Explorador del inconsciente
Durante la modernidad, la humanidad sufrió tres grandes humillaciones: la primera vino de la mano de la cosmología, la segunda de la biología y la tercera de la psicología. En el siglo XVI, Copérnico demostró que la Tierra no era el centro del universo; en el XIX, Darwin colocó al hombre en el final de una rama del árbol de la evolución; en el XX, Freud trató de «demostrarle al yo que ni siquiera es dueño de su propia casa» (Roger Trigg). Estos tres golpes fueron difíciles de encajar porque iban directos a las narices narcisistas del ser humano. Sobre todo el último, por ser el más reciente, duele todavía. Antes de Freud, casi todos los pensadores habían identificado la vida psíquica con la vida consciente; él lo pone en duda: la conducta humana tiene que ver más con las entrañas del inconsciente que con la lucidez de la razón.
Aunque la figura de Sigmund Freud (1856-1939) pertenezca propiamente a la psicología, bien podemos incluirla dentro de esta historia de narices porque fue uno de los que con mayor ímpetu metió las suyas en los secretos de la mente humana. La teoría freudiana del psicoanálisis, que comenzó siendo un método psicoterapéutico de las neurosis, se fue transformando poco a poco en toda una interpretación antropológica y filosófica del hombre. Bien se puede decir que el doctor Freud realizó la primera endoscopia psicológica al ser humano.
Sigmund Salomon Freud nació en Freiberg (Moravia, en la República Checa actual) en 1856. Muy pronto su familia se trasladó a Viena, ciudad donde transcurrió casi toda su vida, hasta que se vio obligado a huir a Londres para eludir la persecución nazi. Allí murió aquejado de un cáncer de mandíbula en 1939. Sus obras más importantes son: La interpretación de los sueños (1900), Tótem y tabú (1913) y El malestar en la cultura (1930), entre otras.
El punto de partida de la investigación llevada a cabo por Freud es la diferenciación entre dos planos de la vida anímica: consciente e inconsciente. Aunque parezca mentira, el inconsciente es mucho más extenso e importante que el consciente, que sólo despunta como la superficie de un iceberg. Nuestra parte consciente es lo que llama yo, mientras que la inconsciente está compuesta por el ello y el superyó.
El ello aporta la energía psíquica instintiva e inconsciente, que adquiere posteriormente la forma de apetitos que deben ser satisfechos y que es, por definición, incognoscible. Dentro de este sistema hay dos grandes fuentes de energía: la libido, instinto de la sexualidad o Eros, y thánatos, instinto destructivo, incorporado posteriormente por influencia de Jung. La libido está motivada por el principio del placer, que consiste en la búsqueda instintiva del placer sexual. Toda actividad psíquica tiene como objeto procurar el placer y evitar el dolor. Lo que se busca es que las necesidades instintivas sean inmediatamente satisfechas.
El yo, en cambio, actúa según el principio de la realidad. Es la instancia que se da cuenta de la necesidad de renunciar a la satisfacción inmediata que demanda el ello, es decir, que es mejor distanciar la adquisición del placer, soportar, por tanto, determinados dolores y renunciar a ciertas fuentes de gozo, para alcanzar de una manera más equilibrada y segura un placer más estable.
Por su parte, el superyó es el sistema del psiquismo humano que deriva inconscientemente del yo. El carácter censor, desnaturalizado y artificial de este último provoca una instancia superior que viene a justificar la represión por parte de la conciencia y le otorga unas finalidades morales. Este sistema produce el ideal del yo y la conciencia moral. El ideal del yo se va formando en los primeros años de la vida mediante todo lo que refleja el actuar de los padres y de la sociedad. De esta manera, el ideal del yo se va conformando como resultado de todo aquello que los padres y la sociedad aprueban. La conciencia moral, en cambio, surge de la condena de los padres y de la sociedad a todo lo que es moralmente ilícito. Por tanto, así como el ideal se forma por medio de recompensas, la conciencia tiene su origen en los castigos.
En la formación de la conciencia del niño desempeña un papel fundamental el complejo de Edipo. Freud toma el nombre de la tragedia de Sófocles, Edipo rey, quien está destinado a matar a su padre y casarse con su madre. Este mito de la Antigüedad le sirve a Freud para explicar un tipo de complejo muy común, según él, y muy representativo de la influencia de lo inconsciente en la conducta humana. El niño en la etapa fálica —entre los 3 y los 5 años— comienza a sentir impulsos sexuales hacia su madre y, como consecuencia, sentimientos de odio (celos) hacia el padre, a quien ve como un verdadero rival. El niño siente miedo de desarrollar estos dos instintos, el incestuoso, por una parte, y el parricida, por otra, y acaba reprimiéndolos. Cuando la represión culmina, el complejo desaparece. Ahora, el niño se identifica con el padre o la madre, según el que haya influido más, y abraza sus valores, tanto estéticos como morales y religiosos. Estos valores conformarán su superyó. (En la niña se da el complejo de Electra).
Los conflictos internos que afligen al ser humano son el resultado de la acción censora del yo cuando reprime los impulsos del ello siguiendo los criterios del superyó. De esta forma surge el estado de angustia. Para reducirlo tenemos diversos mecanismos de defensa, que hacen que el sujeto se engañe a sí mismo respecto de sus objetivos reales. Entre estos mecanismos destaca la represión y la sublimación. El primero consiste en rechazar los recuerdos de experiencias negativas o simplemente molestas. La sublimación es la sustitución, por un objeto admitido por el superyó o socialmente aceptado, de un impulso que no se puede satisfacer directamente.
Este último mecanismo resulta decisivo en la doctrina psicoanalítica, ya que explica no sólo una gran cantidad de fenómenos psíquicos, como el complejo de Edipo, sino porque representa el concepto que mejor define, según Freud, la conducta humana. Mediante la sublimación queda reducida toda dimensión de la vida humana al instinto sexual: cualquier deseo, intención o aspiración del hombre no es otra cosa que una sublimación del apetito sexual. Al no disponer de cantidades ilimitadas de energía psíquica, estos mecanismos nos sirven para canalizarla hacia objetos diferentes al sexual, como es la formación de la sociedad y la creación de la cultura.
En Tótem y tabú, Freud expone el origen de la familia mediante el relato de «la muerte del padre». En la horda primitiva, el padre, violento y celoso, posee a todas las hembras y expulsa a los hijos porque los ve como rivales que pueden acabar con su monopolio sexual. Pero un día los hijos desterrados se reúnen y resuelven matar entre todos al padre y comérselo. Tras la «comida totémica», surge también la rivalidad entre ellos y un profundo sentido de culpabilidad que se salda con la sustitución del «primer padre» por un símbolo, un tótem, y la instauración de los tabúes básicos, entre ellos, el más importante: la prohibición del incesto. De esta manera, surge la exogamia, la religión y la norma ético-jurídica que conforman la sociedad.
El superyó actúa como censor de la libido y somete al ser humano a la sociedad y a la cultura. Cuando los impulsos aparecen, la sociedad y la cultura, es decir, el superyó, obligan al yo a reprimirlos. Entonces el yo se siente culpable. A costa de este sentimiento de culpabilidad, la sociedad y la cultura progresan y van poniendo más y más restricciones a las tendencias sexuales, al deseo de poder y al instinto de agresión. Pero los hombres no pueden tolerar el grado de represión que la sociedad les impone, por lo que se sienten irremediablemente frustrados. El resultado es, como afirma Freud, una sociedad neurótica que vive en una lucha constante entre las fuerzas del instinto y la represión del superyó. El hombre primitivo era más feliz que nosotros porque menos cultura significa menos represión, y menos represión, más felicidad.
Para meter las narices…
Las obras de Sigmund Freud se encuentran en Alianza Editorial. Por ejemplo, La interpretación de los sueños, Introducción al psicoanálisis, Psicopatología de la vida cotidiana, Tótem y tabú, El yo y el ello, Sexualidad infantil y neurosis, El malestar en la cultura, Escritos sobre la histeria.
Freud influyó mucho en la historia del siglo XX, no sólo en el ámbito de la psiquiatría o la filosofía, sino también en el cine (Alfred Hitchcock, Woody Allen) y en el arte, como inspirador del surrealismo (Salvador Dalí, André Masson, Max Ernst). Resulta que su nieto, Lucian Freud (nacido en Berlín en 1922), es pintor y, aunque comenzó siendo surrealista, su pintura se caracteriza por un realismo muy detallado y, quizá por influencia de su abuelo, de gran penetración psicológica.
Desde el punto de vista exclusivamente psicológico, hoy por hoy el psicoanálisis en estado puro apenas tiene seguidores. La psicología ha evolucionado como ciencia y ha pasado por diversas corrientes: conductismo, humanismo, cognitivismo, psicología social… Algunos especialistas, como J. Berze, han puesto de manifiesto que la terapia psicoanalista no actúa en el sentido de una terapia causal, sino que sus mayores logros se deben al componente que tiene de terapia de sugestión. El paciente, por el hecho de entregarse al tratamiento psicoanalítico, pone ya de manifiesto una disposición favorable. Esta sugestión positiva logra por sí misma gran parte de los fines propuestos. Es como la falsa pluma mágica gracias a la cual voló el entrañable Dumbo. Ese tipo de sugestión lo comprobamos cuando contamos un problema a un amigo: sólo por el hecho de ser escuchado y poder manifestar lo que se siente, parece que uno «se ha curado». Es el efecto placebo de la psicología.
Las investigaciones de Freud fueron acogidas con entusiasmo por unos y con recelo por otros. Como ocurre con todo renovador, atacarlo resultó fácil. Más complicado fue presentar una alternativa consistente a la pronto incuestionable teoría psicoanalista. Si pretendía estar a la altura, la alternativa debía llegar a las profundidades del ser humano. El primero en intentarlo fue el también vienés Viktor Frankl (1905-1997), quien tras una terrible experiencia en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, propuso su propio método psicoterapéutico: la logoterapia. Frankl pensaba que la raíz de los problemas psicológicos del hombre no está en una frustración sexual, sino que su causa es más profunda; se trata de una frustración existencial o sensación de vaciedad o carencia de sentido de la propia existencia. «Por ello —afirma en El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 2001—, la logoterapia, como terapéutica basada en logos, busca devolver al paciente el sentido de su propia existencia mediante un adecuado tratamiento orientador.» Para lograrlo, el psicólogo sondea la vida y los valores del paciente, analiza su existencia concreta, personal; en definitiva, emprende un análisis existencial. Este análisis será el punto de partida para transformar al enfermo en un «hombre en busca de sentido», porque no se trata de imponerle un sentido a su existencia, sino de que él llegue a una autoexplicación de su propio ser personal.
Peter Singer, para poner de manifiesto la diferencia entre el psicoanálisis de Freud y la logoterapia de Frankl, resume la anécdota que refiere el propio Frankl en su libro El hombre en busca de sentido (pp. 144-147) de esta forma: «Viktor Frankl, un psicotera peuta no freudiano, cuenta que un diplomático norteamericano fue a verlo a su clínica de Viena, solicitando continuar el análisis que había iniciado cinco años antes en Nueva York [con un psicoanalista], Frankl preguntó al diplomático por qué había comenzado a analizarse, y el diplomático le dijo que se había sentido descontento con su carrera, pues le resultaba muy difícil apoyar la política exterior norteamericana de aquella época. Su analista freudiano había respondido a esto diciéndole que el problema era que el gobierno norteamericano y sus superiores no eran sino imágenes paternas, que estaba insatisfecho con su trabajo porque, inconscientemente, odiaba a su padre. Así que la solución del analista era que el paciente debía tomar conciencia de los sentimientos inconscientes que experimentaba hacia su padre, y que debía intentar reconciliarse con él. Frankl estuvo en desacuerdo. Llegó a la conclusión de que el diplomático no necesitaba en absoluto someterse a psicoterapia. Simplemente era desdichado porque no le encontraba sentido a su trabajo. Así que Frankl le sugirió que cambiara de empleo. El diplomático siguió el consejo. Disfrutó de su nueva carrera desde el principio, y cuando Frankl volvió a verlo cinco años más tarde, seguía disfrutando de ella» (Ética para vivir mejor, Ariel, Barcelona, 1995).
La validez global de la teoría de Freud plantea un problema irresoluble: ¿es fruto de la racionalidad humana de la que, según sus planteamientos, debemos desconfiar, o está sujeta a motivos ocultos de nuestro inconsciente? Sea como fuere, no cabe duda de que, como afirma Roger Trigg, «ningún pensador del siglo XX ha tenido tanta influencia sobre nuestra forma de percibirnos a nosotros mismos y a los demás. Algunos términos técnicos del psicoanálisis son hoy parte de nuestro vocabulario cotidiano. Después de Freud, la naturaleza humana ya nunca volverá a parecer la misma» (Concepciones de la naturaleza humana, Alianza, Madrid, 2001, p. 237).
Para conocer mejor la personalidad del padre del psicoanálisis nada mejor que la obra de un discípulo cercano como fue Ernest Jones: Vida y obra de Sigmund Freud (Anagrama, Barcelona, 2003).