42. ADORNO

Nariz crítica

Adorno

En 1923 se fundó en Francfort, inspirado en el marxismo, el Instituto para la Investigación Social. Su objetivo era estudiar la tendencia de las sociedades democráticas modernas a identificarse con el poder que las domina y dar respuesta a la pregunta sin resolver del pensamiento marxista ortodoxo: por qué no se había producido la revolución social esperada. La «teoría crítica» de la llamada Escuela de Francfort pretendía desenmascarar las relaciones de dominio que están en la base de la sociedad y que se sustentan en una mentalidad tecnológica. Esta forma de pensar llevó a uno de sus miembros, Theodor Adorno, a un «pesimismo cultural», como lo han calificado algunos, que se manifiesta en la expresión seria de su cara, en los labios apretados y en una mirada que parece perderse más allá del objetivo. La nariz crítica, sin embargo, queda enmarcada, como un trapecio, por unas grandes gafas de pasta.

Theodor Wiesengrund Adorno nació en Francfort en 1903. Utilizó sólo su segundo apellido porque el primero «sonaba judío». Estudió filosofía, sociología, psicología y música en su ciudad natal, y tras doctorarse en filosofía viajó a Viena. Desilusionado, regresó un año más tarde e inició una habilitación sobre Kant y Freud, que fue rechazada. Pero en 1931 consiguió la habilitación con una tesis sobre Kierkegaard, que se publicó dos años más tarde, el mismo día del ascenso al poder de Hitler. Aceptada la tesis, pudo incorporarse al Instituto, pero por razones políticas marchó a Oxford y posteriormente se exilió en Estados Unidos, donde se habían trasladado los miembros de la Escuela.

En 1947 publicó, junto a Max Horkheimer, La dialéctica de la Ilustración, y en 1951, Minima moralia. Dos años más tarde volvió a Francfort, donde publicó Prismas: la crítica de la cultura y la sociedad (1955). Tras la jubilación de Horkheimer, asumió la dirección del Instituto. En 1966 apareció Dialéctica negativa. Murió en 1969. Al año siguiente vería la luz su obra capital: Teoría estética, Su amigo, Thomas Mann, dice de él que siempre vivió indeciso entre la filosofía y la música.

Aparte de Adorno y Horkheimer, se consideran miembros de la Escuela de Francfort: Walter Benjamin, Erich Fromm y, en una segunda época, Herbert Marcuse, Max Weber y Jürgen Habermas. El punto de arranque de la Escuela es su «teoría crítica», que presenta cuatro frentes principales:

La crítica de la sociedad burguesa. Desde su posición de teóricos marxistas, combaten las estructuras de la sociedad capitalista o lo que llaman «conciencia burguesa».

La crítica del marxismo. El primer frente no significa que abracen un marxismo dogmático estalinista, sino que buscan abrir nuevos caminos para una interpretación abierta del marxismo.

La crítica de la filosofía tradicional. Sobre todo, su crítica va dirigida a la metafísica y a la religión, que consideran como superestructuras ideológicas alienantes, que se mantienen como restos de antiguas mitologías.

Y la crítica de la razón ilustrada. La sociedad burguesa ilustrada ha instrumentalizado la razón, convirtiéndola en medio de dominio sobre los hombres. Esta razón instrumental ha creado una cultura tecnificada y mecanizada. La crítica dará como resultado un nuevo encaminamiento de la razón hacia su auténtica autonomía.

En la Dialéctica de la Ilustración, Adorno analiza, junto a Horkheimer, los mecanismos culturales de dominación de la sociedad occidental. Siguiendo muy de cerca a Nietzsche, los autores ven cómo la razón ha provocado su propia autodestrucción y la humanidad se asoma al abismo de una nueva forma de barbarie. El origen de esta situación hay que buscarlo en la Ilustración, que convirtió la razón en un Logos dominador, cuyas manifestaciones modernas serían el fascismo y el nazismo. Los ideales ilustrados idolatraron a la Razón y la convirtieron en razón instrumental y, lejos de traer la emancipación y la felicidad, nos han llevado a la dominación del hombre por el hombre: «La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad».

Hubo un momento en que los seres humanos, en vez de intentar comprender el mundo, quisieron dominarlo, con lo que restablecieron la ley del más fuerte y la aplicaron a la vida social en forma de dominio de los poderosos. Al hombre moderno le ha pasado como a Ulises, quien para combatir a las fuerzas naturales tuvo que desarrollar su astucia, pero al hacerlo se convirtió en instrumento de su propia astucia, dominado en cierto modo por ella.

«Teoría crítica» se opone a «teoría tradicional», que según Adorno se halla inmersa en la lógica de la identidad. La teoría tradicional pretende ser una teoría «pura», una «mera» teoría, imparcial y objetiva, y por ello mismo resulta incapaz de captar lo real, porque al buscar la formulación de principios generales y últimos, se hace totalmente abstracta, es decir, ajena al marco histórico-social del que surgen los problemas reales. Y los problemas reales son: una sociedad desencantada, llena de dolor, de conformismo, de apariencias y de falta de libertad.

La «teoría crítica», por el contrario, mantiene que toda teoría se encuentra enraizada en un marco social determinado; que está sustentada por intereses y, aunque parezca objetiva, está influida siempre por una ideología; que toda abstracción deforma la realidad, y que toda teoría tiene una implicación práctica, un compromiso con la praxis histórica.

La nariz crítica de Adorno tiene que enfrentarse a la ciencia positiva, que, instalada en la identidad, desprecia la diferencia y «aterroriza» a la filosofía que, a lo sumo, puede ser admitida como «poesía meditativa». En un mundo en que la filosofía ha sido desterrada, campea la apariencia. Vivimos en un mundo de imágenes y ficciones, en un mundo de cosificación y de mercancías. Los seres humanos creen ser libres pero no lo son, están sometidos a las condiciones sociales que impone la producción capitalista, viven en «la prisión al aire libre en la que se está convirtiendo el mundo» (Prismas).

En una situación así, la lógica de la identidad sólo puede guardar las apariencias. Se necesita una «dialéctica negativa», que abogue por la «disonancia», la «contradicción», la «libertad», «lo divergente», «lo inexpresable»… como una nueva forma de pensar que no reduzca la realidad al concepto. No se trata de renunciar a la filosofía, sino de transformarla; no se trata tampoco de convertirla en una forma de arte, porque si es arte ya no es filosofía; no se trata tampoco de renunciar a los conceptos, sino de tomar conciencia de que la filosofía de la no identidad tiene sus limitaciones: «En principio, la filosofía puede siempre ir a la deriva, que es la única razón por la que puede ir hacia delante» (Dialéctica negativa).

Adorno no ve posible cambiar la realidad desde dentro, sino que cree que el pensador dialéctico ha de situarse fuera del sistema. Quizá esto no solucione nada, pero es lo que hay que hacer. No porque la filosofía no sirva para nada, en el sentido de que no sirve para dominar la naturaleza, significa que debamos arrinconarla; al contrario, justamente porque no sirve para nada es más útil que nunca. «Quien hoy elija por oficio —afirma al principio de La actualidad de la filosofía— el trabajo filosófico, ha de renunciar desde el comienzo mismo a la ilusión con que antes arrancaban los proyectos filosóficos: la de que sería posible aferrar la totalidad de lo real por la fuerza del pensamiento».

Así como Kierkegaard consideraba al individuo como el punto fuera del sistema que podía enfrentarse al sistema (se refería al sistema hegeliano), Adorno quiere conservar a toda costa la subjetividad en un mundo objetivista y cosificador. En su última obra, Teoría estética, ve esa subjetividad encarnada en el objeto artístico que lucha por mantener su valor contra la embestida de un mercado que equipara valor y precio, en un mundo de marchantes y críticos que eliminan del objeto artístico su aspecto esencial para convertirlo en mera mercancía. El arte —como la filosofía— debe situarse fuera del sistema de mercado, debe constituir una elite, incomprensible para la mayoría, con el fin de salvaguardar su integridad y no ser absorbido, cosificado, normalizado por la sociedad capitalista.

El propio «pesimismo cultural» adorniano abre una puerta a la esperanza, lo que ocurre es que la puerta es estrecha y no se puede franquear en masa.

Para meter las narices…

Casi todas las obras importantes de Adorno están editadas en castellano: Dialéctica de la Ilustración (con M. Horkheimer), Minima moralia, Dialéctica negativa, Teoría estética, Escritos musicales, Kierkegaard: construcción de lo estético (diversas ediciones en Akal, Taurus y Trotta). También son interesantes: Bajo el signo de los astros (Laia, Barcelona, 1986), donde encontramos al filósofo argumentando contra los horóscopos, y Prismas: crítica de la cultura y la sociedad (Ariel, Barcelona, 1962).

En esta última, en el artículo dedicado a «Aldous Huxley y la utopía», comienza hablando de la inmigración en Estados Unidos. En el siglo XIX, el emigrante europeo buscaba en el Nuevo Mundo hacer fortuna y alcanzar el bienestar que le negaban los superpoblados países de Europa. El inmigrante pocas veces conseguía cumplir la utopía, sino que acababa siendo subsumido por el sistema. Cien años más tarde emigraron los intelectuales y les ocurrió otro tanto. Al respecto escribe:

«Lo que pretendían no era vivir mejor, sino sobrevivir; las posibilidades del Nuevo Mundo habían dejado de ser ilimitadas hacía ya tiempo, por lo cual el Diktat de la adaptación se impuso a los intelectuales mismos después de triunfar plenamente en el terreno de la competencia económica. […] El Nuevo Mundo recibe al intelectual de la otra parte del océano declarándole inequívocamente que lo primero que tiene que hacer, si quiere conseguir algo, es extirparse como ser independiente y autónomo. El que se resiste, el que no capitula para ponerse en fila con el alma y el cuerpo, sucumbe al trauma que aquel mundo cósico cristalizado en bloques gigantescos infiere a todo aquel que intenta no cosificarse. Y el modo de comportamiento con el cual el intelectual reacciona al trauma, impotente en la maquinaria de la relación de mercancía que todo lo envuelve y que es la única reconocida, es el pánico».

El exilio en Estados Unidos le otorgó experiencia de primera mano. Sintió en sus carnes el choque de un espíritu crítico y marcadamente especulativo con una sociedad tremendamente pragmática. El proceder de Adorno provocó frecuentes conflictos con el de los sociólogos americanos, acostumbrados a medirlo todo. Un ejemplo claro es el que se produjo cuando realizaba entrevistas para el Radio Research Project en Nueva York. «Se cuenta la anécdota de que Adorno realizaba de un modo muy peculiar las entrevistas que le encargaban en el marco de este proyecto para conocer las preferencias musicales de los oyentes. El filósofo no seguía el cuestionario diseñado de antemano para recoger los datos, sino que formulaba las preguntas después de hablar con sus interlocutores. Es difícil imaginar un proceder menos científico. Y es que Adorno rechaza completamente la idea de un método que ha adquirido total autonomía respecto de su objeto y lo ha convertido en mero ejemplar. El filósofo, en cambio, busca la experiencia, que siempre es individual, y para ello es preciso, sobre todo, escuchar. Sólo escuchando emerge lo relevante y significativo en las palabras del otro, de lo contrario sólo oiremos aquello para lo cual tenemos una casilla preparada» (Robert Caner-Liese, «Adorno: experiencia y utopía», suplemento Babelia, El País, 6-9-2003).