Nariz ilustrada
El doctor Wilhelm Gottlieb Kelch fue testigo de los últimos momentos de la vida de Kant y nos dice que después de su muerte se le rasuró la cabeza, y bajo la dirección del profesor Knorr se sacó en yeso un molde, no solamente de la máscara, como era costumbre, sino de la cabeza entera, con el designio, a lo que parece, de enriquecer la colección craneológica del doctor Gall. Franz Joseph Gall (1758-1828) fue el inventor de la frenología, posteriormente llamada craneología. Esa seudociencia pretendía deducir de la forma del cráneo el carácter, las funciones mentales y las cualidades intelectuales de una persona. Seguramente, el doctor Gall quería comparar la cabeza ilustrada de Kant con otras menos ilustres para explicar comportamientos delictivos o psicóticos. Quizá si se hubiera decidido a comparar los moldes de las narices, el médico alemán se nos habría adelantado en esta insólita investigación.
«La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad.» Ésta es la definición de un pensador ilustrado: el muy ilustre Immanuel Kant, el profesor prusiano que nació, vivió, enseñó y murió en Königsberg (1724-1804). El hombre ha permanecido hasta ahora (hasta el siglo XVIII, el Siglo de las Luces) bajo tutela, en la edad de la infancia, sin atreverse a pensar de manera autónoma. Pero él mismo es culpable de su propio complejo de inferioridad por no haberse atrevido a servirse de su razón. Ahora, la época de las luces le permitirá abandonar su minoría de edad y comenzará a pensar por sí mismo. Sapere aude! ¡Atrévete a pensar!, éste es el lema de la Ilustración.
Para poder acceder a la mayoría de edad, para conseguir la emancipación, se necesita libertad, pero entendida como la capacidad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón. El uso público o ilustrado de la razón previene contra el dogmatismo y contra la actitud sumisa a la autoridad. Sin embargo, encuentra muchos frentes reaccionarios: «Ahora bien —escribe Kant—, por todas partes escucho dar gritos: ¡no razonéis! El oficial dice: ¡no razonéis, sino haced instrucción! El consejero de finanzas: ¡no razonéis, pero pagad! El eclesiástico: ¡no razonéis, pero tened fe!». Ante tal sumisión, Kant y todos los ilustrados proponen, con el fin de garantizar el progreso de la humanidad, llevar a cabo un uso crítico de la razón.
El destino de la humanidad es progresar, es decir, «avanzar en la Ilustración». Por tanto, nadie debe eludir la Ilustración, sino que tiene el grave deber de contribuir al progreso. Renunciar a la Ilustración significa, nada más y nada menos, que «violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad». A juicio de Kant, el primer paso que debe dar esta época de Ilustración es prescindir de todos los «prejuicios» en materia de moral y religión. Así, aparece como primer frente la religión y la moral, entendidas como frutos de un «estado de rusticidad» que urge abandonar. Como definirá en la Crítica del Juicio: «La liberación de la superstición se llama Ilustración». Se trata de un «pensar libre de prejuicios» que logre la plena «autonomía de la razón».
Para sacar al hombre de su minoría de edad, la nariz ilustrada de Kant llevará a cabo una crítica de la razón, teniendo como modelo la ciencia newtoniana. Si observamos los juicios científicos, nos percatamos de que no son ni sólo analíticos (universales y necesarios, independientes de la experiencia y formulados a priori) ni sólo sintéticos (contingentes, dependientes de la experiencia y a posteriori), ya que de ser así la ciencia estaría compuesta por verdades universales y necesarias, pero no podría progresar, o su progreso carecería de la universalidad y necesidad que requiere todo saber que pretenda ser científico. Pero la realidad es que la ciencia progresa y sus leyes tienen validez universal. ¿Cómo se puede explicar esto? Porque existe un tercer tipo de juicios que serían una mezcla de estos dos y que Kant llama «juicios sintéticos a priori». Son juicios que tienen un correlato en la experiencia, pero que gozan también de un elemento a priori o trascendental, que es el que les dota de la validez universal que no es capaz de otorgar la experiencia. Por tanto, la necesidad de las leyes científicas no se puede basar en el hábito o costumbre, como pensaba Hume, sino en el elemento trascendental que produce la facultad humana de pensar.
Kant busca cuál es ese elemento formal o a priori que aporta la facultad humana y que al unirse con las impresiones sensibles (elemento material) hace posible el conocimiento científico de la realidad.
En el conocimiento sensible o sensibilidad, el elemento material viene dado por las impresiones sensibles y el elemento formal por las formas puras o a priori de la sensibilidad, que son: el espacio y el tiempo. Espacio y tiempo son, entonces, «condiciones subjetivas de la sensibilidad», sin ellos no hay conocimiento sensible alguno. En vano los buscamos en el exterior, porque pertenecen a la estructura subjetiva de nuestra sensibilidad. Es como el que usara unas gafas amarillas, sin las cuales no pudiera ver nada, y pretendiera buscar el amarillo fuera de sus propias gafas. Espacio y tiempo son los encargados de ordenar el «caos de sensaciones» que nos llega desde fuera. Es decir, somos nosotros los que, gracias a nuestra facultad de sentir, hacemos posible el conocimiento.
En cierto modo, los pintores impresionistas explican lo que quiere decir Kant: es la mente del espectador la que ordena las pinceladas de color y, por lo tanto, es capaz de ver el cuadro. Si nos acercamos mucho a una obra de Van Gogh, por ejemplo, no veremos sino un caos de pastosas pinceladas, pero si tomamos la distancia oportuna nuestra vista será capaz de «crear» unos dibujos que en la proximidad no estaban. Lo mismo ocurre con el cuadro de Salvador Dalí titulado Gala mirando al mar Mediterráneo que a veinte metros se transforma en el retrato de Abraham Lincoln: de cerca se ve a su amada, de lejos al presidente.
Por tanto, nuestra sensibilidad nos presenta fenómenos, es decir, conocimientos de la realidad después de haber sido filtrada por el espacio y el tiempo. Pero más allá del fenómeno está el noúmeno o cosa en sí, que es incognoscible por definición. Conocemos en la medida en que los objetos se nos manifiestan; pero su realidad íntima —el noúmeno, la cosa en sí—, aunque sabemos que existe, permanece siempre fuera de nuestro alcance.
Una vez creado el fenómeno por la sensibilidad, el entendimiento es capaz de conocer el concepto a partir del objeto de la intuición sensible gracias a las categorías, o formas puras del entendimiento. Es decir, el fenómeno sensible, que era síntesis de la sensibilidad, funciona ahora como elemento a posteriori del entendimiento. La facultad intelectiva pone, por su parte, como elemento a priori, las categorías. Éstas son, según Kant, «conceptos puros que se aplican a priori a los objetos de la intuición sensible como funciones lógicas de todos los juicios posibles». De esta forma tenemos que fenómeno + categorías = concepto. Si no fuéramos capaces de hacer esta suma o, lo que es lo mismo, de convertir los fenómenos en conceptos, no seríamos capaces de pensar ni de hacer ciencia.
Por fin, Kant se pregunta, ya no cómo, sino si son posibles los juicios sintéticos a priori en la Metafísica. La respuesta es negativa. El problema de la Metafísica radica en que se ocupa de noúmenos, por lo cual su conocimiento no puede entrar en el concepto de «ciencia». La Metafísica ha obrado siempre al margen de la experiencia y la Razón ha obtenido sus ideas enteramente a priori, por lo que son llamadas ideas trascendentales. Éstas tienen cierto parentesco con las ideas platónicas por cuanto no se derivan de la experiencia y son arquetipos de lo que existe. Las ideas trascendentales son: el yo, el mundo y Dios, que se corresponden con los tres objetos de la metafísica clásica (psicología, cosmología y teología).
Los problemas de la metafísica son, por tanto, insolubles, pero incesantes. El hombre, como el mítico Sísifo (castigado por Zeus a subir por una montaña una gran piedra, que volvía a caer cuando lograba llegar a la cima), está condenado a plantearse eternamente los mismos interrogantes, sin ninguna esperanza de poder llegar a un conocimiento cierto de ellos. Tratar de conocer el yo, el mundo y Dios, es un esfuerzo vano, pero del cual el hombre no puede sustraerse. El uso teórico de la razón no nos da más opciones, habrá que confiar ahora en su uso práctico. Es este el sentido de la célebre frase: «Tuve que poner límites al saber para dar paso a la fe».
No sé si el lector se habrá percatado de que el planteamiento de Kant supone una auténtica «revolución copernicana» en la relación entre nuestro conocimiento y la realidad. Ya no es la realidad el centro de todo, sino que todo pivota sobre el sujeto pensante. Ahora todo gira alrededor del yo, él fundamenta los juicios sintéticos a priori, él es la referencia y la justificación última de lo real: «Adelantaremos más —dice Kant— en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento, cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre éstos antes de que nos sean dados».
La nariz ilustrada de Kant aplica la crítica de la razón a la moral. Se trata de encontrar una ética totalmente formal, donde el bien y el mal no vengan determinados por la inclinación natural, sino por la razón. El bien no es el que determina y hace posible la ley moral, sino que es la ley moral la que determina y hace posible el bien.
Pero como la voluntad humana no es perfecta, puede ocurrir que no obedezca de manera necesaria e inmediata a la ley de la razón. Por ello, requiere de un mandato formulado en un imperativo. El imperativo de la moralidad lógicamente deberá ser formal o, lo que es lo mismo, un imperativo categórico: «Obra sólo según una máxima tal que puedas al mismo tiempo querer que se torne ley universal».
¿Cómo se entiende este imperativo? Kant lo explica con un ejemplo: «Un hombre se ve apremiado por la necesidad de pedir dinero prestado. Sabe perfectamente que no podrá pagar, pero también sabe que nadie le prestará nada si no promete formalmente devolverlo en determinado tiempo. Siente deseos de hacer tal promesa, pero aún le queda conciencia bastante como para preguntarse: ¿no está prohibido, no es contrario al deber salir de apuros de esta manera? Supongamos que, pese a todo, decide hacerlo, por lo que la máxima de su acción vendría a ser ésta: cuando crea estar apurado por la falta de dinero tomaré prestado y prometeré el pago, aun cuando sé que no voy a realizarlo nunca. Este principio del egoísmo o de la propia utilidad es quizá compatible con todo mi bienestar futuro, pero la cuestión ahora es la siguiente: ¿es lícito esto? Transformo, pues, la exigencia del egoísmo en una ley universal y propongo así la pregunta: ¿qué sucedería si mi máxima se convirtiese en ley universal? Enseguida veo que no puede valer como ley natural universal ni estar de acuerdo consigo misma, sino que siempre ha de ser contradictoria. En efecto, la universalidad de una ley que sostenga que quien crea estar apurado puede prometer lo que se le ocurra proponiéndose no cumplirlo haría imposible la promesa misma y el fin que con ella pudiera obtenerse, pues nadie creería en tales promesas y todos se reirían de ellas como de un vano engaño» (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. II).
La razón es autónoma porque se da la ley a sí misma. Ante esta ley surge un sentimiento moral que determina a la voluntad: el respeto. Para que una acción tenga valor debe ser realizada libremente, es decir, por puro respeto a la ley. El concepto de libertad que está manejando Kant es el de autonomía: es libre aquel que no obedece a nada diferente a sí mismo. Esta concepción representa una ganancia importante para la construcción del «hombre autosuficiente» ilustrado.
Para meter las narices…
Por su extensión y dificultad, las obras de Kant no están recomendadas para todos los públicos. Por ello, recomiendo ir metiendo las narices poco a poco, por ejemplo, leyendo La filosofía de Kant de Manuel García Morente (Espasa-Calpe, Madrid, 1975) o la Crítica de la «Crítica de la razón pura» de Roger Verneaux (Rialp, Madrid, 1978).
Para entrar directamente en la lectura de Kant, se puede empezar con su «Respuesta a la pregunta ¿Qué es Ilustración?», artículo de diez páginas que se puede encontrar en ¿Qué es Ilustración? (Tecnos, Madrid, 1988). También, por su brevedad, se puede continuar con el opúsculo titulado Sobre la paz perpetua (Tecnos, Madrid, 1994).
Si se desea olfatear las tres críticas hay que ir directamente a la Crítica de la razón pura (Alfaguara, Madrid, 1995) y leer el prólogo a la primera y a la segunda edición, así como la Introducción; a la Crítica de la razón práctica (Sígueme, Madrid, 1995), y a la Crítica del juicio (Espasa-Calpe, Madrid, 1995).
Más accesibles pueden resultar la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Espasa-Calpe, Madrid, 1996) (también edición bilingüe de J. Mardomingo en Ariel, Barcelona, 1996), y La religión dentro de los límites de la mera razón (Alianza, Madrid, 1996).
Estas obras se pueden encontrar también en la Biblioteca Kant de Alianza Editorial.
Es conocida la sentencia kantiana que dice que no se aprende filosofía sino a filosofar. En mis manos tengo un libro de J. Tissot, publicado en 1875, que comenta esta idea de la siguiente manera: «En general no puede apellidarse filósofo aquel que no puede filosofar. Por donde, no se filosofa más que por el ejercicio, y aprendiendo a usar de la propia razón. Mas, ¿cómo se puede aprender filosofía? Todo pensador filósofo eleva, por decirlo así, su propia obra sobre las ruinas de otro; jamás ha habido una obra de tal solidez que no pueda ser atacada en alguna de sus partes. No se puede, pues, aprender filosofía en el fondo porque todavía no está formada. Aun admitiendo que exista realmente una, el que la aprendiera no podría llamarse filósofo, porque el conocimiento que de ella en tal caso tendría, nunca seria más que subjetivamente histórico» (Lógica de Kant por J. Tissot, Decano de la Facultad de Letras de Dijon. Traducida por Alejo García Moreno, doctor en filosofía y letras, y Juan Ruvira, doctor en derecho. Madrid. Librerías de Francisco Iravedra, Capellanes, 2, y Antonio Novo, Jacometrezo, 51. 1875, p. 35).
En 2004 se conmemoró el segundo centenario de la muerte de Kant. Fueron muchos los congresos filosóficos que se celebraron en todo el mundo, así como los pensadores más o menos kantianos que dedicaron cientos de artículos y libros al pensador prusiano. Alejandro Llano es uno de ellos y refiere estas dos anécdotas: «Se cuenta que una señora norteamericana presentó como causa de divorcio que su marido se reunía en casa con los amigos todos los domingos por la mañana para discutir sobre Kant. Naturalmente, el juez consideró que era una motivación suficientemente grave como para admitir la demanda. Por otra parte, un colega, que volvía de Alemania, donde había trabajado —como yo anteriormente— en su tesis doctoral sobre el pensador de Königsberg, me transmitió su impresión de que los germanos hablan sobre Kant como los españoles sobre toros: aprovechaban para ello cualquier rato muerto, se iban a otra cosa, y al día siguiente le dedicaban otra parrafada. Y así, doscientos años» (Aceprensa, 25-2-2004).
Si la filosofía de Kant destaca por la originalidad, su vida se caracterizó por la monotonía. Tenía su agenda perfectamente organizada de forma que siempre hacía lo mismo de manera meticulosa: preparar las clases, acudir a la universidad y, todas las tardes, un paseo por Königsberg. Como era de esperar, su puntualidad era germánica, tanto es así que sus conciudadanos ponían en hora los relojes cuando pasaba Kant por tal sitio o doblaba tal esquina.
En 1827, el periodista inglés Thomas De Quincey publicó una biografía un tanto sui generis de nuestro autor, titulada Los últimos días de Emmanuel Kant. La edición castellana (Valdemar, Madrid, 2004) incluye una selección de anécdotas kantianas transmitidas por varios testigos de la vida del filósofo y el escrito «Sobre el cráneo de Kant», obra del doctor Wilhelm Gottlieb Kelch, citado en la entrada.