ¿Acaso Jacques de Molay, el Gran Maestre de los templarios, asesinado por un tirano, no es nuestro héroe común? Varios de nuestros hermanos os consideran un Superior desconocido. Yo, por el contrario, estimo que sois un impostor.

—Vuestro fundador, Christian Rosenkreuz, vivió en Egipto, donde le fueron revelados los secretos de la iniciación para que los transmitiera a Occidente, donde murió, en 1484, a la edad de ciento seis años. Sus textos alquímicos alimentaron a los Caballeros de la Piedra de Oro, de los que habéis brotado.

El Imperator, turbado, lanzó su último dardo.

—Si sois el discípulo del abad Hermes, conocéis el verdadero nombre de Elias Artista, nuestro genio protector y nuestro guía.

—Se trata del alquimista Schmidt de Sonnenburgo, nacido en Bohemia —declaró pausadamente Thamos—. Él decidió que parte de la tradición iniciática se enseñaría en el marco de la Rosacruz de Oro.

—Así pues, en efecto sois un Superior desconocido —aceptó conmovido el Imperator—. Ahora puedo haceros partícipe de mi íntima convicción: el Gran Mago se encuentra entre nosotros. Y vos sois quien va a iniciarlo, esta misma noche, haciéndolo cruzar todos los grados de un solo soplo.

—Es demasiado pronto, y mucho. Un niño no podría soportarlo.

—Os equivocáis sobre la identidad del Gran Mago. No se trata de un niño, sino de un alquimista, de un alquimista que ha llegado al final de su práctica personal y al que debemos elevar hasta la cumbre de nuestros misterios. Está aquí, os lo confío.

Por un lado, el Imperator sometía a Thamos a una difícil prueba para saber si conocía bien el conjunto de los rituales de la Rosacruz de Oro y si era capaz de dirigirlos; por el otro, suponiendo que fuese sincero, tal vez había descubierto al verdadero Gran Mago…

El adepto era alto, se mostraba severo y recogido. Francmasón y «maestro escocés», respondió sin errores a las preguntas que le hizo Thamos, ante seis rosacruces de Oro. Luego el egipcio procedió al inicio del trabajo alquímico concreto. En primer lugar, el supuesto Gran Mago fabricó plata. Poco a poco, irradiando a partir del azufre, apareció el sol filosófico.

El candidato perdió pie cuando Thamos le ofreció la piedra al rojo. Su fulgor se apagaba, se volvió estéril. Y el adepto se reveló incapaz de hacer brotar la verdadera piedra filosofal que permitía a un rosacruz de Oro dialogar con el Espíritu por medio del fuego creador.

No, aquel mediocre alquimista no era el Gran Mago.

Salzburgo, 13 de mayo de 1767

En la gran sala de la universalidad había una gran animación. Una compañía de aficionados ilustrados ofrecía el Apolo y Jacinto[39], una cantata dramática para cinco personajes que abarcaba nueve números y un coro. Para Leopold, orgulloso e inquieto a la vez, era nada menos que el primer intento de ópera en el que Wolfgang pensaba desde su encuentro con Johann Christian Bach. ¿Pero cómo dominar un arte tan complejo a los once años?

Elaborada a partir del Libro X de las Metamorfosis de Ovidio y otros autores antiguos, la intriga no disgustó a la concurrencia. El abominable Céfiro, enamorado de la hermosa Melia, prometida a Apolo, mataba al infeliz Jacinto para que Apolo fuera acusado del crimen. Agonizando, Jacinto conseguía gritar la verdad, y arruinar así la estrategia del asesino. Y Apolo consolaba a sus parientes transformando en flor a su valeroso aliado.

—Ese chiquillo ya sabe componer bonitas melodías —observó un aristócrata.

—¡Y qué bien describe! —añadió su esposa, encantada—. Cuando el texto habla de un león, la orquesta ruge. Cuando habla del sueño, bosteza; si se trata de la tormenta y del mar enfurecido, se desencadena. Lo he comprendido todo.

Leopold se mostró modesto en el triunfo. Como técnico, no podía sentirse satisfecho; sin embargo, la acogida de las élites salzburguesas lo tranquilizaba. Tal vez su hijo comenzaba la envidiable carrera de compositor de ópera… Se necesitarían, sin embargo, obras más consistentes para estar seguro de ello.

Por su parte, Wolfgang bromeaba con su mejor amigo, Anton Stadler, de catorce años. Orientado hacia estudios de teología moral, prefería la música y se había divertido como un loco cantando un papel en el Apolo de Wolfgang.

Leopold no se oponía a algunas distracciones, siempre que fueran breves. Dado el nuevo proyecto que acababa de concebir, su hijo tenía que ponerse de nuevo a trabajar.