Voracidad intelectual
En todos los retratos lo vemos enmarcado en una suntuosa peluca. No es que fuera un hippy de su época, sino que iba a la moda del momento, una moda que quería destacar la cabeza por encima de todo, porque en ella tiene lugar la creación de las ideas. Una peluca imponente señala a una persona distinguida en cualquier ámbito, sea social, político, literario, científico, musical… Leibniz fue considerado en su tiempo como «la mejor peluca de Europa», porque en su cabeza confluían, y adquirían el más alto nivel, todos los ámbitos del saber, sin descuidar la esfera política y diplomática, en la que también destacó. La monumental peluca de Leibniz estaba bien alimentada, pues la voracidad intelectual de su dueño no tenía medida: leyó como el que más, escribió incontables obras y se codeó con los grandes científicos y pensadores de su época: Newton, Boyle, Arnauld, Spinoza, Malebranche…
Aristóteles dice al inicio de su Metafísica que «todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber». En el caso de Leibniz ese deseo se convirtió en voracidad intelectual. Tenía un apetito insaciable de saber y lo demostró bien joven, pues fue en este aspecto un niño prodigio: a los doce años ya había leído a los clásicos en griego y latín, a los trece se interesó por los escolásticos y a los quince conocía las obras de Bacon, Kepler, Campanella, Galileo y Descartes, entre otros.
Gottfried Wilhelm Leibniz descubrió el cálculo infinitesimal, fue político, diplomático, matemático y filósofo; una de las grandes personalidades de su tiempo. Nació en Leipzig en 1646. Estudió en la universidad de su ciudad natal y en 1666 inició una larga carrera diplomática. En 1672 llegó a París, donde permaneció hasta 1676. Ese año, tras un breve encuentro con Spinoza en Amsterdam, fue nombrado bibliotecario de la Corte en Hannover. Al igual que Malebranche, fue nombrado en 1699 miembro de la Academia de Ciencias de París. Tras una vida llena de éxitos y reconocimientos, falleció en 1716. Hay que decir que a su entierro sólo asistió su secretario.
La idea motriz del pensamiento leibniziano es que el universo es un sistema armonioso, ya que ha sido creado por Dios y Él quiere lo mejor. La naturaleza es el reloj de Dios (horologium Dei), un mecanismo digno del más perfecto relojero. Para Leibniz éste es el mejor de los mundos posibles, porque Dios, al crear, se rige por el principio de perfección, es decir, sólo obra según lo que es objetivamente mejor y, por lo tanto, hace que lleguen a la existencia únicamente aquellas esencias que han alcanzado la máxima perfección. Esto significa, en el fondo, que la existencia es una exigencia de la esencia más perfecta, no un don gratuito de Dios. Leibniz intenta compaginar la libertad creadora de Dios y la necesidad de crear.
Tenemos que suponer que en la mente divina se encuentran todas las esencias y mundos posibles, y que de esas esencias posibles Dios «elige» las mejores para venir a la existencia, con lo cual este mundo es el mejor de los posibles. No era metafísicamente necesario que Él eligiera el mejor de los mundos posibles, pero sí moralmente necesario que un ser perfecto obrase en vistas a lo mejor. Dios, por tanto, tiene una razón suficiente para crear el mejor de los mundos posibles: el principio de perfección.
De esta manera, queda Dios justificado también ante el problema del mal en el mundo. Con este motivo escribe su Teodicea (de 1710). Con voluntad antecedente, Dios quiere el bien, mientras que con voluntad consecuente quiere lo mejor y, por lo tanto, tiene que permitir el mal aunque no lo quiera. De cualquier forma, si éste es el mejor mundo posible, es en el que menos mal coexiste.
Según expone Leibniz en su Monadología (publicada en 1714), toda la realidad está compuesta por sustancias individuales simples, que denomina mónadas. Las mónadas son inextensas, indivisibles, inmateriales e incomunicables: «no tienen ventanas», dice. Son esencialmente activas y entre ellas se da una infinidad de grados según la cantidad de esencia o de perfección que contienen. Esta jerarquía culmina con las mónadas espirituales, las almas racionales, que son espejo de la misma divinidad.
La acción de la mente humana no se puede reducir a explicaciones puramente mecánicas, sino que hay que admitir que es una mónada espiritual. En su obra, Leibniz lo explica así: «Imaginemos una máquina capaz de pensar, sentir y percibir, e imaginémosla aumentada pero con las mismas proporciones, de modo que pudiéramos entrar dentro de ella, como si fuera un molino de viento. Llegado el caso, al visitar su interior sólo encontraríamos piezas presionándose las unas a las otras; no hallaríamos nada que nos permitiera explicar una percepción. Así pues, uno debe buscar la percepción en la sustancia simple y no en el compuesto, en la máquina».
Para compaginar el carácter incomunicable de las mónadas —pues «no tienen ventanas»— y la conformidad de cada mónada con el resto del universo, Leibniz aduce su teoría de la armonía preestablecida, según la cual el universo responde a un plan que establece de antemano la perfecta armonía entre las percepciones de las mónadas y los movimientos de los cuerpos.
Doctrina fundamental de Leibniz, que será seguida posteriormente por Hume, es la distinción entre verdades de razón y verdades de hecho. Las primeras son enteramente ciertas, eternas y necesarias y constituyen las proposiciones de la matemática pura, la lógica, la metafísica, la moral, la teología natural y la ciencia natural del derecho. Las verdades de razón se dan siempre que haya una verdadera ciencia y su verdad descansa en el principio de contradicción. Por eso, su contrario no puede ser pensado.
Las verdades de hecho son contingentes y dependen de la experiencia, son resultado de la suma de ejemplos y no pueden aportar verdadera ciencia. Su contrario no ofende a la razón, sino que pueden ser negadas sin contradicción lógica. La verdad de este tipo de proposiciones no se puede deducir a priori, como las de razón, sino que se fundamentan en el principio de razón suficiente. Por ejemplo, la existencia de este libro no es lógicamente deducible, sino que necesita una razón suficiente para llegar a ser. Aunque de rango inferior, estas verdades de hecho son muy útiles, ya que los sentidos son ocasión para la actividad de la mente.
Si nuestra mente estuviera desembarazada de los obstáculos de la experiencia, como la divina, las verdades de hecho se nos convertirían en verdades de razón, como le ocurre a Dios, para quien no hay diferencia entre unas y otras. Para Dios, la decisión de Julio César de cruzar el Rubicon estaba contenida en la noción del sujeto, es decir, que puede deducir a priori que César cruzaría el Rubicon. En cambio, nosotros, para hacer una tal deducción, deberíamos conocer perfectamente no sólo a César, sino también a todo el universo del que forma parte César, algo imposible porque requeriría un análisis infinito. En último término, la razón suficiente de cualquier verdad de hecho, como la resolución de Julio César de cruzar el Rubicon, hay que buscarla en Dios, pues sólo Él puede tener una idea completa y perfecta de la individualidad del general romano.
Para Leibniz, toda verdad es primitiva o derivada. Primitivas son aquellas de las que no se puede dar ninguna razón, son inmediatas e innatas. Las verdades derivadas son de dos tipos: unas pueden resolverse en proposiciones primitivas (juicios analíticos) y otras suponen un proceso al infinito (verdades contingentes). Más adelante Kant repetirá esta clasificación.
Para meter las narices…
Leibniz fue un discutidor nato. Le gustaba tener la razón y estaba convencido de que la tenía. No escatimó viajes para entrevistarse con todo aquel a quien había leído y quería discutir o rebatir sus ideas. Muchos de sus escritos nacieron de estas disputas, por ejemplo, el titulado: Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (Alianza, Madrid, 1992), motivado por la obra de Locke. Lo que ocurrió es que el inglés no quiso entrar al trapo y evadió una entrevista con Leibniz e incluso no contestó a sus cartas.
Los nuevos ensayos están escritos en forma del diálogo que no pudo mantener con Locke (la muerte se lo llevó en 1704, y Leibniz, por respeto, dejó inédito el libro) entre Leófilo (Leibniz) y Filaletes. En el Prefacio compara la postura de Locke con la de Aristóteles y la suya con la de Platón y promete una concordia. El libro es largo y denso, por lo que se recomienda comenzar por algo más asequible como los Principios de la naturaleza y de la gracia (Universidad Complutense, Madrid, 1994). El origen de esta obra fue una exposición breve y sencilla de su filosofía para uso del príncipe Eugenio de Saboya. En dieciocho parágrafos expone Leibniz los principios de su pensamiento.
Se puede seguir por la Monadología (Ediciones Folio, Barcelona, 2003), el Discurso de metafísica (Alianza, Madrid, 2002) o los Escritos en torno a la libertad, el azar y el destino (Léenos, Madrid, 1990).
La Teodicea o Tratado sobre la libertad del hombre y el origen del mal, se encuentra en Aguilar (Buenos Aires, 1965). Esta obra apareció publicada sin el nombre del autor y en francés. En ella, Leibniz se pregunta cómo un Dios todopoderoso e infinitamente bueno puede tolerar la existencia del mal. Para responder a esta pregunta, la obra, desordenada y barroca, trata muchos temas filosóficos como el mal, la libertad, la providencia divina, la naturaleza y la gracia, la creación. Leibniz distingue entre mal metafísico, mal físico y mal moral. El mal existe, pero Dios ha creado el mejor de los mundos posibles, por lo que existe sólo la cantidad mínima.
El optimismo que muestra Leibniz en toda su obra y en la Teodicea en particular fue contagioso hasta que en 1755 Europa vivió una de las mayores catástrofes de su historia: el terremoto de Lisboa. La ciudad quedó destruida y murieron miles de personas; muchos intelectuales se preguntaron entonces cómo podía ser éste el mejor de los mundos posibles, tal y como había mantenido «la mejor peluca de Europa». Recordando este desastre, Theodor Adorno escribió: «El terremoto de Lisboa fue suficiente para curar a Voltaire de la teodicea de Leibniz».
Leibniz pasa por ser el descubridor del cálculo infinitesimal, que también había sido desarrollado de forma independiente por Isaac Newton. El inglés acusó al alemán de plagio, lo que dio lugar a una larga batalla entre los defensores de uno y otro. (Véase La polémica sobre la invención del cálculo infinitesimal: escritos y documentos, Crítica, Barcelona, 2006.) Pero la realidad es que la concepción de Leibniz era superior a la de Newton. En este sentido, Isaac Asimov escribe: «El primer matemático civilizado que lo hizo sistemáticamente fue Gottfried Wilhelm Leibniz, hace cerca de tres siglos. Este se sintió maravillado y gratificado porque razonó que el 1, que representa la unidad, era un símbolo evidente de Dios, mientras que el 0 representaba la nada que, además de Dios, también existía en un principio. En consecuencia, si todos los números pueden representarse simplemente empleando el 1 y el 0, seguramente esto es lo mismo que decir que Dios creó el Universo a partir de la nada» (Isaac Asimov, De los números y su historia, cap. II, Orbis, Barcelona, 1988).