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Salzburgo, 1761
Con su más hermosa caligrafía, Leopold Mozart anotó en la partitura: «Wolfgang ha aprendido este minueto y este trío en media hora, el 26 de enero de 1761, un día antes de su quinto aniversario, a las nueve y media de la noche».
Aprender, aprender, aprender… ¡El chiquillo sólo pensaba en eso! Y sabía tocar música antes de saber leer.
Leopold, compositor oficial de la corte de Sálzburgo desde 1757, había decidido encargarse personalmente de la educación de su progenie y, sobre todo, de su formación musical. En el fondo, componer le interesaba menos que llevar hasta la madurez a aquel pequeño prodigio, tan distinto de los demás niños. Unas veces era sólo un chiquillo, otras la expresión de un poder superior cuya magnitud sorprendía cada vez más a un padre admirado e inquieto al mismo tiempo.
¿Pero a quién confiárselo? Los religiosos desconfiaban de los genios, inspirados a veces por el demonio, y Leopold no ganaba bastante para pagar a un preceptor. Y si Wolfgang confirmaba sus dotes musicales, ¿no sería su mejor profesor el primer violinista de la corte?
Anna-Maria no se hacía tantas preguntas. Feliz viendo crecer a sus hijos, velaba por la buena marcha de la casa. Gracias a ella, nadie carecía de nada. ¿No se anunciaba risueño el porvenir?
Viena, marzo de 1761
Reunidos en una taberna, los cinco francmasones habían pertenecido a una logia[3] cuya existencia se había limitado a menos de un año. Desde 1743, la emperatriz María Teresa perseguía furiosamente cualquier manifestación masónica, que consideraba contraria a las buenas costumbres e incompatible con la necesaria supremacía de la Iglesia.
Desafiando los rayos del poder, los cinco hermanos querían fundar una nueva logia en Viena. Cada uno de ellos tendría que comprometerse a guardar silencio sobre sus actividades rituales.
—Dispongo de un local discreto —dijo el de más edad, un aristócrata arruinado.
—¿Qué solución debemos adoptar? —preguntó un hermano que trabajaba en los establos imperiales.
—Hagamos hincapié en la generosidad. Frente al oscurantismo, sepamos dar lo mejor de nosotros mismos.
La aprobación fue unánime. Y el cenáculo formuló gran cantidad de entusiasmantes proyectos.
De pronto, la taberna les pareció extrañamente silenciosa.
Salvo ellos, no quedaba ningún cliente ya. Absortos en su discusión, no habían advertido la progresiva marcha de los bebedores.
Un hombrecillo de gris cruzó la sala, mal iluminada, y se plantó ante ellos.
—Pertenecéis todos a la francmasonería, ¿no es cierto?
—¿Quién sois?
—Un policía encargado de velar por el mantenimiento del orden público.
—¡Nosotros no lo amenazamos!
—Pues yo estoy convencido de lo contrario —afirmó Joseph Anton.
—¿En qué pruebas se basa tan grave acusación?
—Muchos indicios concuerdan. ¿Debo recordaros que su majestad la emperatriz no aprecia en absoluto vuestras posturas?
—Somos fieles súbditos de su majestad, respetuosos con las leyes de nuestro país, y dispuestos a defenderlo contra cualquier agresor.
Joseph Anton sonrió.
—Celebro oíroslo decir. Tales palabras deberían tranquilizarme.
—¿Por qué… «deberían»?
—Porque un francmasón es, de entrada, un francmasón, y debe primero lealtad a su orden.
—¿Nos tratáis de mentirosos?
—Vuestra retórica no me engaña, señores. Hace mucho tiempo que las más encendidas declaraciones no me impresionan ya. Sólo mis expedientes son dignos de fe.
Los cinco hermanos se levantaron a la vez.
—Somos hombres libres y saldremos libremente de esta taberna.
—No os lo impediré.
—No tenéis, pues, nada que reprocharnos.
—Todavía no, pero no intentéis fundar una nueva logia sin la explícita autorización de las autoridades —recomendó con sequedad Joseph Anton—. Todos estáis fichados, sois sospechosos. Al menor paso en falso, la justicia se encargará de vosotros. Sed razonables y olvidad la francmasonería. En nuestro país, no tiene porvenir alguno.