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La Haya, noviembre de 1765
Cuando llegó a Holanda, en el mes de agosto, Wolfgang estuvo seguro de haber reconocido al habitante de su reino del Rücken. Llevaba un hermoso traje y montaba en un caballo blanco; en cuanto a su benevolente sonrisa, ésta no se parecía a ninguna otra.
Entre ellos había una total complicidad, sellada por el silencio y el secreto. Wolfgang no revelaría la existencia de ese personaje, llegado de lo invisible, ni a su padre ni a su madre, ni siquiera a Nannerl.
Una grave preocupación turbaba a la familia Mozart.
—¿Cómo se encuentra mi hermana?
—Mal —respondió Leopold.
—El doctor va a curarla, ¿no es cierto?
Leopold no respondió. Comenzaba a detestar aquel país donde, sin embargo, todo debería haberle sonreído.
Gran admirador de la pintura flamenca, especialmente de Rubens, Leopold había sentido un gran placer al descubrir los tesoros artísticos de Holanda. Y cuántos órganos admirables sonando bajo los dedos de Wolfgang que, a finales de septiembre, había dado un concierto sin su hermana y había obtenido un gran éxito.
Nannerl, ofendida, ponía mala cara. Dicen que las desgracias nunca vienen solas, y la niña había caído gravemente enferma. Una congestión pulmonar que el médico no conseguía curar.
Leopold no abrió la puerta a un médico, sino a un sacerdote, que administró a su hija los últimos sacramentos.
Leopold intentó calmar a su esposa, deshecha en llanto.
—No te preocupes, mamá —dijo gravemente el pequeño Wolfgang—. Nannerl se pondrá bien.
Anna-Maria besó a su hijo.
—No lo digo para consolarte —explicó él—. He tenido una visión, tocaba el piano. De modo que se curará. ¡Basta con creerlo fuertemente!
Wolfgang no se equivocaba. Pese al pronóstico pesimista de los hombres de ciencia, Nannerl recuperó poco a poco su energía, se levantó, comió con buen apetito y respiró por fin a pleno pulmón.
Cuando su curación fue ya segura, Wolfgang, febril, guardó cama. Se reanudó la ronda de los médicos.
La gravedad de la enfermedad infecciosa dejaba pocas esperanzas.
Desesperado, viendo que su hijo se deterioraba día tras día, Leopold aceptó recibir a un terapeuta muy distinto de los demás.
—Wolfgang duerme. Ya no come.
—No lo despertéis e intentad que beba este líquido.
—¿No… no queréis examinarlo?
—No es necesario. Diez gotas todas las noches, durante una semana. Luego, su organismo luchará por sí solo.
—¿Qué es este remedio?
—Una poción energética fabricada en Oriente.
—Debe de costar muy cara…
—Permitidme que os la ofrezca. Soy un admirador de vuestro hijo, y os garantizo su curación.
A Leopold le habría gustado hacer más preguntas, pero el terapeuta había desaparecido ya.
El salzburgués, escéptico, administró el tratamiento, pero no olvidó escribir a su propietario, Hagenauer, para pedirle que hiciera decir una serie de misas de acción de gracias con el fin de obtener del cielo el restablecimiento de Wolfgang. Nannerl había tenido derecho al mismo privilegio, aunque en menor cantidad.
El 10 de diciembre, Wolfgang pareció menos pálido, sólo con la piel y los huesos, parecía cerca de la tumba. Sin embargo, lentamente, se alejó de ella.
¿Debía ese milagro a la intervención divina, a los medicamentos holandeses o a la poción oriental?
El 20 de diciembre, a pesar de su estado de debilidad, el muchachito comenzó a componer una sinfonía, alegre y seria al mismo tiempo, cuyo movimiento lento, en sol menor[26], daba el mejor papel a los instrumentos de viento.
Wolfgang aprovechó su convalecencia para formular, en varias obras, lo que había aprendido y asimilado en París y en Londres. Sin protestar contra la enfermedad o contra esa medicación impuesta, siguió progresando.
Viena, diciembre de 1765
Vistas su seriedad y su lealtad absoluta, Joseph Anton había sido autorizado por la emperatriz María Teresa a organizar un servicio secreto, encargado de seguir de cerca la evolución de las logias masónicas.
Satisfecho, el policía formó un restringido equipo, compuesto por colaboradores discretos y competentes. Su primera misión consistía en poner en marcha la red de informadores, y estaba dispuesto a pagarles el precio necesario. Naturalmente, Anton contaba también con los traidores, los decepcionados y los amargados que, al dimitir de su logia, podrían ofrecerle muchas confidencias.
Aquella mañana abrió una carpeta que llevaba por título «Estricta Observancia templaria». Según muchos informes, aquella nueva orden masónica comenzaba a conquistar ciudades importantes, como Berlín, Hamburgo, Leipzig, Rostock, Brunswick e incluso Copenhague.
Joseph Anton convocó a su mano derecha, Geytrand, un tipo curioso, blando y virulento al mismo tiempo, que odiaba la francmasonería por una excelente razón: a pesar de sus maniobras, le habían negado la función de Venerable Maestro. Y Geytrand, envolviéndose en una dignidad inexistente, había cerrado la puerta del Templo prometiendo vengarse.
Pequeño funcionario, vegetaba cuando Joseph Anton lo había descubierto. Hoy, Geytrand estaba dispuesto a trabajar día y noche para su nuevo patrón.
—¿Se conocen los nombres de los dirigentes de esa Estricta Observancia templaria?
—Sólo uno merece atención —estimó Geytrand—: el barón de Hund. Unas migajas de fortuna, nobleza añeja y francmasón convencido. Ese nuevo rito es obra suya, se consagra a ello a tiempo completo.
—Un hábil propagandista, al parecer.
—Más bien un creyente convencido de la importancia de su misión.
—¿En qué consiste realmente?
—En restaurar la Orden del Temple.
Joseph Anton frunció el ceño.
—¡Es una broma!
—Por desgracia, no.
—¡Esa orden caballeresca fue aniquilada en el siglo XIV!
—No es ésa la opinión del barón de Hund. Algunos templarios sobrevivieron, él ha recogido sus tesoros y prosigue su obra.
—¿Acaso él y sus fíeles no se limitan a celebrar ceremonias grotescas en las que se creen caballeros de la Edad Media?
—El barón quiere recrear la francmasonería, imponerle la disciplina de la que carece y convertirla en una nueva caballería, apta para reinar sobre Europa. La Orden del Temple formaba temibles guerreros, no lo olvidemos. Si la Estricta Observancia consigue una envergadura suficiente, la emprenderá con los regímenes ya constituidos.
—¿No exageras el peligro?
—Todos los que ven a Hund advierten su determinación —precisó Geytrand—. Lejos de ser un soñador o un simple místico perdido en su locura, se comporta como un administrador despierto. Según mis primeras observaciones, varios nobles con fortuna y algunos ricos comerciantes acaban de adherirse a su maldita teoría. Dicho de otro modo, está amasando un tesoro de guerra.
La gravedad de los hechos impresionó a Joseph Anton. Sus intenciones se confirmaban.
—Quiero la lista de todas las logias de la Estricta Observancia templaria y la de todos los hermanos que forman parte de ella.
—Es difícil, señor conde, aunque posible.
—Tus esfuerzos serán recompensados.
Geytrand hizo una reverencia. Aquella misión le encantaba.
Joseph Anton pasó una noche en blanco. De sociedad más o menos secreta por la que circulaban ideas más o menos subversivas, la francmasonería amenazaba con convertirse en una fuerza política que pretendía apoderarse de parcelas enteras del poder.
El policía comprendió que su papel iba a ser fundamental: le tocaba librar un combate empecinado y sin cuartel contra un temible monstruo.