Nariz nazi, olfato metafísico
La primera parte del subtítulo merece una explicación. No es sólo un juego de palabras, sino que responde a cierta fama que se ganó el propio Heidegger al aceptar el rectorado de la Universidad de Friburgo en pleno 1933. Quizá no fuera nazi, pero lo que sí es cierto es que se aprovechó de la situación. Se ha escrito mucho sobre su vida privada, no sólo sobre sus inclinaciones políticas, sino también sobre sus mezquinas relaciones con Hannah Arendt. Pero a nosotros no nos interesa su ramplona nariz nazi, sino su excelente olfato metafísico, porque realmente se podría considerar a Heidegger el Parménides del siglo XX. Pretendió elaborar una auténtica metafísica del ser, razón por la que no se le puede tener como un pensador existencialista al uso. Piensa que la metafísica hasta ahora ha estudiado el ente y se ha olvidado del ser: el ente ha ocultado el ser.
Esta denuncia del olvido del ser es programática de todo su pensamiento. El ser de los entes no es él mismo un ente, sino lo que hace que el ente sea conocido. Se trata de desvelar el sentido del ser que se oculta en el ente. De este modo, el filósofo alemán ha rescatado el primitivo sentido griego de la verdad como aletheia, como desvelamiento o desocultamiento.
Heidegger nació en Messkirch en 1889. Comenzó estudiando teología como novicio en la Compañía de Jesús, pero pronto abandonó el seminario para doctorarse en Filosofía en la Universidad de Friburgo. Tuvo contacto con la fenomenología al ser asistente de Husserl, a quien sucedió en 1928. Ya hemos dicho que llegó a rector en la época nazi, circunstancia que generó una fuerte controversia en torno a sus inclinaciones políticas. Sus obras más importantes son: Ser y tiempo (1927), su obra fundamental, ¿Qué es metafísica? (1929), La esencia de la verdad (1943) y Carta sobre el Humanismo (1947). Murió, en la misma ciudad donde nació, en 1976.
Según Heidegger, la pregunta por el ser es la pregunta metafísica por excelencia, que, según el pensador alemán, tiene tres elementos: aquello por lo que se pregunta (el ser), aquello a lo que se pregunta (el ente) y lo que encontramos al preguntar (el sentido del ser). La pregunta se dirige a un ente concreto que es el hombre, ya que es el único ente abierto al ser, que se mueve siempre en una comprensión del ser, aunque tal comprensión sea vaga, implícita. Pero éste es el punto de partida que hace posible la pregunta por el ser, ya que no se puede preguntar por lo que es totalmente desconocido.
La comprensión del ser sólo se da en el Dasein. Este concepto significa apertura, espacio abierto, espacio iluminado, donde todos los entes pueden ser vistos y conocidos como tales. El lugar de esta apertura es el hombre, que es Dasein. Por eso, Heidegger lleva a cabo un análisis existencial de las determinaciones del Dasein:
La primera determinación o el primer existencial del Dasein es «ser-en-el-mundo». El ser del hombre consiste en ser-en, es decir, su existencia no se puede concebir sino en relación con otros entes. Esta relación se entiende como «preocupación» por las cosas y como «solicitud» por los demás seres humanos. El mundo con el que se relaciona el Dasein es un campo unificado de posibilidades integrado por «cosas a mano», de las que se sirve el hombre, y por otros hombres, razón por la cual, el Dasein es «ser-con-otros», es decir, su existencia es coexistencia.
El segundo existencial es la angustia. El Dasein se muestra como una estructura indiferenciada, es decir, que puede adoptar cualquier modalidad. La advertencia de esta situación se experimenta como angustia. Gracias a la angustia el hombre descubre tres datos sobre su estructura indiferenciada: sentimiento de estar arrojado en el mundo, «poder-ser» o anticipación y caída o repulsa de sí mismo. Estos tres datos se vinculan con el «cuidado», con la preocupación del Dasein por el mundo.
El tercer existencial son las dos modalidades de la existencia: auténtica e inauténtica. La existencia inauténtica es una manera de existir en la que yo no soy verdaderamente yo mismo, no logro trascender la mera facticidad y huyo de la responsabilidad de mi propia existencia. La existencia inauténtica consiste en vivir huyendo de la muerte, sin asumir la finitud radical del Dasein. En cambio, la existencia auténtica se da cuando el hombre se reconoce como un ser-para-la-muerte.
El ser no puede ser desvelado, pero sí desvelarse a sí mismo: es el concepto de verdad como aletheia, como desocultamiento. El hombre puede continuar su apertura hacia el ser, especialmente mediante el lenguaje, que es «la casa del ser», pero deberá esperar a una automanifestación del propio ser.
Una forma de desocultamiento es la técnica. Para los griegos la técnica era un modo de acceder a la verdad, una forma de desocultar que imitaba a la naturaleza. En cambio, para la técnica moderna ese desocultar será entendido como un provocar. «El desocultar imperante en la técnica moderna —dice Heidegger— es un provocar que pone a la Naturaleza en la exigencia de liberar energías, que en cuanto tales puedan ser explotadas y acumuladas.» La técnica entendida como una provocación a la naturaleza no sólo transforma la relación entre el hombre y el medio, sino también el propio desvelamiento de la realidad. En esa actitud provocante, la realidad no se presenta (no se desvela, revela o desoculta) tal y como es, sino como «reserva-disponible», como una gran estación de servicio o un enorme supermercado. El hombre, desde esta mentalidad tecnocéntrica, accede al mundo, a la naturaleza, para coger algo y transformarlo. Si accedemos a una montaña para la extracción de carbón, la montaña se nos desoculta como una región carbonífera, no como montaña.
Cada época tiene una forma de desocultar el ser, de acceder a la verdad. En la nuestra, es la técnica. Por tanto, la técnica es el destino de nuestra época. Destino que no solamente se convierte en peligro, sino en el peligro, pues la técnica no permite que el hombre acceda a la esencia de lo real, ya que le presenta el mundo como lo dispuesto, lo utilizable, lo lleno de materia prima: ver la naturaleza como una fuente de energía impide llegar a la comprensión de su esencia. Pero este peligro pone en peligro al propio hombre. La mentalidad tecnológica, al no poder concebir las cosas como objetos sino como cosas disponibles, hace que el propio hombre sea concebido como disponible. El mundo pierde su carácter de objeto y pasa a convertirse en una especie de producto humano. De esta manera, se ignora la esencia de la realidad y la del hombre mismo. El ser humano se encuentra, entonces, atrapado por las consecuencias de la provocación de la técnica.
Pero la misma esencia de la técnica encierra su propia salvación. Por eso, debemos mantener siempre a la vista, con una actitud humilde y confiada, el peligro más extremo; es decir, debemos velar el surgimiento de la salvación. Para Heidegger la salvación vendrá de la mano de un ámbito emparentado con la esencia de la técnica: el arte.
En septiembre de 1976, la revista alemana Der Spiegel publicó postumamente una larga entrevista titulada: «Sólo un Dios puede salvarnos» (por voluntad explícita de Heidegger no se publicó en vida). En ella vuelve sobre su preocupación por la técnica y señala como única posibilidad de salvación «el pensar y el poetizar». Se trata, según Heidegger, de un pensamiento que haga posible la aparición de un Dios, ya que «ante la ausencia de un Dios nos hundimos». Habla de una preparación, por el pensamiento y la poesía, para esperar el advenimiento de un Dios. «No podemos pensar a Dios desde aquí, sólo podemos despertar una predisposición para esperarle.»
Para meter las narices…
La última entrevista concedida por Heidegger ha despertado diversas interpretaciones. René Girard, dentro de su línea de investigación, la interpreta como «la esperanza de una total extinción de la influencia cristiana y un nuevo inicio desde cero». Al final de su vida, Heidegger estaría más unido que nunca a Nietzsche (Veo a Satán caer como el relámpago, Anagrama, Barcelona, 2002).
Heidegger es el filósofo complicado entre los complicados. No sólo por lo que comunica, sino por la forma de hacerlo: inventa un lenguaje, crea palabras. No podemos pasar sin meter las narices en alguna parte de su obra principal El ser y el tiempo (FCE, Madrid, 2000), cuando menos en su extensa Introducción. Más asequible son otras obras como: ¿Qué es metafísica? (Alianza, Madrid, 2003), Carta sobre el humanismo (Taurus, Madrid, 1970), Introducción a la metafísica (Gedisa, Barcelona, 1992) o Ciencia y técnica (Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1984).
Respecto a las relaciones de Heidegger con el nazismo, por una parte, y con Hannah Arendt, por otra, véase: Heidegger y el nazismo, de Víctor Farias (El Aleph Editores, Barcelona, 1989) y Hannah Arendt y Martin Heidegger, de Elzbieta Ettinger (Tusquets, Barcelona, 1996). Hay más: El camino del pensar de Martin Heidegger, de O. Pöggeler (Alianza, Madrid, 1993), Martin Heidegger, de Hugo Otto (también en Alianza, Madrid, 1992) y el trabajo de E. Nolte, Martin Heidegger. Política e historia en la vida y el pensamiento (Tecnos, Madrid, 1997).
Alfred Ayer, en una entrevista publicada en La Vanguardia, decía que no le sorprendía en absoluto el compromiso de Heidegger con el nazismo, porque, son sus propias palabras, «era un estafador» (30-5-1989).
Parece que a nivel personal Heidegger no era el mismo que escribía filosofía. Su maestro y «amigo» Edmund Husserl dijo respecto a la ruptura de su amistad: «Durante casi una década fue mi más íntimo amigo; este revés en mi estima intelectual y en mi relación con su persona fue uno de los golpes más duros del destino que recibí en toda mi vida». La relación con Husserl fue tan estrecha que Jaspers, en su Autobiografía filosófica, cuenta que, invitado junto a Heidegger a casa de Husserl para celebrar que el maestro cumplía sesenta y un años, la esposa del homenajeado llamó a Heidegger «el niño fenomenológico».
Hace muchos años conocí a una persona que leía a Heidegger. Me llamó la atención porque no era un filósofo, sino un ingeniero industrial retirado que llenaba los días leyendo al profesor de Friburgo. La imagen del anciano leyendo al, por entonces, recién desaparecido filósofo me transmitió la sensación de que la lectura de Heidegger debía de ser sosegada y tranquilizadora para el espíritu. Al poco tiempo descubrí que estaba equivocado.