Perfume sin esencia
Cierto humorista dijo de Sartre: «¿Cómo creer en un intelectual que tiene un ojo que mira a la derecha y otro a la izquierda?». Quizá no haya que mirarle a los ojos para creer en él, sino más bien, escuchar lo que dijo en sus innumerables conferencias o, mejor, leer lo que escribió. Además, la mala vista no está aquí mal vista, puesto que a falta de mirar torcido se afina el olfato y se va derecho a respirar los aromas de la existencia. Sartre captó el perfume de las cosas, y en especial del ser humano, que a veces huele a tabaco y a agua estancada, como el Autodidacto de La náusea, a recién nacido, como la patrona, o a muerte, como el doctor Rogé, personajes de la primera novela existencialista. La existencia tiene su olor propio, que no puede ser enfrascado porque no hay esencia que destilar.
Nació en París en 1905. Ateo por convicción, estudió Filosofía en Francia y Alemania. En 1929 conoció a Simone de Beauvoir, junto a la que permaneció toda su vida. Conoció a Kafka y a Heidegger. En 1964 rechazó el premio Nobel del Literatura. Esto muestra cómo, no sólo en el caso de Sartre, sino también en el de Albert Camus, que había recibido el mismo premio seis años antes, la filosofía existencialista está muy unida a la literatura. Como escritor, podemos destacar La náusea (1938) y El muro (1939). Fue prisionero durante la Segunda Guerra Mundial y posteriormente se convirtió en el portaestandarte del existencialismo ateo. Aunque rechazó en una primera instancia la ideología marxista, en la década de 1950 se adhirió al marxismo de una forma clara. Sus obras filosóficas más importantes son: El ser y la nada (1943), su conferencia El existencialismo es un humanismo (1946) y Crítica de la razón dialéctica (1960). Murió en 1980.
La distinción entre ser-en-sí y ser-para-sí es esencial para Sartre. El ser-en-sí es el ser tal y como se nos presenta. El ser-para-sí es la conciencia, un sujeto al que se le manifiesta un objeto. La conciencia no es objeto, porque es nada. Esto significa que el ser-para-sí no es, sino que existe. Para Sartre la existencia es anterior a la esencia y la interpreta como pura indeterminación que se va desarrollando a lo largo de la vida. En el vocabulario sartriano la materia «resiste», el objeto «consiste», el animal «subsiste» y sólo el hombre «existe». Esto significa que sólo el sujeto humano tiene conciencia de su ser. Pero muchas veces el hombre se resiste a tomar conciencia de sí y se sumerge en la «mala fe», una falacia consistente en pensar que posee un carácter o una naturaleza propia relacionada con su conducta. Esta reflexión cómplice o «mala fe» consiste en negarse a elegir y refugiarse en el determinismo: prefiere cosificarse a sí mismo, convertirse en objeto, en ser-en-sí, antes que enfrentarse con la propia nada que anida en su ser, con la propia angustia de elegir.
Al hombre muchas veces le da miedo elegir, entonces se refugia en la «mala fe» del determinismo y se cosifica. Sartre ilustra esta cosificación con el ejemplo del mozo de café, que imita los gestos y las formas de actuar de un mozo de café. El mozo de café, al igual que el sastre, el tendero, el tasador, que convierten su vida en hacer de sastres, de tenderos y de tasadores, deviene un ser-en-sí, sin posibilidad de asumir su propia existencia, su ser-para-sí.
Aparte del ser-en-sí y ser-para-sí, Sartre distingue el ser-para-otro, es decir, la intersubjetividad. Los seres humanos no somos robinsones, sino que vivimos en sociedad. Esto significa que mi subjetividad entra en contacto con otras subjetividades, pero no en cuanto subjetividades, sino en cuanto objetos. Al presentarse el otro ante mí, yo lo convierto necesariamente en objeto, porque lo conozco. Lo mismo me ocurre cuando me siento observado por otra persona: ella me está considerando como objeto, como cosa que pertenece a su conciencia, por eso, siento vergüenza. No cabe, por tanto, una auténtica intersubjetividad; en definitiva, «el infierno son los otros».
Como pone de manifiesto en su obra El ser y la nada, el hombre no es otra cosa que lo que él mismo se hace: es libertad, libertad que consiste, en el fondo, en asumir la nada que es el hombre. El hombre está condenado a ser libre y llamado a ocupar el lugar de Dios: «El hombre es el ser que proyecta ser Dios», escribe. En fin, si Dios no existe, todo está permitido, y como consecuencia, el hombre queda liberado. El hombre está condenado a ser libre: condenado, ya que no se ha creado a sí mismo; y libre porque, una vez arrojado al mundo, es el único responsable de lo que hace. «Cada uno es lo que quiere ser», dirá Garcín en A puerta cerrada (Aguilar, Madrid, 1974).
En un momento de la obra, en diálogo con Leibniz, se plantea si hubiera sido posible que Adán no hubiese comido la manzana. Según el ilustrado alemán, la acción libre de Adán está contenida en su propia esencia, pero la esencia de Adán es, para el propio Adán, algo dado: él no la ha elegido, no ha podido elegir ser Adán. En consecuencia, no carga en modo alguno con la responsabilidad de su ser. Para Sartre, sin embrago, Adán no se define por su esencia, sino por la elección de sus fines; no por el pasado —esencia—, sino por el futuro (El ser y la nada, IV, I, 1). En fin, si existiera Dios —quien ha dado la esencia a Adán—, el hombre no podría ser libre; sería como un cortapapeles que responde a las leyes de su diseñador.
Cuando concebimos un Dios creador —explica en su famoso artículo El existencialismo es un humanismo—, este Dios se asimila la mayoría de las veces a un artesano superior que, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. De modo que el concepto de hombre, en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de cortapapeles en el espíritu del industrial. Así pues, Dios produce al hombre siguiendo su idea y ciertas técnicas, exactamente como lo hace el artesano que fabrica un cortapapeles. Para el pensamiento teísta, el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino. El ateísmo precedente ha suprimido la noción de Dios; sin embargo, no la de que la esencia precede a la existencia; no ha eliminado la naturaleza humana, la idea de que cada hombre particular es un ejemplo del concepto universal de hombre, con lo que la idea de Dios siempre vuelve a presentar sus credenciales para explicar el origen de esa naturaleza.
En cierto modo, los ateísmos anteriores no han sido coherentes, porque la única forma de eliminar a Dios del horizonte humano pasa por eliminar ese horizonte. El hombre no tiene una esencia, sino que es pura existencia que se va haciendo a sí misma. En estos términos, y Sartre tiene razón, no cabe un Dios. Lo dice a renglón seguido: «El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla».
En ese sentido, el existencialismo es un humanismo, pues mantiene que «no hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana», y que no hay más legislador que el propio hombre. Para el existencialismo ateo sartriano el problema no es la existencia o no existencia de Dios, sino que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada puede salvarlo de sí mismo. «En este sentido —acaba el artículo—, el existencialismo es un optimismo, una doctrina de acción, y sólo por mala fe, confundiendo su propia desesperación con la nuestra, es como los cristianos pueden llamarnos desesperados».
En la última etapa de su pensamiento, vemos en Sartre a un convencido marxista. Piensa que cada etapa histórica tiene una filosofía que la explica y la trasciende, es decir, da paso a otra: el marxismo se presenta, a ojos del pensador francés, como la filosofía de su tiempo. Por eso, él es marxista.
El marxismo representa el espíritu del proletariado y da impulso a sus aspiraciones, de tal modo que, cuando haya cumplido su misión, el fin de la lucha de clases, trascenderá la época y dará lugar a una nueva filosofía. El marxismo es en su esencia un humanismo, pero se ha corrompido; por eso necesita, según Sartre, el auxilio del existencialismo. Esta combinación hará compatible la libertad con el determinismo histórico marxista, ya que es el hombre el que hace la historia.
La ética existencialista de Sartre entiende que el hombre es libre y depende de él lo que haga de sí mismo. La reflexión moral no es otra cosa que la decisión de elegir un modo de acción voluntario antes que un modo irreflexivo. Desde esta libertad inicial, elegimos unos valores que conforman nuestro proyecto básico. Incluso cuando aceptamos normas impuestas por la sociedad, esta aceptación es una elección personal. Por tanto, no son los valores los que nos determinan, sino la elección que hacemos de esos valores. Nosotros los inventamos, pues la vida por sí misma no es nada: es tarea nuestra darle un sentido y ese sentido no es otra cosa que el valor que escogemos. Lo que ocurre es que esa elección, añade Sartre, no es una pura anarquía moral, porque cuando elegimos un valor lo elegimos por todos los hombres, lo elegimos porque pensamos que tiene un valor intrínsecamente universal.
Para meter las narices…
Quizá por estas ideas, en cierta ocasión, una persona le llamó «la conciencia de la humanidad». Cuentan que durante una estancia en El Cairo, sus anfitriones llevaron a Simone de Beauvoir y a Sartre a un restaurante lujoso. En un momento dado, Sartre tuvo necesidad de ir al lavabo, así que se levantó de la mesa y fue a preguntar dónde estaba el baño. Con tal fin se dirigió al personal de servicio. Uno de los camareros, al ver al famoso filósofo que venía hacia él, le apretó calurosamente la mano diciéndole: «¡Maestro, usted es la conciencia de la humanidad!». Sartre le agradeció «el cumplido» y, sin decir nada más, volvió a su asiento. Simone le preguntó entonces si había encontrado el lavabo, a lo que él respondió: «No; un camarero me ha dicho que soy la conciencia de la humanidad, ¿cómo va a preguntar la conciencia de la humanidad dónde están los cagaderos?».
Las Obras completas de Sartre las encontramos en tres tomos muy voluminosos editados por Aguilar (Madrid, 1975, 1977, 1982). Como narrador y autor teatral, hay que leer La náusea, El muro y Las moscas (las tres editadas en Alianza, Madrid). La mejor forma de acceder a su filosofía es comenzar por su famoso artículo El existencialismo es un humanismo (Edhasa, Barcelona, 2004), proseguir con Los caminos de la libertad (Alianza, Madrid, 1982), para acabar por leer algunos capítulos de su monumental El ser y la nada (Alianza, Madrid, 1989), de la que Denis Huisman comenta: «No es exagerado decir que El ser y la nada ha sido, de 1943 a 1970, el libro culto, la obra de referencia por excelencia, el texto más a menudo citado por los jóvenes filósofos que se han inscrito masivamente en el movimiento del existencialismo» (Diccionario de las mil obras clave del pensamiento, Tecnos, Madrid, 1997, p. 557).
Sólo queda entonces hurgar en la Crítica de la razón dialéctica (Losada, Buenos Aires, 1963), en la que intenta insuflar al marxismo del espíritu del existencialismo.
Aparte de la imprescindible obra de Bernard-Henri Lévy, El siglo de Sartre (Ediciones B, Barcelona, 2001), aconsejo al lector un ensayito recientemente editado en castellano de la escritora Iris Murdoch, escrito en 1953, titulado: Sartre. Un racionalista romántico (Debolsillo, Barcelona, 2007).
Es conocido el romance que Jean-Paul Sartre mantuvo durante toda su vida con Simone de Beauvoir, una de las más importantes feministas del siglo XX, autora de El segundo sexo (Cátedra, Madrid, 2005). A los veinticuatro años, Sartre llegó a un acuerdo con Simone de Beauvoir para mantener una relación libre de compromisos: tanto él como ella podrían tener otras parejas y no se lo ocultarían. Junto a ella vivió toda su vida, pero no fue monógamo. Sobre esta relación, véase el libro de Hazel Rowley, Sartre y Beauvoir (Lumen, Barcelona, 2006).
Algunos consideran a Sartre el hippy de la filosofía, no en vano el movimiento hippy se nutrió de las ideas del filósofo francés. Sartre y los hippies tuvieron su época de esplendor, quizá el mundo fue hippy y existencialista durante aquellos maravillosos años. Pero hace tiempo que se sometieron los espíritus rebeldes, hace tiempo que los hippies se convirtieron en burgueses, los instigadores del mayo del 68 murieron ya y sus protagonistas tuvieron que pasar por el tubo de lo políticamente correcto con la cabeza gacha. Antes de nuestra época había ideales que conformaban la identidad de muchas personas; ahora se han difuminado, el capitalismo los compró a precio de saldo y los recicló. De aquellos sueños sólo queda una borrosa melancolía que se manifiesta en reediciones de las canciones de los Beatles en DVD, en libros conmemorativos con tapas duras y algún que otro golpe de timón de la moda que en su continuo ir y venir vuelve de tanto en tanto la mirada al pasado. Los jóvenes siguen fumando marihuana, pero ya no lo hacen para protestar por el sistema, sino, en todo caso, para diluirse en él.
De niño, Sartre había perdido la visión del ojo derecho y ya anciano quedó ciego. Aparte de la ceguera, en los últimos años de su vida mermó severamente su salud una trombosis de una vena temporal; el diagnóstico fue preciso: excesos diversos, entre otros el alcohol, el tabaco (fue inseparable de su pipa) y las drogas (coridrina y mezcalina), lo encerraron en la oscuridad física que acabaría abatiendo su buen humor y, a la postre, su vida.
Murió el 15 de abril de 1980. Cinco días más tarde, se celebró un multitudinario funeral. Miles de personas quisieron despedir al existencialista que se despedía de la existencia.