El pulidor de lentes
«Alguien construye a Dios en la penumbra. / Un hombre engendra a Dios. Es un judío / de tristes ojos y de piel cetrina». Estos versos de Jorge Luis Borges hablan de Spinoza, al que llama, dos rimas más adelante, «el hechicero que labra a Dios con geometría delicada». Esas irreverentes pretensiones llevaron a Baruch de Spinoza, descendiente de una familia marrana expulsada de Portugal, a ser excomulgado de la comunidad judía de su Amsterdam natal y a tener que recluirse en La Haya, donde ejerció el oficio de pulidor de lentes. Me lo imagino en su taller, con la nariz arrugada sujetando el imprescindible monóculo, hablando de teología, de filosofía, de ética, de política. Muchos acudirían al taller de Spinoza más por pulir sus intelectos que sus lentes, o simplemente por meter las narices y poder decir a sus vecinos: «¡Hoy he estado con el pulidor-filósofo!».
Como buen cartesiano, Spinoza lleva el concepto de sustancia hasta sus últimas consecuencias. Descartes había dicho que en sentido propio la única sustancia es Dios, pero había aceptado también la res cogitans y la res extensa. Spinoza piensa que si Dios es la única sustancia, se debe identificar con la totalidad de la realidad y ser causa de sí mismo. De esta forma, comienza su Ética con la definición de causa sui: «Entiendo por causa de sí aquello cuya esencia envuelve la existencia, o bien aquello cuya naturaleza no puede ser concebida sino como existente». Ésta es la expresión de la independencia y autosuficiencia absoluta de Dios, ya que Dios es causa de sí mismo.
Dios es el único ser al que le compete propiamente la noción de sustancia: «Lo que es en sí y se concibe por sí; esto es, aquello cuyo concepto no necesita, para formarse, del concepto de otra cosa». Es, entonces, la única sustancia, a la que le corresponden infinitos atributos y modos. Los atributos son lo que el entendimiento percibe en Dios como constituyendo su esencia, y son el pensamiento y la extensión. Los modos son afecciones de la sustancia, son propiedades de los atributos, pero los causa Dios directamente.
«Deus sive natura sive substantia». Dios, naturaleza, sustancia son lo mismo. No se trata del Dios de las religiones, personal y bondadoso que se preocupa de los hombres, sino de un Dios filosófico, una sustancia infinita que se identifica con la naturaleza. En este sentido, Spinoza es panteísta y rechaza, por tanto, la idea de creación sustituyéndola por la de deducción necesaria (a modo geométrico), una suerte de «emanacionismo» al estilo neoplatónico. Así, distingue entre la naturaleza naturante, Dios en sí en cuanto causa libre, y naturaleza naturada, todo lo que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios o de cualquiera de sus atributos.
En su origen Dios es la indeterminación pura, que Spinoza entiende como afirmación absoluta, ya que «toda determinación es negación». Las sucesivas determinaciones o concreciones del ser serán, por tanto, negaciones de Dios. Veremos estas ideas repetidas en Hegel.
Spinoza pulió con maestría las lentes con las que miramos la realidad. Para que veamos más claro, trató en su Ética demostrada según el orden geométrico los actos humanos al modo de la geometría: «Como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos». Nuestras actividades mentales están determinadas por nuestras actividades corporales, ya que mente y cuerpo son dos atributos de una misma sustancia.
La esencia misma del hombre es apetito. Cuando este apetito (conatus, lo llama) es consciente, se llama deseo y lo determina a obrar esforzándose en persistir en su propio ser. De aquí deduce que todos los hombres persiguen el placer. El placer es el reflejo en la conciencia de la transición a un estado de mayor perfección del propio ser, mientras que el dolor es el reflejo de la transición a un estado de menor perfección. El ser humano no apetece algo porque sea bueno, sino que algo es bueno porque le apetece, quiere y desea. Esto significa que cada cual juzga lo que es bueno o malo según sus propias emociones. Las emociones son pasivas y se derivan de las pasiones fundamentales del deseo: placer y dolor.
Muy pocos son capaces de moderar y hacer frente a las emociones y, así, quedan a merced de la fortuna. Estos no son libres, sino siervos; sin querer, siguen lo peor cuando piensan que es lo mejor para ellos. Los sabios, en cambio, son virtuosos y obran bajo la guía de la razón; no se dejan llevar por sus pasiones, porque han llegado a la comprensión de la naturaleza de las emociones. Una pasión, piensa Spinoza, deja de serlo cuando tenemos bien pulidas las lentes del alma y nos formamos una idea clara y distinta de ella, porque pasa a ser la expresión de la actividad de la mente y no de su pasividad. Si, por ejemplo, me doy cuenta de que desear el mal a otra persona es irracional, dejaré de ser presa del odio.
Su Tratado teológico-político causó un gran escándalo en su tiempo. En él describe el estado de naturaleza como un estado en el que el derecho natural está determinado por el poder de cada uno y, por lo tanto, no hay seguridad de poder conservarlo. Por ello, es necesario un pacto que selle el paso del estado de naturaleza al estado civil. Por medio de este pacto cada individuo transfiere a la sociedad todo su poder, con lo cual ésta tendrá un derecho absoluto sobre todas las cosas, será la autoridad soberana a la que todo hombre estará obligado a obedecer de modo libre o por temor al castigo. En el Estado, donde la suprema ley es la salvación del pueblo, quien obedece en todo a la suprema potestad no debe ser considerado esclavo, sino súbdito. Este último hace, por mandato de la autoridad, lo que es útil a la comunidad y, por tanto, también a sí mismo.
Spinoza ve preferible un régimen democrático, aunque es indiferente que el poder resida en uno, en pocos o en todos, con tal de que la suprema autoridad tenga el derecho soberano de mandar lo que considere conveniente. El derecho natural queda, entonces, subsumido en el poder soberano, y quien no se someta a ese poder estará renunciando a su derecho natural.
Para meter las narices…
Una vez pregunté a un insigne filósofo qué tres libros se llevaría a una isla desierta. Para mi asombro, de filosofía sólo metería en la maleta uno: la Ética de Spinoza. Si el lector tiene previstas unas largas vacaciones y bien pulidas las lentes, puede aprovechar para leer con calma la Ética demostrada según el orden geométrico, escrita en 1675, pero publicada postumamente (se puede encontrar en Tecnos, Madrid, 2007). También puede intentar el Tratado teológico-polílico (en la misma editorial) y su interesante Correspondencia (Alianza, Madrid, 1988).
No me resisto a transcribir el penúltimo escolio de la Ética (Parte Quinta, Proposición XLI) con el que no estaba de acuerdo nuestro Unamuno, pues para él si no hay inmortalidad personal, todo da igual. El filósofo holandés en cambio afirma: «Y no sólo esta esperanza, sino también —y principalmente— el miedo a ser castigados con crueles suplicios después de la muerte, es lo que les induce a vivir conforme a las prescripciones de la ley divina, cuanto lo permite su flaqueza y su impotente ánimo. Y si no hubiese en los hombres esa esperanza y ese miedo, y creyeran, por el contrario, que las almas mueren con el cuerpo, y que no hay otra vida más larga para los miserables agotados por la carga de la moralidad, retornarían a su condición propia, y querrían regir todo según su apetito y obedecer a la fortuna más bien que a sí mismos. Lo que no me parece menos absurdo que si alguien, al no creer que pueda nutrir eternamente su cuerpo con buenos alimentos, prefiriese entonces saturarse de venenos y sustancias letales; o que si alguien, al ver que el alma no es eterna o inmortal, prefiriese por ello vivir demente y sin razón: lo cual es tan absurdo que apenas merece comentario».
El soneto de Borges titulado «Baruch de Spinoza» se encuentra en la obra de 1976, La moneda de hierro, en Obras completas, vol. IV (Emecé, Barcelona, 2007, p. 45). He aquí completo:
Bruma de oro, el occidente alumbra
la ventana. El asiduo manuscrito
aguarda, ya cargado de infinito.
Alguien construye a Dios en la penumbra.
Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.
No importa. El hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada;
desde su enfermedad, desde su nada,
sigue erigiendo a Dios con la palabra.
El más prodigioso amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado.
El 27 de julio de 1656, el joven Spinoza fue excomulgado del judaismo y expulsado de la comunidad de Amsterdam debido a sus opiniones heréticas. El texto de la excomunión dice: «Los señores de Mahamad, habiendo sabido desde hace tiempo de las malvadas opiniones y actos de Baruj de Spinoza y de las abominables herejías que practicaba y enseñaba, han decidido que el dicho Spinoza debe ser excomulgado y expulsado del pueblo de Israel […] Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar y maldito al salir […] Se advierte que nadie puede hablar con él de palabra ni por escrito, ni hacerle ningún favor, ni estar con él bajo el mismo techo, ni acercarse a menos de cuatro codos de él, ni leer nada compuesto o escrito por él». (Véase Jesús Mosterín, Los judíos. Historia del pensamiento, Alianza, Madrid, 2006, cap. 8.)
En 1673 Spinoza rechazó la oferta que el príncipe Guillermo III le hizo de enseñar en la Universidad de Heidelberg («Las universidades fundadas con fondos del Estado —escribirá en su Tratado político, 8, 39— han sido establecidas menos para cultivar los ingenios que para reprimirlos») y prefirió seguir puliendo lentes, aun a riesgo de malograr su salud debido al polvo de vidrio, cosa que ocurrió y le llevó a una muerte temprana, a los cuarenta y cuatro años.
Sobre nuestro autor véase: Yirmiyahu Yovel, Spinoza, el marrano de la razón (Anaya, Madrid, 1995).
También es interesante ver las ideas que encuentra el neurólogo Antonio Damasio en la psicología del filósofo holandés: En busca de Spinoza: neurobiología de la emoción y los sentimientos (Crítica, Barcelona, 2005).