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La Haya, marzo de 1766

Wolfgang, restablecido ya por completo, se divertía escribiendo un «galimatías musical»[27], alimentado por efectos burlescos sobre temas populares, con ocasión de la fiesta de entronización del príncipe de Orange, Guillermo V. Los Mozart habían regresado a la capital holandesa tras dos conciertos de Wolfgang, que tenía diez años, y de Nannerl, catorce, dados en Amsterdam el 29 de enero y el 24 de febrero. El muchachito había tocado sus composiciones recientes, variaciones para clavecín[28] y sonatas para piano y violín dedicadas a la princesa de Nassau-Weilburgo[29]. Muy marcadas por el estilo de Johann Christian Bach, aquellas obritas daban testimonio del regreso a la vida del chiquillo, que acababa de rozar la muerte.

El 16 de abril, Wolfgang tocaría por última vez en Holanda. Los problemas de salud habían estropeado aquella estancia e impedido que los niños Mozart se impusieran con brillantez. Era imposible recuperar el tiempo perdido. Más valía olvidar los malos momentos y empezar de nuevo con mejores bases.

—¿Vamos a viajar otra vez, papá?

—Holanda es un país pequeño, Wolfgang, y hemos agotado sus recursos.

—¿Adonde vamos?

—Versalles fue un éxito. Regresaremos, pues, a Francia. Gracias a tus progresos, deslumbrarás a tus oyentes.

Hannover, marzo de 1766

La Estricta Observancia templaría contaba ahora con veinticinco logias y se implantaba firmemente en el ducado de Brunswick. Todavía no era el éxito esperado, pero sobre todo no debían renunciar, a pesar de que tenían dos graves preocupaciones.

La primera, de orden espiritual.

A algunos francmasones no les bastaba el carácter caballeresco de los nuevos rituales. Si los templarios habían heredado una sabiduría inmemorial, ¿acaso no la debían a los clérigos, expertos en ciencias ocultas? Ahora bien, su enseñanza no figuraba de un modo lo bastante destacado en el proceso de los altos grados. Por eso acababan de ser propuestos a Hund tres rituales que formaban un sistema aparte y daban mejor cuenta del pensamiento templario. Éste implicaba una retirada de cuarenta días, un noviciado y la lectura de numerosos textos cristianos para establecer de nuevo un contacto verdadero con el misterio divino.

¿Añadir el estatuto de «canónigo» al de «caballero»? El barón vacilaba. ¿No corría el riesgo de orientar la orden hacia un misticismo demasiado alejado de la realidad y de las conquistas que debían emprenderse?

La segunda preocupación, muy material ésta, se refería a la financiación de la Estricta Observancia. Hasta ahora, a pesar del creciente número de logias adheridas al Rito templario, las cotizaciones no llegaban. La parte esencial de los gastos descansaba, pues, únicamente en los hombros del barón. Como ya no podía abrir su mesa a unos veinte caballeros y pagarles grandes salarios, Charles de Hund se veía obligado a vender sus tierras y a endeudarse, cediendo sus bienes a los banqueros, a cambio de una renta vitalicia. En adelante, residiría en el pequeño dominio de Lipse.

Aquí, en Hannover, intentaba convencer a su estado mayor de que sanearan, por fin, las finanzas de la orden. Puesto que el barón ya no conseguía cubrir todas sus necesidades, las logias y los hermanos tenían que pagar sus indispensables contribuciones a los Grandes Maestres provinciales.

El porvenir de la Estricta Observancia dependía de ello.

París, 12 de junio de 1766

—He terminado, papá.

Leopold examinó la partitura.

—¿Música religiosa?

—Un kyrie a cuatro voces[30]. Cuando regresemos a casa, seguramente el príncipe-arzobispo me encargará una misa. De modo que será mejor adelantarse.

Leopold no se opuso a esa nueva andadura. Los Mozart, que habían regresado a París en mayo y se habían instalado en la calle Traversière gracias al barón Grimm, sufrían una terrible desilusión. A pesar de algunos conciertos, uno de ellos en Versalles, el éxito no acudía ya a la cita.

De modo que Leopold aguardaba con impaciencia la entrevista que Grimm le prometía desde hacía varios días. Muy ocupado, el juez de la vida cultural aceptó recibirlo por fin.

—¿Disfrutáis de vuestra segunda estancia en nuestra hermosa capital, señor Mozart?

—La angustia del porvenir me lo impide, barón.

—¿Por qué os atormentáis?

—Wolfgang crece. Debo pensar en su carrera y buscar un puesto fijo y correctamente remunerado para él.

Grimm pareció molesto.

—¿Aquí, en París?

—Me sentiría muy honrado si así fuera.

—Vuestro hijo es un músico extraordinario, pero es demasiado joven para aspirar al tipo de puesto que deseáis.

—Ya sabéis que compone y…

—¡Lo sé, lo sé! Conviene ser paciente, señor Mozart, muy paciente, si se desea conquistar París. Escribiré un segundo artículo que dará a conocer mejor aún a vuestro maravilloso muchacho. Que siga trabajando, y llegará la recompensa.

Al salir de la mansión de Grimm, Leopold fue consciente de su fracaso. Wolfgang tocaría en salones cada vez menos cotizados y acabaría por no estar ya de moda.

Se imponía tomar una decisión: olvidar los sueños francés, inglés y holandés, y regresar a Salzburgo.

El 9 de julio, los Mozart abandonaron París. El 15 apareció el segundo artículo de Grimm: «Wolfgang Mozart, ese niño maravilloso, ha hecho magníficos progresos en la música… Lo más incomprensible es esa profunda ciencia de la armonía y de sus pasajes más ocultos, que él posee en grado supremo».

Suiza, septiembre de 1766

Un concierto en Dijon en julio, otro en Lyon en agosto, y luego Ginebra en septiembre. Con gran desagrado por parte de Leopold, Voltaire se negó a recibir a su hijo. A aquel filósofo ateo y pretencioso le faltaba la más elemental cortesía.

Wolfgang fue reclamado en Lausanne y actuó allí con éxito a finales de septiembre, antes de un viaje por Suiza, entrecortado por varios conciertos en Berna, Zurich y Schaffhouse. La etapa de Donaueschingen fue muy dura: nueve veladas musicales en doce días. Su príncipe pagó veinticuatro luises de oro a Leopold, satisfecho de llenar su bolsa.

Munich, 9 de noviembre de 1766

Por tercera vez en su joven carrera, Wolfgang tocó ante el príncipe Maximiliano, que estaba encantado de volver a escucharlo.

Al final del concierto, agotado, el muchachito vaciló.

—¡No se encuentra bien! —se preocupó Leopold—. Tiene que tenderse.

De inmediato pusieron una habitación a disposición de los Mozart y llamaron a un médico.

Mientras Leopold corría a buscar agua, Thamos entró en la estancia. Consciente, a Wolfgang le costaba respirar.

El egipcio le hizo tragar una pequeña píldora dorada.

En cuanto la absorbió, el niño se sintió mucho mejor y quiso hablar con su protector de su reino secreto. Pero ya había desaparecido.

El 30 de noviembre de 1766, la familia Mozart regresaba a Salzburgo tras una ausencia de casi tres meses. Gracias a la gira final, Leopold volvía con un capital de siete mil florines, una suma considerable que constituiría un tranquilizador tesoro de guerra. Sin embargo, estaba inquieto: ¿cómo iba a recibirlo su patrón, el príncipe-arzobispo?