14
Salzburgo, 1 de diciembre de 1766
Qué interminable viaje, señor Mozart! —deploró el príncipe-arzobispo—. ¿Habéis obtenido, al menos, algunas satisfacciones?
—Mi hijo Wolfgang ha sido aplaudido en toda Europa. Los reyes de Francia e Inglaterra lo han recibido en su corte, y sus primeras composiciones han sido muy apreciadas.
—¡Muy bien, muy bien! Esa naciente gloria recaerá también en nuestra querida Salzburgo. Pero me gustaría comprobar personalmente las dotes de nuestro joven talento. ¿Aceptaríais un programa de composiciones para mi palacio?
Leopold sólo podía asentir.
Tras unos días de relativo reposo, Wolfgang se vio abrumado de trabajo, al finalizar el año, el príncipe-arzobispo apreció su Licenza para tenor[31], una obra destinada a honrar al dueño de la ciudad durante su presencia en un concierto.
Enero vio el nacimiento de una sinfonía en cuatro movimientos[32] que sintetizó todo lo que aquel joven compositor de once años había aprendido durante sus viajes.
Alejándose del estilo italianizante de Johann Christian Bach, se sumergió en la música alemana escuchando a compositores célebres y reconocidos por la crítica, como Eberlin, Fux y Hasse[33].
Salzburgo, febrero de 1767
El mercader de tejidos Anton Weiser era un hombre rico y uno de los notables más conocidos de Salzburgo. El comerciante, proveedor del palacio del príncipe-arzobispo y de las principales familias nobles, no se limitaba a aumentar sus beneficios. Convencido de que debía su fortuna a la benevolencia divina, leía y volvía a leer la Biblia sin olvidarse de celebrar, cotidianamente, al Omnipotente.
Weiser no conocía al elegantísimo hombre que acababa de entrar en su tienda. Alto, digno, forzosamente era un aristócrata de alto linaje.
—¿Puedo ayudaros, monseñor?
—Pues sí.
—¡Ni siquiera en Munich o en Viena encontraríais tejidos más hermosos! ¿Deseáis decorar vuestra mansión?
—En efecto. El viejo edificio exige mucho trabajo, y me gustan los tejidos multicolores.
—¡Tengo lo que necesitáis!
—Os confío, pues, ese trabajo. Pero tengo que pediros otro favor.
Anton Weiser aguzó el oído.
—¡A vuestra disposición, monseñor!
—He oído decir que escribíais textos que tratan de la grandeza de Dios y del necesario respeto a sus mandamientos.
El comerciante en tejidos se ruborizó.
—Es cierto, lo reconozco… ¿Acaso no debo dar gracias a mi creador, que tantos beneficios dispensa?
—Dejar que vuestras obras durmiesen sería lamentable. ¿No podríamos poner música a una de ellas?
Anton Weiser quedó boquiabierto.
—¿A qué compositor le interesaría eso?
—Conozco a tres, por lo menos: a Michael Haydn[34], un técnico experimentado; a Aldgasser, el organista de la corte, y al pequeño Wolfgang Mozart, que está de regreso de una triunfal gira por Europa. Darían a vuestra prosa un brillo que os encantaría.
El comerciante en tejidos bajó los ojos.
—Hay un texto que aprecio mucho… ¿aceptaríais leerlo?
—Será un placer.
—¿Podríais hacerlo llegar a quien corresponda?
—Por supuesto.
No se trataba de una obra maestra, sino de ese tipo de escrito, grave y más bien enfático, que Thamos necesitaba. Ya era hora de poner a prueba al Gran Mago y de comprobar si sabía expresar un pensamiento mediante la música. Llegaba la hora de salir del Rücken, el maravilloso reino imaginario, y enfrentarse con lo real.
Salzburgo, marzo de 1767
El ofertorio para cuatro voces[35], compuesto por Wolfgang con ocasión de la fiesta de San Benito y dedicado a un abate, amigo de la familia Mozart, escandalizó un poco al religioso, pues su estilo se parecía al de una ópera cómica. En cambio, la gravedad de la música que ilustraba la primera parte del Deber del Primer Mandamiento[36], drama sacro de Anton Weiser, sorprendió a la concurrencia de la universidad benedictina de Salzburgo.
En él aparecía un cristiano tan tibio que se adormecía en un matorral florido. Por fortuna, la Justicia celestial castigaba a los malvados y recompensaba a los virtuosos. Y esa Justicia escuchaba al Espíritu cristiano, muy descontento con la tibieza de la mayoría de los humanos. ¿Cómo hacerlos lúcidos, salvo abriéndoles los ojos a los castigos reservados a los condenados, encerrados en el infierno?
Lamentablemente, el cristiano tibio y adormecido corría el riesgo de escuchar al pernicioso Espíritu del mundo y entregarse a mil y un placeres prohibidos. A la Justicia le tocaba despertarlo, al Espíritu cristiano guiarlo.
Y el milagro se producía: ¡acababa la tibieza! Consciente por fin de sus deberes, el cristiano despierto recibía Justicia y Misericordia, y respetaba el precepto del evangelista Marcos: «Debes amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma, todo tu espíritu y toda tu fuerza[37]».
Tras ese sorprendente arranque para un niño de once años, Wolfgang compuso una cantata fúnebre[38] que se interpretó el 7 de abril, Viernes Santo.
El Alma, encamada en una voz de bajo y pasando ante una tumba, dialogaba con el Ángel, una soprano llegada del más allá.
Rompiendo muchos sueños infantiles, la muerte irrumpía así en el pensamiento del músico. Pese a la imperfección y a la ingenuidad de estas obras, Thamos se tranquilizó sobre la capacidad del Gran Mago. Conseguía apoderarse de palabras yertas y darles un poco de vida.
Se acercaba la hora del primer contacto con la iniciación.
Cuando el egipcio regresaba a su casa, fue abordado por dos hombres de rostro hostil.
—Alguien importante desea veros —declaró el de más edad.
—Nunca cedo a la fuerza.
—Perder tiempo sería perjudicial, hermano. La Rosacruz exige nuestra constante entrega, y hacer esperar al Imperator sería una injuria imperdonable.
—¿Acaso reside en Salzburgo?
—Seguidnos, hermano. No debe haber violencia entre nosotros.
Thamos podría haberse librado fácilmente de los dos rosacruces, pero probablemente no estaban solos, y esperaba una nueva confrontación con el jefe de la orden.