20. PASCAL

Las razones del corazón

Pascal

Los retratos de Blaise Pascal nos presentan a un filósofo de rostro delicado, como lo fue su salud y su forma de estar en el mundo. El «espíritu de finura», que él proponía contra el «espíritu de geometría» del racionalismo, se manifiesta en la timidez de sus ojos, en la ternura de sus labios y mejillas, y también en la nariz, que, aunque evidentemente ganchuda, expresa más audaz penetración que imposición doctrinal. En el ámbito de las ideas contendió de tal modo con su compatriota Descartes que Émile Bréhier llega a afirmar que había entre ellos «una oposición tan profunda y también tan emocionante, que, sin duda, ninguna otra pareja en la historia nos ilustra tanto sobre la naturaleza del espíritu humano». A Pascal, profundamente religioso, la filosofía cartesiana no le da la talla; él necesita más. No nos extrañe, pues, oírle llamar a Descartes «inútil e incierto» (Pensamientos, 78).

Blaise Pascal nació en Clermont Ferrand en 1623. Fue educado por su padre y muy tempranamente dio muestras de gran ingenio, sobre todo en cuestiones matemáticas. Después de una extraordinaria experiencia religiosa (1654), comenzó a redactar sus Pensamientos (Pensées), calificados como una de las más bellas piezas literarias en lengua francesa, pero que quedaron inconclusos. Nunca gozó de buena salud y, tras una larga enfermedad, murió en 1662, a la edad de treinta y nueve años.

La filosofía de Descartes le parece a Pascal demasiado fría. Puede que la razón resuelva la duda metódica, pero no da respuesta a las dudas existenciales que se le plantean al común de los mortales. El «espíritu de geometría» propio del racionalismo resulta muy adecuado para solucionar problemas matemáticos, pero nada puede con los dilemas existenciales que acucian al ser humano. Pascal lo sabía bien, porque no sólo fue un gran matemático, sino también un hombre profundamente religioso. Llevó ese «espíritu de geometría» hasta el límite y se dio cuenta de sus limitaciones.

El error de Descartes consistió, esencialmente, en querer aplicar un único método, el matemático, a todo el saber. Pascal, por el contrario, creía que cada disciplina requiere su propia metodología. Hay tantos métodos que ensayar, tantos procedimientos diversos, como problemas que resolver. El espíritu debe ajustarse al campo de estudio; así, para descubrir los principios matemáticos es necesario un talante o «espíritu de geometría», que conduzca la razón por ese terreno. Pero el ser humano no es una figura geométrica ni siquiera un complicadísimo mecanismo, sino mucho más. «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante» (Pensamientos, 347). Para él, esos principios no resuelven sus problemas existenciales porque no llegan a tocar fondo.

Al «espíritu de geometría» (esprit géométrique), Pascal contrapone el «espíritu de finura» (esprit de finesse): un talante diferente, más fino, capaz de llegar allí donde no puede acceder el método científico-matemático. El uno es amplitud de espíritu y abarca gran número de principios sin confundirlos; el otro es fuerza y rectitud de espíritu, y penetra viva y profundamente en las consecuencias de los principios. Allí donde no alcanza la razón, llega el corazón. De ahí su famosa máxima: «El corazón tiene razones que la razón no conoce» (Pensamientos, 277).

El «espíritu de geometría» utiliza la razón, mientras que el «espíritu de finura» usa el corazón. Cuando Pascal habla de corazón se está refiriendo a la inteligencia no reducida a la razón, no constreñida por las reglas lógicas y por el razonamiento hipotético, sino a la capacidad que tiene la inteligencia humana de penetrar en la esencia de lo real y de captar los principios que rigen la realidad. El «espíritu de finura» hace que se vea la cosa de golpe, de una vez y no mediante un razonamiento progresivo; es la intuición contra el razonamiento, lo infinito contra lo finito, lo inefable contra lo formulable.

«Conocemos la verdad no sólo por la razón —dice—, sino también por el corazón. De esta última manera conocemos los primeros principios, y es en vano que el razonamiento, que no tiene parte en ellos, trate de combatirlos» (Pensamientos, 282).

El corazón es ese instinto intelectual que capta los primeros principios, pero también una intuición vital que toca las fibras más íntimas del alma, que comprende la naturaleza de ese ser esencialmente paradójico que es el hombre: «una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo». Ese ser miserable, «gusano imbécil», «cloaca de incertidumbre», «desecho del universo», desgarrado y paradójico, sólo se comprende a sí mismo en referencia a Dios.

Pero Dios permanece oculto a la razón, es un deus absconditus, al que sólo se puede acceder mediante el corazón. El corazón es el que siente a Dios y no la razón, porque «Dios es sensible al corazón». Por eso, las pruebas racionales para demostrar la existencia de Dios —Pascal está pensando en Descartes— están formuladas para convencer a «ateos endurecidos», pero son estériles, porque llegan a lo sumo al Dios de los filósofos, a un «Dios sin Cristo», autor de las verdades geométricas; no al Dios personal que salva al hombre y lo saca de su miseria.

Pascal no pretende demostrar si Dios existe —para él es una verdad evidente—, sino hasta dónde estamos dispuestos a comprometernos con Él. Con ese fin, formula su famoso «argumento de la apuesta» (Pensamientos, 233).

Se trata de un juego (muy serio, por cierto) en el que necesariamente hay que apostar: cara —vivir como si Dios existiera—; cruz —dar la espalda a Dios—. Llegado el día en que se ponen las cartas boca arriba, hacemos balance de pérdidas y ganancias: si habíamos apostado cara y ganamos, lo ganamos todo —la felicidad eterna—, pero si perdemos, no perdemos nada. Si habíamos apostado cruz y ganamos, no ganamos nada, pero si perdemos, lo perdemos todo —nada más y nada menos que la felicidad eterna—. El ser humano no puede inhibirse y no apostar, debe hacerlo porque se trata de una apuesta en la que a uno le va la vida. La cuestión no es tanto si se ha apostado bien o no, sino que hay que tomarse muy en serio la apuesta.

Entiéndase que no se trata de hacer una apuesta por Dios, por su existencia, sino, más bien, de escoger la posibilidad de vivir con Dios o sin Él. Estamos obligados a apostar, estamos «embarcados» en un mundo que hemos tomado en marcha, que no hemos elegido. Debemos «trabajar para lo incierto»: ése es el sentido de la apuesta.

La polémica que mantuvo Pascal durante toda su vida con Descartes y el racionalismo, la mantendrá dos siglos más tarde Kierkegaard contra Hegel y el idealismo.

Para meter las narices…

Cuando uno lee los Pensamientos de Pascal siente como si su autor le hablara al oído, como si le hiciera confidencias personales. Allí encuentra el lector ideas entrecortadas, intuiciones en estado puro, argumentos que, al estar todavía sin pulir, adquieren más fuerza, pensamientos al ritmo del pensamiento, declaraciones de intenciones, apuntes que se quedaron sin desarrollar… y mucho más.

El problema que puede tener el lector de los Pensamientos es que existen tres ediciones, la de Lafuma, la de Brunschvicg y la de Chevalier, y cada una presenta los textos en diferente orden, por tanto, con una numeración distinta. A la hora de citar, esto comporta cierta dificultad si no se dispone de una tabla de concordancias como la que incluyen algunas ediciones, por ejemplo, la de Alianza Editorial (Madrid, 1986). Aquí hemos citado la de Léon Brunschvicg.

Siendo un adolescente, Pascal acompañaba a su padre a las reuniones que organizaba Marin Mersenne en París. En una de ellas quedó fascinado por los trabajos de Gérard Desargues, lo que le llevó a demostrar, con tan sólo dieciséis años, el teorema que lleva su nombre (Pascal lo llamó mysterium hexagrammicum), según el cual, si se inscribe un hexágono en una cónica, los puntos de intersección de los pares de lados opuestos están alineados. Publicó todos sus descubrimientos en su Ensayo sobre las cónicas (1639). En 1642 inventó la primera máquina de calcular mecánica y en 1647 descubrió el principio de los vasos comunicantes, así como la posibilidad de determinar las alturas mediante el empleo de barómetros, inventó el cálculo de probabilidades y sus estudios matemáticos sugirieron a Leibniz el cálculo infinitesimal. En fin, todo un genio.

En 1654, Blaise Pascal y Pierre de Fermat iniciaron una correspondencia en la que resolvieron algunos problemas sobre juegos de azar. Estas cartas se hicieron públicas en los círculos científicos de París, de tal manera que atrajeron la atención de muchos matemáticos y, a la postre, supusieron el arranque de la teoría de las probabilidades. Cuando Pascal tuvo conciencia de que una nueva rama de la matemática estaba naciendo, en una época en la que «geometría» y «matemática» eran términos sinónimos, escribió lo siguiente: «Juntando el rigor de las demostraciones de la ciencia con la incertidumbre del azar, y conciliando estas cosas en apariencia contrarias, puede, obteniendo su nombre de los dos, arrogarse el buen derecho de este título estupefaciente: la geometría del azar». (Véase La geometría del azar: la correspondencia entre Pierre de Fermat y Blaise Pascal, Nivela, Tres Cantos, 2007.)

Pascal también fue un autor polémico. Así lo muestran sus Provinciales, un conjunto de 18 cartas, publicadas algunas anónimamente y otras con el seudónimo de Louis de Montalte, que aparecieron de forma clandestina. En ellas, se posiciona a favor de los jansenistas y de san Agustín en la polémica sobre el papel de la gracia en la salvación del hombre. Jansenio, siguiendo la doctrina agustiniana, se encontraba cercano a Calvino y defendía que sin la gracia divina no es posible la salvación. En el otro rincón del cuadrilátero, se hallaban los jesuitas, que en este tema estaban a favor del molinismo y daban un mayor protagonismo a la libertad humana. Pascal metió las narices en esta polémica de alto contenido filosófico y teológico, pero lo hizo de tal manera que convirtió el debate, de por sí austero, en irónico y divertido. Si el lector quiere participar en él, puede hacerlo, pues los problemas filosóficos no caducan. Esta polémica, junto a algunos opúsculos y correspondencia diversa, se puede encontrar en Provinciales, opúsculos y cartas (Alfaguara, Madrid, 1983).

Jorge Luis Borges no cree que los Pensamientos de Pascal sirvan para conocer al ser humano, sino para conocer a su autor. Para el escritor argentino se trata de una obra más subjetiva o autobiográfica que filosófica. Lo explica así: «Mis amigos me dicen que los pensamientos de Pascal les sirven para pensar. Ciertamente, no hay nada en el universo que no sirva de estímulo al pensamiento; en cuanto a mí, jamás he visto en esas memorables fracciones una contribución a los problemas, ilusorios o verdaderos, que encaran. Las he visto más bien como predicados del sujeto Pascal, como rasgos o epítetos de Pascal. Así, como la definición quintessence of dust [la quintaesencia del polvo] no nos ayuda a comprender a los hombres sino al príncipe Hamlet, la definición roseau pensant [una caña que piensa] no nos ayuda a comprender a los hombres pero sí a un hombre, Pascal (Otras inquisiciones, en Obras completas, vol. II, Emecé, Barcelona, 2007, p. 296).