Introducción

Los filósofos son unos tipos que meten las narices en todo. Armados con su sola razón se inmiscuyen en todos los asuntos humanos y divinos. Se presentan allí donde nadie los llama, unas veces con desfachatez, otras con empuje y valentía, a menudo con poca vergüenza, sin temer al ridículo, como impulsados por un oculto deseo, ese hormigueo intelectual que Platón llamaba eros. Casi siempre vienen a aguar la fiesta, a resquebrajar nuestras seguridades o a ponerlo todo patas arriba. ¡Qué alivio, qué sosiego, qué despreocupación, cuando las narices de los filósofos no están al acecho!

Pero, por mucho que los rehuyamos, están por todas partes; deshacerse de ellos es tan difícil como saltar sobre la propia sombra. Querámoslo o no, están, han estado y estarán. Desde hace veinticinco siglos no cesan de meter las narices, o lo que es lo mismo, de filosofar, pues el filósofo es un cazador furtivo, un trampero que no tiene un coto contratado y debe invadir territorios ajenos. Por eso justamente son tan peligrosos, porque la caza furtiva es su profesión y la intromisión (por narices), su vocación.

Estos insolentes personajes me recuerdan a aquel chiquillo del eixemplo de El conde Lucanor, que fue el único en atreverse a advertir al rey que andaba desnudo. El niño se rió de su real majestad a mandíbula batiente, lo que molestó terriblemente al soberano; pero también le hizo ver el engaño, le hizo darse cuenta de que quienes realmente se reían de él eran los tramposos sastres de la corte y los súbditos hipócritas que aplaudían su etérea vestimenta. Gracias a la risotada de un mocoso (repárese en su relación con las narices), o mejor, gracias a que el rey se la tomó en serio, se desfizo el engaño, se reconoció la real desnudez y la verdad, aunque indigna, afloró de pronto como entra el sol al abrir los postigos.

Tengo para mí que los filósofos son chiquillos traviesos que andan tocando las narices al personal. Es su cometido, su profesión, su razón de ser y su orgullo. No les queda otro remedio, pues los dioses a quienes veneran les incitan a hacerlo. No deben cejar en el empeño de meterse en harina de cualquier costal, pues así está escrito en su manual de instrucciones, así lo heredan de sus antepasados, así lo pronuncian en un solemne juramento que, aunque no llegue a hipocrático, tiene mucho de «socrático». El amor a la sabiduría que profesan los obliga a mantener las narices siempre en guardia, dispuestas a llegarse allí donde la prepotencia, el exceso de orgullo y la falta de humildad ciegan las mentes de los hombres.

Esos ociosos personajes que deambulan por las avenidas del saber resultan tan molestos como la minúscula astilla que se clava entre uña y carne, y que hace que palpite nuestro meñique recordándonos en cada punzada su incómoda presencia. Pero nos consuela saber que la esquirla se ha clavado de manera accidental y que una elemental cirugía puede extraerla. En cambio, la puya (la pulla) del filósofo duele, porque dura más. Porque allá donde se incrusta no hay carne, ni uña; porque para arrancarla no se requieren ni pinzas ni bisturí, sino una púa del mismo género; porque no es meramente accidental que un acólito de la filosofía venga a tocar las narices, sino consustancial a su condición.

Tras lo dicho, el lego —es decir, casi todos los mortales— podría pensar que la filosofía no tiene un objeto propio, un coto privado para ella sola, y que por eso debe buscar presas en vedados ajenos. En cierto modo, algo de eso hay. Las matemáticas, la física, la biología, la teología, la lingüística, la historia… tienen una materia de estudio propia, delimitada, precisa. El tema de la filosofía, en cambio, son todos esos temas: los números, el movimiento, la vida, la divinidad, el lenguaje, la historia… Entonces, ¿carece de objeto, tal y como piensan sus detractores? De ninguna manera. Su objeto consiste justamente en meter las narices, en inmiscuirse en todos los terrenos, en indagar las últimas causas, en hacer preguntas a las respuestas, en buscar lo que hay detrás de lo que vemos. Dicho con otras palabras, en concreto las de José Ferrater Mora, «el mundo de los filósofos es el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones».

En ese sentido, se puede decir que la filosofía es una ciencia virtual. Entiéndase bien, que está en todas partes y que su finalidad consiste justamente en eso, en estar en todas partes. Este estar, por ser un estar en todas partes, no puede ser un estar puramente local, como se entiende el verbo comúnmente, sino una forma de ser en la que precisamente radica la filosofía. Se puede decir, por tanto, que para el saber filosófico su ser consiste en estar y ese estar constituye su ser. Todo esto puede resultar muy metafísico; sin embargo, viene a justificar el hecho (impúdico para los académicos) de que aquí se esté hablando sin recato de las narices de los filósofos.

El objetivo de estas páginas está muy lejos de ser anatómico; no pretendo someter a estudio el apéndice nasal de los grandes genios de la filosofía, sino analizar su peculiar forma de meter las narices donde sea, de tocar las narices a quien sea, de subirse a las narices del más pintado, porque no se me podrá negar que la filosofía, vista de esta manera, es una cuestión, sobre todo, de narices. Así lo creían los antiguos, que para expresar el espíritu crítico de alguien decían «nares acutae», es decir, nariz afilada.

Según lo dicho, parece que un filósofo debería ser una persona eminentemente nariguda, cuya protuberancia facial destacara escandalosamente y no dejara lugar a dudas sobre su sentido del olfato; vaya, un individuo con un par de narices. Pero en estas disquisiciones rino-filosóficas no es cuestión de tamaño, sino de uso. Si repasamos los rostros de los protagonistas de la historia de la filosofía, en los retratos que de ellos nos han llegado, encontraremos grandes narizotas, excelentes monumentos nasales, napias de exposición, pero ello no significa que no haya habido, en tan dilatada epopeya, chatos como Sócrates, tímidas narices como la de Kant, puntiagudas como la de Kierkegaard, elegantes como la de Aristóteles, curvadas como la de Pico della Mirandola, pequeñas como la de Wittgenstein, rectas como la de Tales, carnosas como la de Freud o hieráticas como la de Platón.

Si la cara es el espejo del alma, la nariz lo es del ímpetu filosófico. En las lides de la filosofía se puede participar de muchas maneras, pero siempre se entra de narices. Uno va rastreando la realidad con su fino olfato hasta que mete las napias justo donde nadie lo llama. Pronto su presencia comienza a poner nervioso al personal…, al cabo, alguien, incapaz de reprimir su tensión, amenaza a gritos: «¡Te voy a partir las narices!». ¡Pobre filósofo! ¡Qué culpa tendrá él de haber heredado una nariz tan atrevida, tan indiscreta, tan revoltosa!

Quizá por deformación profesional, las narices de los filósofos se han hecho especialmente sensibles a los olores que desprende todo lo que los rodea y los mantiene siempre alerta, siempre avizor el olfato filosófico. Como el arquitecto que ve estructuras donde todos ven edificios, como el mecánico que oye un problema en el motor cuando todos oyen un simple ronroneo, como el carpintero que toca la nobleza del roble donde todos tocan madera, como el enólogo que cata el cuerpo de un añejo cuando todos saborean un buen vino, del mismo modo, la nariz del filósofo capta los olores que para todos los demás pasan desapercibidos. Viven, cual Cyranos de Bergerac, enamorados de la realidad, pero casi nunca son correspondidos. A veces, acaban ocultándose tras una nariz de payaso, máscara mínima que les separa del objeto inalcanzable de su amor. (Por cierto, Nietzsche decía que todo lo profundo necesita una máscara).

La verdad es que si esos hombres no hubieran metido su montículo nasal en camisa de once varas, la historia de la humanidad hubiera sido bastante aburrida, y, por qué no decirlo, muy poco humana: acontecimientos sin ideas, hechos sin teorías, ejércitos sin estrategias, acciones sin pensamientos, gobernantes sin ideales, certezas sin evidencias, evidencias sin dudas, respuestas sin preguntas, ser sin deber ser, pasiones sin razón, leyes sin espíritu, cuerpo sin alma. Sin la osadía de los filósofos, el tiempo hubiera pasado, con su cadencia infinita, rígido y exacto, sin altibajos, sin modulación, no habría épocas ni etapas, ni un antes y un después, sería tan fiel a la monotonía que nadie querría recordar.

Gracias a los filósofos la historia adquiere diversas tonalidades. Como si se tratara de una partitura musical, son ellos los que marcan el movimiento y la clave, los que van intercalando silencios, cambios de ritmo y segundas voces. Gracias a la filosofía, la historia se hace interesante, como cuando un personaje pintoresco irrumpe en una tertulia, un postre sorprendente en el menú diario o un amigo inesperado viene a visitarnos. Gracias a la osadía del pensamiento, podemos disfrutar siguiendo los pasos de los protagonistas de una historia apasionante, si pudiera decirse así, una historia de «narices tomar».

Este libro va de narices. Pero no por ello pretendo inventariar y analizar las napias de todos los filósofos para convertirme en un segundo Lavater, ni ensayar un tratado de absurda «rinosofía», no busco la esencia de la nasalidad, ni la existencia de un mundo «supranasal», ni siquiera intento hallar la clave de la filosofía mediante una arcana «nasomancia» de la que yo fuera el único agorero. Simplemente se trata de mera curiosidad, de querer averiguar cómo y en qué medida esos narigantes prosélitos de la filosofía metieron sus narices aquí y allá. Que nadie busque retorcidas pretensiones, que no las hay; sólo ganas, sin más, de meter las narices.

A lo largo del libro, invito al lector a meter las narices en las obras de estos cincuenta singulares personajes que supieron mejor que nadie meter las suyas. Por eso, al final de cada capítulo sugiero que cada cual olfatee sus obras y recomiendo algunos textos para meter las narices… Leer a los grandes filósofos es la manera, la única manera, que tenemos de conversar con ellos, porque, como decía Descartes, «la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los mejores ingenios de los pasados siglos que los han compuesto».