23. SCHOPENHAUER

La voluntad a escena

Schopenhauer

Siempre me han llamado la atención sus pelos despeinados como nubes: le dan un aspecto de filósofo loco y de viejo cascarrabias, y dejan despejada una frente profunda. Parece tener el ceño fruncido, aunque, si nos fijamos bien, su mirada no es dura. La severidad de la cara se debe más a no tener la barbilla levemente alzada, como nos obligan a mantener los fotógrafos cuando nos vamos a retratar, y al hecho de permanecer con los labios casi apretados, cual persona que se niega a hablar. Quizá todo se deba a que las patillas, que buscan sin reparo la comisura de los labios, ponen cerco a una sonrisa imposible. Schopenhauer puso a la voluntad en escena en un mundo regido por la razón, y se dio cuenta de que no podía hacer concesiones a Hegel, sino que tenía que dar un puñetazo sobre la mesa y asumir el papel de aguafiestas.

Arthur Schopenhauer nació en Danzig en 1788. Dedicado en un principio a la profesión mercantil, pronto la dejó para dedicarse al estudio y a la literatura. Tuvo una vida atormentada y se sintió siempre rechazado, especialmente cuando intentó hacer competencia a Hegel en Berlín y fracasó. Esto produjo en él un sentimiento de resentimiento contra «Hegel y su tropa», como él mismo decía, que queda reflejado en sus escritos. Sus obras más importantes son: La cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1813), El mundo como voluntad y representación (1819) y Parerga y Paralipómena (1851). Murió en 1860.

«El mundo es, por una parte, representación y nada más que representación; por otra, voluntad y nada más que voluntad.» Schopenhauer desglosa el mundo en dos mitades: en su cara exterior, fenoménica, el mundo es representación, un conjunto de fenómenos ordenados en el espacio y el tiempo; en su cara interior, nouménica, es voluntad, espontáneo instinto de vida. Ambas caras, sin embargo, confluyen y se funden en el sujeto, único y verdadero artífice del mundo.

Esta dualidad del mundo se manifiesta, en primer lugar, en el cuerpo. El sujeto percibe que todo acto de su voluntad es, al mismo tiempo, un movimiento de su cuerpo: son dos estados diferentes de la misma realidad. La acción del cuerpo es la voluntad objetivada, la voluntad hecha visible. Extrapolando esta conclusión se llega a que toda la realidad exterior no es sino representación fenoménica de la voluntad, su objetivación. Dicho de otra manera, la voluntad, por tanto, «designa lo que constituye el ser en sí de todas las cosas del universo y el núcleo exclusivo de todo fenómeno».

La voluntad, que es única en todos los seres, se encuentra individualizada en el mundo fenoménico gracias al «principium individuationis». Ello explica que la voluntad, una e indivisa, esté presente como voluntad de vivir en el infinito número de seres, hombres, vivientes e incluso seres inorgánicos, pues ese «impulso inconsciente, ciego e irresistible», como lo llama el propio Schopenhauer, se plasma en toda la naturaleza orgánica e inorgánica, en la fuerza gravitatoria, en las reacciones químicas, en la atracción de los imanes, en el instinto animal y, por fin, en el hombre, donde adquiere «conciencia de su querer y de aquello que quiere, que no es otra cosa que este mundo».

La conciencia del hombre, la forma más perfecta de objetivación de la voluntad, descubre el radical sinsentido de una existencia que nunca hubiera debido haber sido. Por haber turbado inútilmente el sosiego de la nada, la voluntad se ve obligada a fragmentarse en millones de individualidades que luchan entre sí porque desconocen que son una sola voluntad. Esa lucha por la vida, ese deseo incontrolable por vivir, provoca un dolor que sólo se hace consciente en el hombre.

Ese impulso ciego obliga al hombre a desear cosas que le parecen agradables, pero que, a la postre, no hacen sino aumentar la insatisfacción. De ahí que Schopenhauer escriba en su ensayo El amor, las mujeres y la muerte que «la vida del hombre oscila como un péndulo entre el dolor y el hastío. Tales son, en realidad, sus dos últimos elementos. Los hombres han expresado esto de una manera muy extraña. Después de haber hecho del infierno la morada de todos los tormentos y de todos los sufrimientos, ¿qué ha quedado para el cielo? El aburrimiento precisamente».

La única salida que tiene el hombre es negar la voluntad de vivir, causa del dolor y hastío. «El delito mayor del hombre es haber nacido»; por eso, la única salvación consiste en seguir el camino anunciado por Buda: el retorno a lo no nacido, a la nada, única salvadora del dolor de la existencia.

Esa vuelta a la nada ha sido interpretada a veces como una forma de suicidio; sin embargo, el suicidio no soluciona nada, porque el suicida, lejos de negar la voluntad de vivir, la afirma enérgicamente, pues, en el fondo, ama la vida. Con la destrucción de su cuerpo no renuncia a la voluntad de vivir, sino solamente a su vida concreta.

Algunos han encontrado la solución en «supersticiones religiosas», como si haber creado el mundo y todo su dolor hubiera sido una buena idea. Schopenhauer se escandaliza ante «un dios como ese Jehová, que por su capricho y con ánimo alegre —son sus palabras— produce este mundo de miseria y de lamentaciones». ¡Qué diferente el punto de vista budista! Para el budismo el mundo surge por un trastorno inexplicable del eterno reposo del Nirvana, al que hay que volver mediante la penitencia.

A esta visión del mundo se acerca la actitud estoica, que acepta de forma imperturbable y serena los dolores y reveses de este mundo y, sobre todo, acepta la muerte como un destino deseable. Sin embargo, el estoicismo no acaba de negar del todo la voluntad de vivir, pues la muerte sólo nos despoja de nuestro yo fenoménico, de la voluntad individualizada.

La meta final debe ser la anulación de la voluntad de vivir en su esencia, lo cual sólo se produce en la inmersión del yo individual en la voluntad del Todo por medio de la muerte. La muerte no es, en este sentido, nada más que un medio para sumergir la voluntad en la nada del nirvana budista, donde desaparece el principium individuationis y se llega a la completa anulación de la voluntad de vivir. La conclusión es clara: «No hay verdadera salvación ni redención de la vida y del dolor sin una completa negación de la voluntad».

Pero el tenebroso pesimismo de Schopenhauer se ilumina fugazmente con la obra de arte. En la contemplación estética, el sujeto se olvida de sí como individuo y se libera de todo lo que le liga a la voluntad. Esto es debido a que el arte le hace mirar las cosas de manera distinta, con otra mirada que no es la de la vida cotidiana ni la de la ciencia. Unicamente la intuición estética penetra la realidad y capta la verdadera naturaleza de las cosas. Kant decía que lo bello agrada sin interés, y Schopenhauer, que sigue al de Königsberg a su manera, ve en ese desinterés un «sin voluntad». En la contemplación estética, el sujeto se sumerge en la belleza y se olvida de sí, de su individualidad, de su propio querer. Pero la contemplación estética produce una liberación sólo momentánea. Por eso, la salvación definitiva no vendrá por el camino del arte, sino por el de la ética ascética.

Esta ética no pretende dar preceptos, sino sólo pasar de la virtud al ascetismo. El primer paso hacia la ascesis definitiva de negación de la voluntad de vivir es «la castidad completa y voluntaria». Para Schopenhauer, la castidad absoluta libera de la primera manifestación de la voluntad de vivir que es el impulso de la generación. La pobreza voluntaria, la resignación, la aceptación humilde de las mayores ignominias y, en fin, las mortificaciones voluntarias, compondrán el conjunto de los ejercicios del asceta, tendentes a la destrucción del fenómeno de la existencia. De esta manera, se habrá preparado el camino para que la muerte destruya definitivamente el fenómeno de la voluntad ya quebrantada.

Schopenhauer se empeñó en destronar a la razón y llamó a la voluntad a escena. No quiso someterse al optimismo oficial de la filosofía de Hegel, lo que le costó ser silenciado en los círculos cultos del pensamiento europeo. A partir de ahora, la voluntad adoptará un papel protagonista. Lo veremos en el vitalismo de Nietzsche, donde la voluntad schopenhaueriana se convierte en voluntad de voluntad, en afirmación absoluta, altiva y atrevida de lo vital.

Para meter las narices…

Sugiero empezar por un libro de bolsillo: El amor, las mujeres y la muerte (Edaf, Madrid, 1993). Se trata de una reunión de diez ensayos y «algunos opúsculos», donde Schopenhauer habla de manera casi aforística de temas tan dispares como los que indica el título, además del dolor, el arte, la moral, la religión, la política, la sociedad y el carácter de los pueblos.

Después de este aperitivo, el paladar está preparado para las dos obras fundamentales: El mundo como voluntad y representación (2 vols., Trotta, Madrid, 2004 y 2005) y Sobre la voluntad en la naturaleza (traducido por Miguel de Unamuno, Alianza, Madrid, 2003).

Tras tan suculento banquete, se aconseja un postre ligero, como Parerga y Paralipómena (RBA, Barcelona, 2003), El arte de tener razón o El arte de insultar (ambos en Alianza, Madrid, 2002 y 2005).

Schopenhauer fue el primer filósofo occidental que se tomó en serio el pensamiento oriental. Creía que éste podría orientar a aquél en cuestiones radicales, como el sentido del sufrimiento, la función del deseo y el origen del mal en el mundo. Por eso, quiso combinar el pensamiento de Kant con la filosofía hindú. No en vano tenía en su cuarto de estudio una estatua de Buda junto a la de Kant.

Cuando contaba treinta años, Arthur Schopenhauer publicó El mundo como voluntad y representación, convencido de haber escrito una obra maestra; sin embargo, la edición pasó totalmente desapercibida. Sólo al final de su vida tuvo el reconocimiento que se merecía. En su época de profesor en Berlín, osó anunciar sus clases a la misma hora que las de Hegel: como era de esperar, él tuvo que cambiar su horario.

Siendo adolescente realizó un viaje por Europa con sus padres. Tras el viaje, su padre murió, probablemente suicidado, y él intentó continuar con los negocios familiares. Pero los abandonó para dedicarse al estudio. Entre otras cosas estudió el idioma castellano y tradujo el Oráculo manual de Baltasar Gracián. Sabemos que leyó el Examen de ingenios para las ciencias, de Juan Huarte de San Juan, al que utiliza para apoyar su misoginia: «Rehúsa Huarte a las mujeres toda capacidad superior», escribe en El amor, las mujeres y la muerte (Edaf, Madrid, 1993, p. 97).

La verdad es que Schopenhauer no sólo era misógino, sino que también se convirtió en un viejo gruñón, malhumorado e insociable, que se entendía mejor con su perrito Butz que con el resto de los hombres. Tanto desprecio sentía por la humanidad que cuando quería regañar a su perro le gritaba «¡Humano!», y el pobre chucho salía corriendo con el rabo entre las piernas.

Al comienzo de su ensayo El mito de Sísifo (Alianza, Madrid, 1995, p. 15), Albert Camus declaraba que «no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». ¿Estaría el autor francés pensando en Schopenhauer?