23. HUME

La insoportable pestilencia del ser

Hume

En el último párrafo de su obra Investigación sobre el conocimiento humano, Hume nos insta a hacer una revisión de nuestras bibliotecas y a lanzar a las llamas, como hicieron el cura y el barbero en la casa de don Quijote, todos aquellos libros que no contengan algún razonamiento sobre la cantidad y el número o acerca de cuestiones de hecho. Ésta sería la forma de descontaminar el saber, de purificarlo de todo lo que hay en él de sofistería e ilusión. La filosofía se encuentra en un estado avanzado de putrefacción, por lo que todo lo que tiene que ver con el ser, concepto supremo de la metafísica, despide una pestilencia insoportable. No se trata de taparse la nariz con un pañuelo, como hacían los petimetres de la época, sino de ventilar bien la casa y tirar los trastos viejos y las sobras malolientes al contenedor correspondiente.

Como Leibniz, David Hume también fue diplomático. Nació en Edimburgo en 1711 y muy pronto, a los veintitrés años, inició la carrera diplomática en Francia. Fue allí donde comenzó a escribir sus obras filosóficas. Su candidatura a la cátedra universitaria fue rechazada en dos ocasiones por ser considerado «escéptico y ateo». De 1754 a 1762 escribió por encargo la historia de Inglaterra y Gran Bretaña en cuatro volúmenes. Famoso y rico, se retiró a su Escocia natal, donde vivió el resto de sus días. Antes de morir, en 1776, escribió su Autobiografía.

David Hume comienza las tareas de limpieza intentando responder de una manera crítica, es decir, no dogmática —que es, como a su juicio, lo hacían los racionalistas—, a la cuestión sobre el origen de nuestras ideas. Para responder con seriedad hay que empezar por negar las ideas innatas: todo conocimiento procede de la experiencia. Asentado esto, sólo hay que ver cuál es el proceso que se sigue para la formación de las ideas.

Si nos atenemos a la psicología humana, el proceso parece sencillo: primero tenemos impresiones sensibles, que se me presentan con fuerza y vivacidad, y después representaciones mentales (ideas) de esas impresiones, que, lógicamente, no son tan fuertes y vivaces. En el fondo, impresiones e ideas no son sino dos tipos de percepciones de la mente humana. A las percepciones que entran con más fuerza las llama impresiones y a las imágenes débiles de éstas, ideas. Según lo cual, Hume observa que a toda idea le ha precedido siempre una impresión, lo que significa que una idea a la que no le corresponda impresión alguna no será sino una quimera sin fundamento alguno.

Nuestras percepciones (tanto las impresiones como las ideas) también se pueden dividir en simples y complejas. Las simples no admiten distinción ni separación; por ejemplo, la impresión de azul que tengo ahora o la idea de azul que tendré cuando piense en el azul percibido. Las complejas, por contra, pueden dividirse en partes; por ejemplo, la impresión que tengo de la ciudad de Edimburgo o la idea de esa ciudad. Hume concluye que las impresiones son las causas de las ideas, ya que aquéllas preceden a éstas: primero tengo una impresión y después la memoria y la imaginación forman la idea. La imaginación y la memoria son las facultades que hacen posible que tengamos ideas, así como son las causantes de que en nuestra mente «se cuelen» ideas mal formadas, es decir, que no proceden de una impresión.

Son muchas las ideas que a lo largo de tantos siglos de filosofía se han «colado» en nuestra mente. Hume se propone hacer una limpieza general utilizando un método muy sencillo: el análisis de las ideas. Si no somos capaces de encontrar la impresión de la que deriva una idea, tendremos que pensar que esa idea ha burlado las leyes del proceso y debemos desterrarla de nuestra mente. Toda la crítica que lleva a cabo Hume de la metafísica clásica tiene como base este método psicologista. La conclusión será que las ideas de la metafísica (abstracción, sustancia, mundo exterior, subjetividad, bien y mal, Dios…) no derivan directamente de ninguna impresión, por lo que no pueden ser consideradas como otra cosa que meras abstracciones sin fundamento.

Veamos cómo analiza el filósofo escocés la idea de causalidad.

Hume se pregunta: ¿en qué se fundamentan los razonamientos basados en la relación causa-efecto? Lo primero que se puede decir es que la relación causa-efecto no se puede obtener «a priori», es decir, prescindiendo de la experiencia. Si se le pusiera a alguien un objeto completamente nuevo ante sus ojos, sería incapaz de decir su causa y de prever sus efectos sin el debido recurso a la experiencia. Para Hume, nuestra razón, privada de la experiencia, es incapaz de determinar la relación causa-efecto. Somos capaces de observar los hechos conjuntados, pero no conectados. Entre la conjunción y la conexión hay una diferencia de naturaleza, la misma que entre un argumento post hoc (después de) y un argumento propter hoc (por causa de). Como siempre que he acercado la mano al fuego he notado calor, infiero que el calor calienta mis manos. Pero nos podría ocurrir como a Anthony Weston, quien cuenta que cuando era pequeño creía que la causa de los incendios eran los bomberos, pues siempre que había visto un incendio estaban ellos presentes (Las claves de la argumentación, Ariel, Barcelona, 1994, p. 75).

En segundo lugar, habría que responder que todo efecto es algo totalmente distinto de la causa y, por ende, jamás podremos descubrirlo en ella. Del movimiento de la bola de billar que va a chocar con otra que está en reposo, puedo suponer cientos de sucesos distintos al que ocurre realmente. Por esta razón, las conjeturas que hagamos «a priori» sobre los posibles efectos serán todas arbitrarias. En conclusión, «no hay un solo caso en que, sin la ayuda de la experiencia, puedan determinarse los acontecimientos e inferir su existencia, ya en calidad de causa, ya en calidad de efecto». Yo veo el movimiento de la primera bola y el movimiento de la segunda, pero no veo ninguna «fuerza mística» que salga de una e impulse a la otra. Yo sólo percibo fenómenos, no la causalidad.

A pesar de todo, esperamos siempre efectos parecidos a los ya experimentados. ¿A qué se debe que psicológicamente funcione la relación causa-efecto? Hume responde que es el hábito o costumbre, la repetición frecuente de un acto, lo que ha dado lugar al nacimiento en nosotros de una disposición a esperar los mismos efectos de causas semejantes. A base de haber observado la relación constante entre el calor y la dilatación de los cuerpos, estamos en disposición de pensar en el calor cuando observamos una dilatación. La costumbre, que para Hume es la maestra de la vida y que tan útil resulta en todas nuestras experiencias, no tiene relación alguna con el razonamiento, ni depende ni procede de él. Ninguna inducción experimental procede del razonamiento, sino que nacen todas de la costumbre. El principio de causalidad no tiene ningún valor real, a lo sumo un valor meramente psicológico, por lo que, en las leyes físicas, a lo único que podemos aspirar es a alcanzar un grado mayor o menor de probabilidad.

Mirad, si no, lo que le pasó al inexperto monstruo de Frankenstein: «Un día en que me sentía acosado por el frío —dice—, encontré una fogata que habían dejado unos vagabundos, y me sentí inundado de placer ante el calor que experimenté junto a ella. En mi alegría, metí la mano entre las ascuas encendidas, pero la retiré inmediatamente con un grito de dolor. ¡Qué extraño, pensé, que la misma causa sea capaz de producir efectos tan opuestos!» (Mary W. Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, Alianza, Madrid, 1994, p. 125).

A Hume también le huelen mal los conceptos de la moral y la religión. Si las ideas de bien, mal, virtud, vicio, justicia e injusticia, fueran reales, deberían, o encontrarse entre las relaciones de ideas (proposiciones independientes de la experiencia, cuyo contrario repugna a la razón, como un círculo cuadrado), o entre las cuestiones de hecho (conocidas por la experiencia, cuyo contrario puede racionalmente ser pensado). Pero ocurre que los conceptos de la moralidad no son relaciones de ideas, ya que estas relaciones son aplicables no sólo a objetos irracionales sino también a objetos inanimados, que, lógicamente, no son susceptibles de moralidad. Tampoco se puede decir que la moralidad sea una cuestión de hecho, porque si analizamos cualquier acto considerado como moralmente malo, vicioso o injusto, por ejemplo un asesinato, nunca encontraremos ninguna impresión correspondiente al mal, al vicio o a la injusticia; lo único que podemos hallar será un sentimiento de repulsa hacia esa acción, que procede, como hace notar Hume, no del objeto, sino del interior del hombre.

En toda valoración moral se produce, por tanto, una falacia naturalista, es decir, un paso ilegítimo de lo descriptivo a lo prescriptivo, de lo indicativo a lo imperativo. El puente entre el ser y el deber ser, entre «se ha producido un robo» y «no está bien robar», no puede ser sostenido por la razón, simplemente, porque son hechos de diferente naturaleza: uno descriptivo y el otro preceptivo. La única forma de aguantar semejante puente es, para Hume, el sentimiento.

Es, pues, el sentimiento el que fundamenta los conceptos morales: el bien, la virtud y la justicia tienen su origen en el corazón del hombre. La causa del sentimiento moral es, a su vez, la utilidad: utilidad, aclara Hume, no sólo para uno mismo, sino para todos. Es lo que llama simpatía. La simpatía nace como un sentimiento de utilidad hacia todos los seres humanos, anida en el corazón del hombre y sostiene el orden moral y social.

Aplicando el mismo método, se ha de concluir que las verdades religiosas, por su propia naturaleza, son inaccesibles a la razón. Hume rechaza todas las pruebas demostrativas de la existencia de Dios, aunque muestra cierta admiración por la prueba cosmológica, la que parte del orden del mundo para remontarse a Dios como su causa. Pero este argumento le plantea graves problemas, ya que choca frontalmente con su crítica al principio de causalidad. Además, Dios, por definición, no es objeto de impresión sensible alguna, por tanto, no puede entrar en la relación causa-efecto, la cual se basa en la observación de la conjunción constante entre dos hechos.

En sus Diálogos sobre la religión natural, publicados postumamente, afirma que cuando vemos casas o barcos podemos concluir que hay un constructor, porque tenemos experiencia de cómo se construyen casas y barcos; sin embargo, esto no podemos aplicarlo al universo en su totalidad, pues sobre él no hemos podido tener, ni tendremos jamás, experiencia ninguna. Contra la idea de un Dios trascendente, Hume argumenta que todos los conceptos que utilizamos para describir a un tal Ser carecen de sentido, pues son tomados de la realidad sensible y Él es, por definición, suprasensible.

Hume fue el más osado de todos los empiristas, el único capaz de llevar los planteamientos del empirismo hasta sus últimas consecuencias. Fue también hijo de su tiempo y, como tal, participó de todos los «prejuicios» de la filosofía moderna. A pesar de haberse alertado contra el racionalismo y haber sentado que todo conocimiento procede de la experiencia, no volvió a posiciones aristotélicas, que quedaban muy lejanas en el tiempo y en el concepto. El universo hilemórfico aristotélico había sido diluido por el mecanicismo cartesiano y la abstracción sonaba demasiado abstracta. El pensador escocés quiso aplicar el mecanicismo al espíritu humano. Pensó que la misma simplicidad mecánica que rige la naturaleza del mundo físico podía gobernar la mente humana. Simplificó las ideas y complicó las cosas.

Para meter las narices…

James Caulfield, conde de Charlemont, nos dice que Hume tenía pocas «pintas» de filósofo, aunque no dice nada de su nariz: «Tenía la cara grandota y rellenita, la boca grande y expresión de imbécil. Los ojos ausentes y apagados, y la corpulencia de su persona parecían más apropiados para transmitir la idea de un concejal comiéndose una tortuga que la de un filósofo refinado. Su discurso en inglés parecía ridículo a causa de su marcado acento escocés, y su francés más ridículo si cabe; tanto que la sabiduría sin duda nunca antes se había disfrazado con un atuendo tan desmañado».

A los veintitrés años, Hume publicó anónimamente su monumental Tratado de la naturaleza humana, que no tuvo buena acogida. Más tarde escribió un Compendio sobre un Tratado de la naturaleza humana (conocido como Abstract), que tampoco tuvo éxito. No desesperó y por tercera vez dio a la imprenta una nueva obra anónima: Ensayos sobre moral y política, que fue bien recibida. A partir de ese momento comenzó a publicar con su propio nombre.

Antes de entrar en el Tratado sería mejor empezar por la Investigación sobre el conocimiento humano (Alianza, Madrid, 1980), la Investigación sobre los principios de la moral (Alianza, Madrid, 1993) y los Diálogos sobre la religión natural (Tecnos, Madrid, 1994). El Abstract se encuentra en castellano en Resumen del Tratado de la Naturaleza Humana (Aguilar, Buenos Aires, 1973).

Pero el Hume más influyente lo encontraremos en los Ensayos políticos (Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1982), donde se opone al concepto de contrato social, que, según él, no es sino una ilusión. La política, para Hume, no es otra cosa que el equilibrio de las pasiones que se enfrentan en un lugar y una época determinados.

James D. Crane, al hablar, en su pequeño tratado de homilética, El sermón eficaz, sobre la eficacia de la anécdota, bien traída y narrada, para la predicación, cita ésta contada por Charles Haddon Spurgeon: «Recuerdo una historia tocante al señor Hume, el cual afirmaba constantemente que le basta al hombre la luz de la razón. Estando una noche en casa de un buen ministro de religión, había estado discutiendo el asunto y declarando su firme creencia en la suficiencia de la luz de la naturaleza. Al despedirse, el ministro ofreció alumbrarle con una vela para que pudiera bajar por las escaleras con seguridad. “No”, contestó Hume. “Me será suficiente la luz de la naturaleza. Bástame la iluminación de la luna”. Sucedió que en ese instante una nube cubrió la luna y el señor Hume, tropezándose, rodó por las escaleras. Desde la altura, el ministro exclamó: “Ah, señor Hume, siempre hubiera sido mejor haberse dejado iluminar desde arriba”».