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Londres, diciembre de 1764
La moral de Leopold, que ya se había restablecido, era tan sombría como el clima de la capital de Inglaterra. Ciertamente, el 25 de octubre, los Mozart habían sido recibidos por tercera vez en la corte, pero el joven pianista prodigio y su hermana ya no eran una novedad, y la curiosidad del público había remitido.
Llegaban los gastos, especialmente para la impresión de las seis nuevas sonatas[19] de Wolfgang, dedicadas a la reina Carlota. Leopold advirtió la influencia del hipócrita Schobert y de los músicos italianizantes de Londres, a cuya cabeza figuraba Johann Christian Bach. Pese a sus extraordinarias dotes y a su facultad de asimilación, Wolfgang trabajaba mucho y descubría, día tras día, la inmensa dificultad de convertirse en un verdadero compositor que no se ahogara en la multitud de los anónimos.
Gracias a Johann Christian Bach, Wolfgang se inició en el arte del aria italiana y del bel canto. Escuchó las obras de su mentor, así como otras óperas y oratorios de Haendel, cuya majestad lo deslumbró.
Fue un invierno de estudio, muy poco mundano, durante el que Wolfgang terminó varias sinfonías, ligeras y burbujeantes[20]. Leopold, aunque feliz de ver el comportamiento de su hijo, no olvidaba sin embargo los problemas financieros. ¿Conseguiría, si se lo proponía, organizar algunos conciertos?
De regreso a Londres, Thamos observaba de lejos a la familia Mozart. Apreciaba la seriedad del niño y prefería verlo componer más que actuar como un mono sabio. Suponiendo que llegase a la madurez, el Gran Mago sólo podía ser un creador y no un saltimbanqui en busca de aplausos. ¿Por cuánto tiempo lo dejaría en paz su padre?
Hamburgo, enero de 1765
Admitido como francmasón en Hamburgo[21], en 1761, Johann Joachim Christoph Bode estaba orgulloso de convertirse en caballero[22] de la Estricta Observancia templaria, de la que sería un ardiente propagandista. Nacido el 16 de enero de 1730, había sido oboe en la orquesta militar del ducado de Brunswick, luego profesor de música y de lenguas extranjeras en Hamburgo, traductor de obras de teatro italianas, francesas e inglesas, de libros de humoristas británicos y de los Ensayos de Montaigne, librero e impresor.
Pero todo eso eran simples diversiones comparado con su verdadera pasión: la lucha contra la influencia oculta de los jesuitas. A su entender, cargaban con la entera responsabilidad de la decadencia y la corrupción que poblaban Europa.
Bocazas, depresivo, Bode quería ignorar sus matrimonios fracasados y la muerte de varios hijos de corta edad. Puesto que nadie se tomaba en serio su apreciación, le era necesario actuar y convencer a los hermanos para que lo ayudaran.
Con la aparición de la francmasonería templaria nació una nueva esperanza. Si sus adeptos realmente querían combatir al papa, la emprenderían también con sus protegidos, los jesuitas. Al adherirse a la Estricta Observancia, Bode no pensaba seguir siendo un hermano pasivo, atrapado en una disciplina asfixiante. Ser caballero le daba unos derechos que pensaba ejercer denunciando el poder de los jesuitas sobre la masonería inglesa y francesa. Afortunadamente, Alemania parecía despertar y seguir otro camino. ¿Acaso los templarios no eran feroces guerreros?
Ningún alto dignatario haría callar a Bode. Y su voz de tribuno acabaría arrastrando a todos los masones al asalto de la fortaleza clerical.
Londres, junio de 1765
Leopold rumiaba su rencor contra los ingleses, desprovistos de toda religión. ¡Y aquella maldita niebla húmeda, causa de persistentes resfriados! El 21 de febrero, el concierto que sus hijos dieron sólo produjo una módica suma; desde el del 13 de mayo, no había habido ningún otro compromiso fírme.
Soñando como siempre con la ópera, Wolfgang acababa de componer un fragmento de bravura para tenor[23] y un motete para coro y cuatro voces, «Dios es nuestro refugio[24]», sobre el texto del Salmo 46 que Leopold, magnánimo, regalaría al British Museum.
En lo inmediato, una dura prueba aguardaba al joven prodigio. Un magistrado inglés, Daines Barrington, arqueólogo y naturalista también, deseaba examinarlo. Temiendo las críticas de aquel notable influyente, Leopold aceptó abrirle su puerta.
—¿El señor Mozart?
—Soy yo.
—Barrington. ¿Puedo ver a vuestro hijo Wolfgang?
—En estos momentos está trabajando.
—¡Excelente! Precisamente me interesa esa sorprendente labor juvenil. He escrito a Salzburgo para obtener la certidumbre con respecto a su edad: nueve años, y no ocho como vos dais a entender.
—Señor…
—Si realmente es el autor de las obras que ha firmado, ¡qué fenómeno! El rigor científico me obliga a verificarlo.
—Adelante, como si estuvierais en vuestra casa.
Wolfgang, divertido, se sometió a los tests que le impuso el austero visitante. Descifró una compleja partitura sin error alguno; compuso una melodía amorosa sobre la palabra affeto, otra de furor sobre el término perfido, y tocó su última obra, que a Barrington le pareció de una increíble riqueza de invención.
La aparición de un gato interrumpió la prueba. El muchachito, que adoraba a los animales, abandonó su piano, jugó con el felino y, luego, tomó un bastón y lo cabalgó como si se tratara de un caballo que hizo galopar por toda la estancia.
Satisfecho de lo que había oído y visto, el magistrado no insistió.
—Enviaré un informe a la Royal Society —le anunció a Leopold—. No mentís, señor Mozart. Vuestro hijo es un verdadero prodigio.
Londres, julio de 1765
Componer era también divertirse. De modo que Wolfgang inventó una sonata para clavecín a cuatro manos[25], que tocó con su hermana Nannerl. La partitura ponía de relieve su virtuosismo, especialmente cuando la mano izquierda de Nannerl, que se encargaba de la parte baja del teclado, pasaba por encima de la mano derecha de su hermanito, encargado de la parte alta.
A Leopold, por su parte, no le gustaban demasiado esas chiquilladas. Wolfgang había recibido una notable e intensa formación artística durante su estancia londinense, pero el balance financiero se revelaba catastrófico. Puesto que no le proponían ningún concierto, era preciso hacer de nuevo el equipaje y partir a la conquista de un nuevo territorio.
Pero por fin llegó la respuesta a una de las numerosas gestiones de Leopold: el embajador de Holanda le avisó de que su país aguardaba a los niños Mozart.