La metafísica es una tontería
«La metafísica, cualquiera que sea, es una tontería»; así se expresaba sir Alfred Julius Ayer en su última entrevista, publicada el 30 de mayo de 1989, un mes antes de su muerte. O sea, que hacer metafísica, indagar sobre lo que está más allá de lo físico, de lo que podemos ver y palpar, es hacer el payaso. En fin, que las narices de todos los personajes de este libro —a excepción de la de Ayer, claro está— son narices de payaso, bolas postizas que otorgan a la cara un aire risueño, pero que ocultan una profunda melancolía: la de no poder acceder a un saber imposible. Como los payasos, los filósofos disimulan su fracaso distrayendo a los niños con tonterías. Pero, cuando acaba su actuación, regresan al camerino y se quitan el maquillaje, la peluca y la nariz, se miran al espejo y se enfrentan con la realidad vacía de la metafísica.
El neopositivismo o positivismo lógico representa una vuelta al positivismo y al empirismo con las aportaciones de la lógica. El neopositivismo se hizo muy fuerte sobre todo en el mundo anglosajón y se caracterizó por una clara actitud antimetafísica («Todas las afirmaciones metafísicas son absurdas», repetía Ayer); por relegar la filosofía a una función meramente terapéutica (su cometido fundamental consiste en curar a la ciencia de los contagios metafísicos debidos al mal uso del lenguaje); por buscar una ciencia unificada (con un lenguaje común claro y objetivo); y por el ideal del atomismo lógico (toda la experiencia se puede reducir a átomos empíricos, que dan lugar a proposiciones atómicas, que, a su vez, forman proposiciones moleculares).
El llamado Círculo de Viena fue el núcleo del neopositivismo. Surgió en la capital austríaca durante la década de 1920 como una forma de recuperar el pensamiento de Hume. Así, sus primeros componentes —Hans Hahn, Otto Neurath, Rudolf Carnap, autores del Manifiesto de 1929 que tenía como título La visión científica del mundo— criticaron los excesos del apriorismo idealista e intentaron justificar la validez del método inductivo. Por otra parte, insistieron también en la necesidad de una justificación del método analítico en lógica y matemáticas.
Según el Círculo de Viena existen dos tipos de métodos: el deductivo, propio de las matemáticas y la lógica, e independiente de la experiencia; y el inductivo, propio de las ciencias naturales y derivado de la experiencia por repetición. Por tanto, no es necesario un tercer tipo de método como los juicios sintéticos a priori que propuso Kant. Como ya dijo Hume, solamente existen verdades de hecho (inducción) y relaciones de ideas (deducción).
El neopositivismo del Círculo de Viena difundió el método inductivo, que presenta el siguiente proceso:
La ciencia comienza con la observación pura, exenta de cualquier prejuicio.
Después, y gracias al principio de la inducción, se generaliza lo singular hasta llegar a proposiciones generales. Si todos los elementos X observados (un número finito, lógicamente) tienen sin excepción la propiedad Z, se puede concluir que todos los X tienen la propiedad Z.
Para que estas proposiciones generales lleguen a considerarse leyes científicas universales se han de verificar, es decir, se han de contrastar repetida y rigurosamente con la experiencia.
Esto otorga un valor predictivo a la ciencia. Ahora, mediante un razonamiento deductivo, el científico puede extraer, a partir de la ley universal, predicciones y explicaciones concretas.
El pensador que más hizo por la difusión de este esquema y de las ideas del neopositivismo fue, sin duda, Alfred Ayer.
Nació en Londres en 1910. A los veintitrés años viajó a Austria y entró en contacto con el Círculo de Viena. En 1936 escribió su obra más importante: Lenguaje, verdad y lógica, donde expone las ideas del neopositivismo. Fue profesor en la Universidad de Londres y en el New College de Oxford. Fue miembro de la Academia Británica y honrado con el título de Lord. Murió en 1989.
Su obra de juventud, Lenguaje, verdad y lógica, es considerada como la «biblia del neopositivismo», ya que expone de una manera clara sus principales doctrinas, aunque muchas coinciden con las de Moore, Russell y Wittgenstein. Ayer comienza reconociendo la herencia de estos filósofos y del empirismo inglés: «Los puntos de vista que se formulan en este tratado —afirma— proceden de las doctrinas de B. Russell y Wittgenstein, que son, a su vez, el resultado lógico del empirismo lógico de Berkeley y de Hume».
El primer capítulo de su obra lleva un título muy elocuente: «La eliminación de la metafísica», y trata sobre el criterio de «verificabilidad». Ninguna sentencia metafísica, observa Ayer, expresa una proposición auténtica, es decir, que no contiene ni aserción empírica ni es una tautología. Por tanto, todas las afirmaciones metafísicas son «literalmente absurdas», nada más que engaños de la gramática, que intentan, como la mística, expresar lo inexpresable. Ambas, mística y metafísica (filosofía), deben ser excluidas como formas de conocimiento.
Pero si, como defiende Ayer, la filosofía no tiene cabida entre las formas de conocimiento, ¿cómo tiene él cabida en estas páginas? La respuesta hay que buscarla en el hecho de que Ayer no se limita a despachar a la filosofía, sino a buscarle una función que pueda desempeñar todavía. Como al jubilado, al que se le busca una actividad inocente para que no se aburra, a la filosofía le encuentran los positivistas la función de esclarecer las confusiones del lenguaje. La filosofía debe convertirse en analítica, en un departamento de la lógica.
En la entrevista antes citada, Ayer, ya jubilado, dice que aunque no cree que haya una tarea propia de la filosofía, de haberla sería la de resolver los problemas que plantea la ciencia. Por eso, continúa: «Quien se disponga a trabajar seriamente en la filosofía debe prepararse en matemáticas y en física más que en los clásicos o en la historia de la filosofía».
Siguiendo a Schlick y Reichenbach, Ayer mantiene que los juicios de valor, es decir, los juicios morales, no son ni verdaderos ni falsos; no dicen verdad, sino sólo son expresiones de diversos sentimientos que desaprueban o aprueban una acción. Aquí resurge con mucha fuerza la «falacia naturalista»: «Si las dos premisas de un silogismo —explica H. Poincaré— están en indicativo, la conclusión también lo estará. Para que la conclusión pueda establecerse en imperativo será necesario que, por lo menos, una de las premisas esté igualmente en imperativo».
Ayer lo explica así: si yo digo a alguien: «Usted obró mal al robar este dinero», no estoy afirmando nada más que si dijese simplemente: «Usted robó este dinero». Al añadir que esta acción es «mala», no estoy haciendo ninguna nueva declaración acerca de ella, sólo estoy poniendo de manifiesto la desaprobación moral que me merece. Es como si afirmase que «Usted robó este dinero», pero con especial tono de horror. Pero ese tono no añade nada a su significación literal: lo único que hace es expresar mis sentimientos sobre esa cuestión. Si ahora generalizo y digo que «robar dinero es malo», estoy formulando una oración que no puede ser ni verdadera ni falsa; otra persona, por ejemplo, puede disentir de mí, porque tiene diferentes sentimientos sobre el hecho de robar.
La ética, por tanto, no puede obtener el carácter de ciencia, ya que sus conceptos son «seudoconceptos». Lo único que queda es una descripción de los sentimientos que provocan ciertas acciones (emotivismo). Pero esta tarea está reservada a la psicología y la sociología. Sin embargo, Ayer admite que la sociedad imponga un código moral para conseguir satisfacer las necesidades del grupo y conseguir un estado de felicidad.
La misma crítica demoledora aplica Ayer a la estética. Los valores estéticos, lo bello y lo feo, sólo expresan sentimientos que no pueden tener validez objetiva. También se ocuparán de ellos la psicología y la sociología.
Para meter las narices…
Aunque se trata de una obra de juventud, escrita a los veintiséis años, Lenguaje, verdad y lógica. representa un compendio perfecto del neopositivismo (Planeta, Barcelona, 1986). Otras obras posteriores son igualmente interesantes: El positivismo lógico (FCE, Madrid, 1977), Los problemas centrales de la filosofía (Alianza, Madrid, 1982), La filosofía del siglo XX (Editorial Crítica, Barcelona, 1983) y Ensayos filosóficos (Ariel, Barcelona, 1979).
Su autobiografía está publicada bajo el título Parte de mi vida (Alianza, Madrid, 1982). La última vez que Ayer visitó Barcelona, el 4 de mayo de 1989, Enrique Lynch le hizo una entrevista, que se publicó el día 30 del mismo mes en La Vanguardia. El 27 de junio fallecía en Londres. Respecto a su autobiografía, el periodista le preguntó por qué se dice que es mejor la primera parte que la segunda, a lo que el anciano pero despierto Ayer respondió: «Así es, la segunda parte de mi autobiografía está mal concebida. Recuerdo la primera parte de mi vida mucho más vivamente que la segunda. Cuando te conviertes en un hombre de mediana edad con éxito personal, tu vida se parece mucho a la de cualquier otro con iguales condiciones. Las incidencias pasan a ser una serie indefinida de conferencias y lecciones dadas aquí y allá».
Los neopositivistas, Ayer entre ellos, pretendían jubilar a la filosofía. Ya no hacen falta filósofos, a lo sumo, científicos que reflexionen sobre los problemas de la ciencia. Menos mal que alguien respondió en nombre de la filosofía; fue nuestro José Ferrater Mora, quien, en vista del panorama de la filosofía durante el segundo tercio del siglo XX, se pregunta también si los filósofos no tendrán más remedio que jubilarse. Responde: «Esperamos que no. Por lo pronto, pueden (y deben) plantear cuestiones que normalmente no se les ocurren a quienes practican su oficio. No son cuestiones arcanas ni herméticas ni relativas a asuntos de los que se supone que los demás seres humanos no tienen noticia. Por el contrario: son cuestiones y asuntos que todos los seres humanos pueden plantearse cuando se hacen cuestión de sus actividades. El “mundo de los filósofos” es el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones» (Indagaciones sobre el lenguaje, Alianza, Madrid, 1980, p. 10).