Especie única
Blanca barba rectilínea, cara huesuda como la nariz, gafas redondas a lo Azaña y el alma como si se le quisiera salir de la piel. Su rostro, al final, manifestaba el sentimiento trágico de la vida, de una vida vivida en «constante preocupación de mi destino de ultratumba, del más allá de la muerte, de la nada mía» (Diario íntimo). Luciano González Egido, en su obra Agonizar en Salamanca, nos narra los últimos meses de la vida de Unamuno: «Los que le vieron en su lecho de cadáver recordarán intrigados la placidez de su rostro, como si sus músculos faciales se hubieran distendido finalmente ante la inminencia de la nada». El filósofo se perdió en la Niebla del tiempo, ese monstruo que lo devora todo, incluso la «vitalidad de aquel hombre viejo que acababa de morir» y que unos años antes «era —dice el mismo autor— una orgía de proyectos».
Unamuno es un filósofo inclasificable. «De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen» —confiesa en Mi religión—. Nació en Bilbao en 1864. Estudió Filosofía y Letras en Madrid, donde recibió una formación racionalista y positivista que chocó frontalmente con sus creencias religiosas. Catedrático en la Universidad de Salamanca (y rector en 1900), conectó con los jóvenes escritores de la Generación del 98 y militó en el PSOE. Durante la década de 1890 se interesó por cuestiones sociopolíticas, interés que abandonó cuando sufrió una crisis personal en 1897. A partir de este momento mantendrá un debate existencial interno que se refleja en sus obras. Por oponerse a la dictadura de Primo de Rivera (1924-1930) estuvo exiliado en Francia. De vuelta en España, fue elegido diputado. Unamuno escribió novelas, artículos periodísticos, poesía, obras de teatro, ensayos y un Diario íntimo que nunca quiso publicar. Aunque toda su producción bulle en problemas existenciales, tres son las obras que tienen un mayor interés filosófico: Vida de Don Quijote y Sancho, Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del Cristianismo. Murió en 1936.
Unamuno fue uno de los descubridores europeos de Kierkegaard (para poder leerlo estudió danés). El filósofo de Copenhague influyó notablemente en él, de tal manera que se puede establecer un paralelismo muy claro entre ambos. Estamos ante dos pensadores profundamente religiosos, que lucharon contra la «cristiandad establecida» (Kierkegaard) y contra «el catolicismo de moda» (Unamuno). Ambos se consideraron a sí mismos despertadores de una conciencia adormecida. El español lo tiene claro: «Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerlos el poso del corazón, angustiarlos, si puedo». Él no trae soluciones, «si quieren soluciones —dice—, acudan a la tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más que instruir» (Mi religión).
El discípulo hispano de Kierkegaard no pretende transmitir ideas, sino pensamientos. La idea es algo sólido, fijo; en cambio, los pensamientos son fluidos, libres. Un pensamiento da lugar a otro pensamiento, mientras que una idea choca con otra idea. Las ideas son dogmáticas y no ayudan a pensar; al revés: una vez que tenemos ideas ya no necesitamos pensar.
En todos sus escritos, tanto obras literarias como filosóficas, se advierte una honda preocupación religiosa. No fue cristiano ni católico ni siquiera creyente, pero sí un hombre religioso. Toda su obra está marcada por el antagonismo entre lo exterior y lo interior, entre lo objetivable y lo inasequible para la razón y la ciencia, entre la lógica y la cardiaca, como se expresa en Vida de Don Quijote y Sancho. Lo exterior es la razón, lo interior la vida. La primera niega la inmortalidad personal (auténtico sentimiento trágico de la vida), mientras la segunda se empeña con tesón en afirmarla, mediante la fe. Unamuno no elige entre una y otra, sino que abraza ambas «agónicamente», en su inevitable antagonismo, lo que provoca el desgarramiento interior del hombre entre la razón y la fe. Pero el pensador en su «agonía» no puede admitir tranquilamente la fe: continuamente le asaltan dudas, incertidumbres, temores. Para él creer es crear: el ser humano necesita creer en la inmortalidad y en Dios como prolongación de su propio yo hasta el infinito y, entonces, crea la idea de Dios y de la inmortalidad personal.
La vida y la obra de Unamuno fue una lucha dialéctica entre el sentimiento y la razón, entre la fe y la inteligencia, entre el corazón y la cabeza. Esta agonía se resume en esta confesión que hace en su Diario íntimo: «Al rezar reconocía con el corazón a mi Dios, que con mi razón negaba». Por eso, la fe sólo se puede salvar a fuerza de sentimiento, porque sólo una sobreabundancia de credulidad es capaz de debilitar la fuerza de la razón, de ahí que más adelante afirme: «Hay que gastar más las rodillas que los codos».
En su Diario íntimo confiesa su propio «egotismo», una obsesiva preocupación por sí mismo que le hizo insufrible la idea de tener que dejar un día de existir; es la enfermedad de su alma, que él llama «yoización». Lo hemos citado en la entrada: «Esta constante preocupación de mi destino de ultratumba, del más allá de la muerte, esta obsesión de la nada mía ¿no es puro egoísmo? […] Estoy lleno de mí mismo y mi anulación me espanta. […] Estoy muy enfermo, y enfermo de yoísmo».
El yo se defiende con uñas y dientes de la objetivación externa, porque visto por ella se aleja de sí mismo, se desdobla y enajena. En este sentido, exclama con Jules Michelet: «¡Mi yo, que me arrancan mi yo!». La objetivación del yo se puede llegar a experimentar ante el espejo, poniéndose ante uno mismo como si de un objeto extraño se tratara. El resultado de la experiencia del espejo, a la que también aludirán Jean-Paul Sartre en La Náusea y Albert Camus en Caligula, es un profundo desgarrón interno que produce un hondo dolor. La actitud intelectualista que pretende objetivarlo todo provoca un angostamiento espiritual, porque lleva al hombre a poseer verdades en vez de a dejarse poseer por la verdad.
Hay una verdad objetiva, pero existe también la verdad subjetiva, que es la relación de todo con nuestra salvación. Ésta es la que le importa a Unamuno. En una tal verdad, la voluntad adquiere primacía sobre el entendimiento. El conocimiento es el resultado de una búsqueda orientada a saciar determinadas necesidades vitales. Una creencia es verdadera si produce unos resultados que permiten intensificar la vida. En Vida de Don Quijote y Sancho, define la verdad como «lo que moviéndonos a obrar de un modo u otro haría que cubriese nuestro resultado a nuestro propósito». Y pone este ejemplo: «Si caminando moribundo de sed ves una visión de eso que llamamos agua, y te abalanzas a ella y bebes, y aplacándote la sed te resucita, aquella visión lo era verdadera y el agua de verdad».
A Unamuno no le interesa tanto la razón como el sentimiento. Éste no es consecuencia de una concepción del mundo, sino su causa. Nuestro modo de comprender el mundo y la vida brota de nuestros sentimientos respecto al mundo y a la vida. Así, afirma en Del sentimiento trágico de la vida. «No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen filosófico o patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas».
La filosofía de Unamuno es autobiográfica. Se puede decir que sus escritos son caminos que buscan una salida a su atormentada vida interior. Por eso, leer las obras de Unamuno es leer su vida íntima. La temática de la obra de Unamuno es muy personal. Claro que se percibe la impronta de Kierkegaard; sin embargo, hay que hacer caso a lo que él dice de sí mismo: «Yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy especie única» (Mi religión).
Para meter las narices…
Nuestro Unamuno cultivó todos los géneros literarios: poesía, teatro, novela, ensayo. Entre su obra poética destacan: El Cristo de Velázquez y Rosario de sonetos líricos (véase su Antología poética, Espasa-Calpe, Madrid, 2003). Los intentos dramáticos resultan un tanto esquemáticos, pero no dejan de ser interesantes, como: La Esfinge, La venda y Fedra (Castalia, Madrid, 1988). Pero donde Unamuno se muestra con auténtico espíritu renovador es en la novela. Intentó crear relatos cortos donde los dramas existenciales fueran los auténticos protagonistas, prescindiendo de las puestas en escena y las excesivas descripciones. Consciente de que sus novelas eran diferentes, las llamó «nivolas»; así, Niebla, San Manuel Bueno mártir, La tía Tula, Amor y pedagogía… Entre los ensayos y obras filosóficas, no hay que perder la oportunidad de leer: En torno al casticismo, Vida de Don Quijote y Sancho, Del sentimiento trágico de la vida, La agonía del Cristianismo… Para penetrar en su vida más íntima hay que leer su Diario íntimo, aparecido en 1970. Todas estas obras se pueden encontrar en diversas ediciones, por ejemplo, en la Biblioteca Miguel de Unamuno de Alianza Editorial.
Unamuno maneja un concepto de verdad que podríamos llamar «subjetivo». «La fórmula química —dice en su Diario íntimo— es verdadera, más bien es racional, pero no es verdad.» Quizá para entender la verdad unamuniana lo mejor será poner un ejemplo; mejor aún, leer el ejemplo que él mismo pone en su novela Niebla. Augusto Pérez, el protagonista, le cuenta a su amigo, Víctor, la leyenda del fogueteiro portugués: «Pues el caso es que había en un pueblo portugués un pirotécnico o fogueteiro que tenía una mujer hermosísima, que era su consuelo, su encanto y su orgullo. Estaba locamente enamorado de ella, pero aún más era orgullo. Complacíase en dar dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la paseaba consigo diciéndoles: “¿Veis esta mujer? ¿Os gusta? Sí, ¿eh? ¡Pues es mía, mía sola! ¡Y fastidiarse!”. No hacía sino ponderar las excelencias de la hermosura de su mujer, y hasta pretendía que era la inspiradora de sus más bellas producciones pirotécnicas, la musa de sus fuegos artificiales. Y hete que una vez, preparando un de éstos, mientras estaba, como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para inspirarle, se le prende fuego la pólvora, hay una explosión y tienen que sacar a marido y mujer desvanecidos y con gravísimas quemaduras. A la mujer se le quemó buena parte de la cara y del busto, de tal manera que se quedó horriblemente desfigurada; pero él, el fogueteiro, tuvo la fortuna de quedarse ciego y no ver el desfiguramiento de su mujer. Y después de esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer y ponderándola a todos y caminando al lado de ella, convertida ahora en su lazarilla, con el mismo aire y talle de arrogante desafío que antes. “¿Han visto ustedes mujer más hermosa?”, preguntaba, y todos, sabedores de su historia, se compadecían del pobre fogueteiro y le ponderaban la hermosura de su mujer» (Niebla, cap. XXII).
Luciano González Egido, en la obra ya citada (Agonizar en Salamanca: Unamuno, julio-diciembre de 1936, Tusquets, Barcelona, 2006), nos dice que el día que murió Unamuno era jueves y nevó. Fue el 31 de diciembre de 1936. Su última aparición en público tuvo lugar el 12 de octubre del mismo año en el Paraninfo de la Universidad. Allí arremetió contra Millán Astray, fundador de la Legión, con estas palabras: «Venceréis, pero no convenceréis». «Aquella misma tarde —escribe González Egido— fue expulsado del Casino, destituido como rector y removido como concejal.» Aquella «vieja osamenta soez», como le llamara el alcalde Prieto Carrasco, se recluyó en su casa hasta su muerte.