El utilitarismo es útil
El retrato de George Frederic Watts nos muestra a un anciano John Stuart Mill con la mirada taciturna y el rostro demacrado por una vida dura y comprometida. Fue hijo de James Mill, quien se encargó personalmente de su instrucción, especialmente, de ciencias útiles, nada de metafísicas ni de ideas religiosas, que a la postre no hacen más que complicarnos la vida. A los dieciséis años, el brillante adolescente fundó una «Sociedad Utilitarista» que duró hasta la grave crisis intelectual y depresiva que sufrió a los veinte años. Parece que la educación paterna había llenado su cabeza, pero no su corazón. Salió de la crisis y comenzó su actividad como escritor: se convirtió así en el heredero oficial del utilitarismo. Después se enamoró de Harriet Taylor, pero tuvo que esperar veinte años para casarse con ella. Estos acontecimientos marcaron su rostro, especialmente su nariz, que despunta afilada y cansada.
No podemos entender nuestro mundo, las sociedades occidentales, abiertas y democráticas, sin dos principios que formuló y defendió hace siglo y medio John Stuart Mill: el respeto de las libertades civiles y la tolerancia hacia la diversidad de opiniones y creencias. Éstos son los fundamentos del liberalismo moderno que el pensador inglés expuso en su libro Sobre la libertad, publicado en 1859. En aquel momento, el sometimiento del individuo por parte del Estado (y del trabajador por parte de la organización industrial) se estaba convirtiendo en un grave problema social. Ese mismo año, Karl Marx publica su Contribución a la crítica de la economía política, donde expone su materialismo histórico y las principales ideas de lo que sería el marxismo. También en 1859 ve la luz El origen de las especies de Charles Darwin, obra fundamental que iniciará la teoría evolucionista.
John Stuart Mill (1806-1873) parte del nominalismo y el empirismo. Contra la lógica tradicional, que era deductiva, propone que la nueva lógica sea inductiva, es decir, que en vez de partir de axiomas universales de los que se deduce la necesidad de los casos particulares, todo razonamiento debe partir de los casos particulares y sólo por inducción llegar a lo general. Todos los principios de la lógica son generalizaciones sugeridas por la observación de los hechos particulares. Su evidencia radica en la experiencia. Esto significa que el principio de no contradicción, por ejemplo, no es una ley a priori, sino, como los otros axiomas, una de las primeras y más familiares generalizaciones de la experiencia. La influencia de Hume es patente.
Así como el mundo exterior está regido por leyes físicas, los hechos de conciencia están regidos por leyes psicológicas. Es decir, que a partir del carácter y la disposición de un individuo, se puede inferir infaliblemente la manera en que obrará, y si conociéramos a fondo todas las influencias a las que está sometido, podríamos prever su conducta con la certeza de un acontecimiento físico («determinismo del carácter»).
La ciencia que estudia el carácter se llama etología. Pero esta necesidad que rige las acciones humanas no es fatalidad, no suprime la libertad, porque, según Mill, el ser humano puede resistir a la coacción exterior que se ejerce sobre la acción, aunque ésta suceda invariablemente. La libertad consiste en esta inmunidad ante la imposición exterior.
Pero a Mill no le interesa el concepto filosófico de la libertad como libre albedrío, sino lo que él llama libertad social o civil. A ella dedica el ensayo Sobre la libertad, es decir, sobre «la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo». Su doctrina se funda en dos máximas:
— | Primera máxima: el individuo no debe rendir cuentas a la sociedad por sus actos en cuanto éstos no afecten los intereses de ninguna otra persona, sino sólo los suyos. |
— | Segunda máxima: el individuo es responsable de los actos perjudiciales para los intereses de los demás y puede ser sometido a un castigo legal o social si la sociedad considera que tal castigo es necesario para su protección. |
La comunidad, por tanto, no tiene derecho a coaccionar al individuo simplemente por el propio bien de éste. Sin embargo, Mill apunta que esta limitación se refiere a individuos adultos, no a los niños, ya que a estos últimos hay que protegerlos, no sólo de ser perjudicados por los demás, sino también de que se perjudiquen a sí mismos. La comunidad no puede obligar a los padres a enviar a sus hijos a escuelas del Estado, pero sí a que se preocupen por su educación. En el caso de que no puedan costear su educación, entonces el Estado debe acudir en su ayuda.
En fin, la comunidad no debe intervenir en la justa libertad del individuo, a no ser que ésta atente contra la libertad de los demás miembros de la comunidad. De cualquier forma, al final de su vida, Mill aceptó un cierto grado de control estatal de la distribución de la riqueza, que tiene más de socialismo que de liberalismo radical.
Por libertades (liberty), Mill no entendía simplemente la ausencia de control externo; él se refería con más propiedad a la libertad (freedom) de desarrollarse uno mismo en cuanto ser humano en el sentido total hacia la felicidad. En ese sentido, a la comunidad le incumbe eliminar obstáculos para que el individuo se desarrolle en libertad, porque la sociedad será tanto más rica cuanto más libremente se desarrollen sus individuos. Sin embargo, como es lógico, esta eliminación de obstáculos implica una legislación social, pues «el individuo no debe convertirse en un perjuicio para los demás».
Dicho de otra manera: cuando la civilización se ha desarrollado hasta un cierto punto, el principio de utilidad exige que el individuo disfrute de plena libertad, excepto de la libertad de hacer daño a los demás.
John Stuart Mill observa que gran parte de las doctrinas morales, desde Epicuro hasta Bentham, se fundan en el principio de utilidad o de mayor bienestar. Tal principio mantiene que las acciones son buenas si proporcionan bienestar y malas si reportan desdicha. El bienestar o felicidad consiste en el placer o ausencia de dolor, mientras que la desdicha, en el dolor o ausencia de placer. Hasta aquí, sigue a Bentham, pero añade que el utilitarismo no es una filosofía del egoísmo, porque no se trata de alcanzar la máxima felicidad particular del agente, sino la medida mayor de felicidad del conjunto. La felicidad no es meramente un bien, sino el bien: el único fin último que todos desean y buscan. Todos los demás bienes se quieren como medios para tal fin, aunque por asociación podemos, por ejemplo, tener el dinero o la virtud como fin, ya que los asociamos con lo que producen, es decir, el placer. El avaro comienza queriendo el dinero porque con él puede ser feliz; sin embargo, suele ocurrir que la mente asocia lo que es un medio (tener dinero) con lo que es un fin (la felicidad) y entonces el dinero se convierte para el avaro en un fin en sí mismo, porque lo ha asociado a la felicidad.
Mill añade también al pensamiento de Bentham que lo importante no es tanto conseguir una mayor cantidad de placer, sino una mayor calidad. No se trata de conseguir muchos placeres sensuales, sino de lograr la felicidad. En este sentido afirma: «Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho».
Bentham había mantenido que el único criterio para discernir entre los placeres era el placer mismo, por lo que la única diferencia que encontró entre los diversos placeres es la cantidad. Mill, por su parte, para poder distinguir los placeres cualitativamente debe introducir un criterio diferente: ese criterio es el de la naturaleza humana. Utilidad, entonces, debe entenderse en su sentido más amplio, basada en los intereses permanentes del hombre en cuanto ser que progresa. El autor inglés no da cuenta clara de lo que entiende por naturaleza humana, sino que afirma: «El fin del hombre es el desarrollo más alto y más armonioso de sus potencias hacia un conjunto completo y consistente». Lo que tiene claro es que no existe una naturaleza humana inmutable, igual en todo tiempo y lugar, como no existe una verdad contenida en una ley natural o revelada en un libro sagrado.
El hombre tiene derecho a ser feliz y la colectividad el deber de garantizarle los medios para conseguirlo. Esto significa que el principio del utilitarismo no sólo incluye la utilidad o felicidad individual, sino también la utilidad social o interés general (simpatía). El individuo no consigue su propia felicidad real más que como ser social, como miembro de la sociedad. La felicidad general se relaciona con mi felicidad como el todo con la parte; por tanto, al desear la felicidad general estoy deseando mi propia felicidad. Por asociación de ideas puedo desear la felicidad general sin tener en cuenta la mía: esto es el altruismo. Emile Bréhier lo dice así: «El motivo único de la conducta sigue siendo el egoísmo; si parece ser de otro modo, si el hombre se dedica a los demás sin que redunde en beneficio suyo, es porque el acto altruista, que era inicialmente un medio para satisfacer el egoísmo, se ha convertido en un fin al olvidarse de su motivo; es lo que se llama una transferencia; así, en la avaricia, la acumulación de riquezas no es ya un medio para el disfrute, sino un fin en sí» (Historia de la filosofía, II, Tecnos, Madrid, 1988, pp. 481-482).
El principio de utilidad cuenta con todas las sanciones, normas o motivos de cualquier otro sistema moral. Dichas sanciones pueden ser externas o internas. Las externas se refieren a la esperanza de conseguir el favor o el rechazo de nuestros semejantes o del Regidor del Universo y a los sentimientos que generan. Respecto a la sanción interna del deber, es decir, a lo que nos obliga a obrar de una manera correcta, Mill dice que siempre es la misma: un sentimiento en nuestro propio espíritu. Cuando este sentimiento se relaciona de modo desinteresado con la idea pura del deber, constituye la esencia de la conciencia. Si contravenimos este sentimiento probablemente reaparecerá posteriormente en forma de remordimiento.
En conclusión: el fundamento firme de la moral utilitarista hay que buscarlo en «los sentimientos conscientes de la humanidad», como el deseo de estar unidos a nuestros semejantes. Pero los sentimientos morales no son innatos, sino adquiridos, aunque no por ello son menos naturales. La facultad moral, si bien no es parte de nuestra naturaleza, es un producto natural de ella. Por eso, estos sentimientos naturales pueden crecer por influencia de la educación y de la civilización en progreso.
John Stuart Mill aplicó los criterios del utilitarismo a la política y la economía en su obra Ensayos sobre algunas cuestiones disputadas en economía política. Como liberal que era, defiende la propiedad privada y el no intervencionismo estatal, aunque se muestra más moderado que sus antecesores, admitiendo cierta intervención, justificada porque los individuos no siempre son capaces de juzgar y actuar por ellos mismos. En el aspecto económico también se debe ceder cierto intervencionismo del Estado, ya que, aunque la producción está regida por leyes naturales, la distribución está sometida a leyes humanas. Una mejor distribución de la riqueza redundará en la mejora de las condiciones de vida y en que las relaciones sociales sean más igualitarias. De cualquier forma, la igualdad total es imposible y además siempre será preferible la libertad.
Para meter las narices…
La obra clave de John Stuart Mill es El utilitarismo (Alianza, Madrid, 2002), un texto asequible y claro. Pero no hay que quedarse sólo con ella, sino que hay que meter las narices también en Sobre la libertad. Los más atrevidos pueden además olisquear los Ensayos sobre algunas cuestiones disputadas en economía política o La utilidad de la religión (todas publicadas por Alianza Editorial).
El pensador inglés nos sorprende con una obra escrita con su esposa Harriet Taylor titulada Ensayos sobre la igualdad sexual (Cátedra, Madrid, 2001), en la que ataca la injusta desigualdad de la mujer respecto al varón. Stuart Mill fue un gran defensor del derecho al voto de la mujer, de tal manera que en 1866 presentó ante el Parlamento británico una petición para que se debatiera el voto de la mujer, pues estaba convencido de que «la subordinación legal de un sexo a otro es injusta en sí misma y es actualmente uno de los grandes obstáculos para el progreso de la humanidad».
Resultan también interesantes su Autobiografía (Alianza, Madrid, 1986) y el libro de Carlos Mellizo, La vida privada de John Stuart Mill (Alianza, Madrid, 1995).