Nariz metódica
En cuestiones de narices no hay que descartar una mención especial a Descartes. No se trata de un juego de palabras venido al pelo, pues en verdad la suya fue una nariz no sólo abultada, como ponen de manifiesto sus retratos, sino perspicaz, recelosa y metódica. A Descartes no le olían bien las cosas tal como estaban en su época, así que decidió dudar de todo; sí, absolutamente de todo, hasta que encontrase algo de lo que no pudiese dudar aunque quisiera, es decir, algo que oliese bien. Y lo único que, tras haberlo sometido todo a su nuevo método, le olió a verdad indubitable fue su propio pensamiento. «Cogito, ergo sum», «Pienso, luego existo», fue el aroma al que no se pudo resistir y al que toda nariz, por más extravagantemente escéptica que simule ser, tendrá que rendirse sin discusión. La evidencia de las evidencias acababa de ser concebida.
Por haber buscado un comienzo nuevo y haberlo encontrado en la propia subjetividad, René Descartes (1596-1650) es considerado el padre de la modernidad. Como buen matemático que era, pensó que si aplicaba el método deductivo a la filosofía obtendría una ciencia tan perfecta y exacta como las matemáticas. Le echó narices al asunto y concibió un método que a partir de unas pocas reglas simples y claras pudiera conducirnos a una verdad indubitable. ¡Por fin el saber filosófico podría medirse con el resto de las ciencias!
La primera regla del método cartesiano nos recomienda no admitir como verdadera ninguna cosa si no sabemos con evidencia que lo es. Esta regla nos obliga a dudar de todo hasta que encontremos una verdad indubitable; es más, nos insta a considerar como falsas todas las cosas que se nos presenten susceptibles de la más nimia duda.
Pero ¿de qué podemos dudar? En primer lugar, nos dice Descartes, hay que dudar de todo lo que captamos por medio de los sentidos, porque estamos acostumbrados a formar ideas en nuestra mente cuya procedencia nunca hemos puesto en tela de juicio.
Hasta aquí, bien, pero ¿es posible dudar del conocimiento matemático, que no tiene nada que ver con los sentidos? En un primer momento, podría parecer que el matemático no va a desconfiar de las matemáticas: «dos y tres son cinco aunque esté dormido», observa. Sin embargo, puestos a llevar a término lo que prescribe la primera regla del método, habría que, por lo menos, intentar someterlas a la duda.
Si observo que hay hombres que se han equivocado razonando sobre cuestiones matemáticas o si supongo que existe un Dios que «ha querido hacernos tales que nos equivoquemos siempre, aun en las cosas que creemos conocer mejor, ¿por qué no podría permitir que nos equivocásemos siempre?». Es aquí donde Descartes introduce la hipótesis del «genio maligno», la posibilidad de suponer un Dios engañador que hiciera que nos equivocáramos al juzgar sobre aquellas cosas que nos parecen evidentes. Puestos a llevar la duda hasta sus últimas consecuencias, ¿no puedo acaso suponer esta hipótesis? Descartes responde afirmativamente: «Supondré que cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, ha puesto su industria toda en engañarme».
Pero, a pesar de que la duda llega hasta este extremo, no debe decaer nuestra esperanza de encontrar una primera verdad indubitable, sino que debemos poner gran cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad y prepararnos contra las astucias de ese gran burlador con el fin de que no siga engañándonos. En consecuencia, a pesar de que parece que todo es absolutamente dubitable y, por de pronto, falso, debemos continuar buscando (dudando).
Llegados a este punto, a Descartes se le ocurre un argumento incontestable: por mucho que dude, tengo que existir, de lo contrario, ni siquiera podría dudar. En el acto mismo de la duda se pone de manifiesto mi existencia. De esta manera, el olfato metódico de Descartes llega a la primera verdad, a un punto de apoyo absolutamente indubitable, el fulcro que le hará, como a Arquímedes, mover el mundo, la piedra de toque sobre la que comenzará a construir el edificio del saber. En esta primera verdad no hacen mella ni las «más extravagantes suposiciones de los escépticos»: Cogito, ergo sum, pienso, luego existo.
Esta oración consecutiva no debe interpretarse como un argumento o silogismo que deduce la existencia a partir del pensamiento. Se trata más bien de una visión intelectual, de una intuición: a la vez que pienso, cuando me percato de que pienso, en ese mismo momento, intuyo mi existencia (cuestión de olfato). Pensamiento y existencia están tan íntimamente ligados que si se dejara por un instante de pensar, se cesaría por completo de existir.
Aplicando su método, Descartes ha llegado a la primera verdad, a un punto de apoyo absolutamente indubitable: el pensamiento, el cogito. En el cogito afirmo mi existencia como algo pensante sin más. Yo soy una cosa pensante, una res cogitans. Esta sustancia pensante no depende de nada material ni se puede confundir con el cuerpo. Su única nota distintiva es el pensamiento.
Hasta el momento, la única verdad que parece resistir a la duda es el cogito, ergo sum. Pero ¿qué es lo que nos asegura que ésta sea una verdad indubitable? ¿Qué criterio debemos aplicar para cerciorarnos de que no es un autoengaño? Descartes propone como único criterio de verdad la claridad y distinción, Lo único que nos asegura la verdad de tal proposición es que la concebimos como una idea clara y distinta, es decir, con evidencia absoluta.
A partir de ahora, no hay que entender la verdad como la adecuación entre el entendimiento y la realidad, como mantenía la filosofía clásica, sino la adecuación del entendimiento consigo mismo. Aquello que el intelecto capta con absoluta claridad y distinción no puede ser falso, porque él mismo es el fundamento de la verdad. De esta forma, si sólo aceptamos ideas claras y distintas —evidentes— nos aseguraremos que vamos por el buen camino. Una idea clara y distinta es una idea simple, es decir, que no puede descomponerse. El método analítico culmina con este tipo de ideas que se resisten a un análisis ulterior. Por ejemplo, el pensamiento y la extensión son ideas simples, claras y distintas, porque por mucho que las analicemos no hallaremos otra cosa que pensamiento y extensión.
Pero la nariz metódica de Descartes no se da por satisfecha: la hipótesis del genio maligno vuelve a surgir. ¿Podría suponer la existencia de un Dios engañador que me haga confundir lo verdadero con lo falso y aquello que me parece claro y distinto en realidad no lo sea? Esta posibilidad desencadena una duda hiperbólica, que hace tambalearse el criterio de verdad y, junto a él, todo el sistema cartesiano.
Urge despejar esta duda. La única manera de hacerlo es demostrar la existencia de un Dios que no sea engañador y que me asegure que lo que concibo como evidente, en verdad lo sea. Para llevar a cabo esta empresa ha de comenzar Descartes por lo único que tiene, es decir, por el cogito, por el pensamiento, indagando si hay en él alguna idea de la que se pueda inferir la existencia de Dios. Yo, que soy una sustancia finita, no puedo ser la causa de la idea de Dios que hay en mí, de la idea de una sustancia infinita, eterna, inmutable, omnisciente y omnipotente; de ahí concluye Descartes que Dios existe, y que ha puesto en mí la idea de sustancia infinita.
Descartes quiere hallar una prueba demostrativa de la existencia de Dios «tan cierta como cualquier demostración geométrica». Partiendo de la idea clara y distinta de un ser perfectísimo, no deducir su existencia sería negarle una perfección. Así como no puedo pensar un triángulo rectilíneo sin deducir que la suma de sus ángulos es igual a dos rectos, o no puedo concebir una montaña sin valle, de la misma manera no puedo pensar en un Dios inexistente.
Esto no significa, aclara Descartes, que tenga que existir la montaña o el valle, sino que dada la primera, no puede ser pensada sin la nota esencial que la define. Es decir, supuesta una montaña, tiene que haber necesariamente un valle. Pero la idea de Dios es especialísima, ya que la nota esencial es la existencia: un Dios inexistente sería una contradicción.
Sin el supuesto de la existencia de Dios, sería imposible conocer con evidencia. Ahora que mi razón lo ha hecho necesariamente existente, puedo estar seguro no solamente de mi propia existencia (res cogitans) y de la de Dios (res infinita), sino también de la existencia del mundo material (res extensa).
Respecto al tema del ser humano, la nariz metódica de Descartes lo concibió como un híbrido de res cogitans y res extensa. Ambas sustancias son totalmente heterogéneas: mientras que el atributo de la primera es el pensamiento, el de la segunda es la extensión. De manera que todo lo corpóreo se explica de forma mecánica, mientras que el alma, el yo, la res cogitans nada tiene que ver con la extensión. Esta heterogeneidad de las dos sustancias que componen el ser humano provoca el problema conocido como la comunicación de sustancias, es decir, la relación entre el cuerpo y la mente. ¿Cómo puedo decidir levantar el brazo (acto de la voluntad, de la mente) y que mi brazo se levante (acto corpóreo)? Esta cuestión puede parecer una nimiedad, pero en filosofía es de narices tomar, tanto que fue uno de los frentes del racionalismo de los siglos XVII y XVIII. Descartes lo solucionó mal, lo que significa que lo dejó sin solucionar. Según él, cuando se produce un acto psíquico, la «glándula pineal» segrega unos «espíritus animales» que viajan a gran velocidad por el cuerpo para ordenarle que haga tal o cual cosa. Nótese que el concepto «espíritu animal» entraña una contradictio in terminis, que nada soluciona porque encierra el mismo dualismo que pretende evitar. El error consiste en creer que se puede explicar la relación entre mente y cuerpo recurriendo a una parte del cuerpo, en este caso la glándula pineal, como si el cuerpo pudiera cubrir la brecha que se abre entre el alma y el cuerpo.
La filosofía de Descartes tuvo, ya en su época, grandes entusiastas, como la reina Cristina de Suecia, quien lo invitó a su corte, y detractores, como el teólogo Antoine Arnauld (1612-1694), quien le envió algunas objeciones, entre las que destaca la denuncia de círculo vicioso. Según Arnauld, el razonamiento de Descartes caía en un círculo vicioso al demostrar la existencia de Dios después de haberlo supuesto como idea innata, cuya verdad a su vez está garantizada por Dios.
Otro de los contemporáneos que no vio claro el sistema cartesiano fue Blaise Pascal. Para él, la nariz de Descartes era demasiado metódica y olvidaba que «el corazón tiene razones que la razón no conoce».
Para meter las narices…
Descartes es uno de los pensadores más asequibles. Si no lo leimos en el instituto, es el momento de leer el Discurso del método (Tecnos, Madrid, 1990), su autobiografía intelectual, donde aparecen explicadas de forma sencilla las principales ideas cartesianas. Ya puestos, podemos seguir con las Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas (Alfaguara, Madrid, 1977), después con el Tratado de las pasiones del alma (Planeta, Barcelona, 1984), para acabar con el Tratado del hombre (Alianza, Madrid, 1990).
Descartes fue uno de los primeros filósofos en escribir en lengua vulgar, es decir, en una lengua diferente al latín. En 1637 apareció en francés su Discurso del método. Aunque Los principios de la filosofía los escribió en latín (1644), tres años más tarde aparece la traducción francesa del Abate Picot. Se da el caso de que la traducción añadió algunas frases, por lo que resultaban dos versiones relativamente distintas. Esto supuso un inconveniente a la hora de hacer la versión en un tercer idioma. La edición que yo tengo es de 1925 y su traductora avisa de este pormenor: «En vista, pues, de que son dos textos, relativamente distintos, mi empeño ha sido, con el fin de que no se pierda doctrina, armonizarlos, formando uno solo con los dos, a la vez que independientemente puedan leerse. Así, ajustándome al latino, me he servido de los paréntesis cuadrados para encerrar las frases o conceptos sobreañadidos por el francés» (Los principios de la filosofía, versión-refundición de […] por Juliana Izquierdo y Moya, Editorial Reus, Madrid, 1925, p. XII).
Hubo un cierto médico de origen hispano-portugués que se adelantó a Descartes; se llamaba Francisco Sánchez (1552?-1623). Escribió un opúsculo filosófico titulado Quod nihil scitur, Que nada se sabe (Espasa-Calpe, Madrid, 1991), donde dice cosas tan cartesianas como ésta: «Entonces me encerré dentro de mí mismo y comencé a poner en duda todas las cosas como si nadie me hubiese enseñado nada, y empecé a examinarlas en sí mismas, que es la única manera de saber algo. Me remonté hasta los primeros principios, y cuanto más pensaba, más dudaba». ¿Quién no ve aquí un antecedente de Descartes? Pero nadie conoce a Francisco Sánchez; quizá porque no tuvo narices suficientes o quizá por razón de su origen.
Hace unos años celebramos el cuarto centenario del nacimiento de Descartes. Entonces se publicaron muchas obras sobre el pensamiento del filósofo francés. Entre ellas, destaca la obra de Nicolas Grimaldi, profesor emérito de la Universidad París-Sorbona, titulada: Etudes cartésiennes. Dieu, le temps et la liberté (Vrin, París, 1996) (¡lástima que no esté traducida a nuestro idioma!), la reedición de Evidencia y realidad en Descartes de Leonardo Polo (Eunsa, Pamplona, 1996), así como el extenso estudio de Bernard Williams: Descartes. El proyecto de la investigación pura (Cátedra, Madrid, 1996).
Recientemente, Richard Watson, profesor de la Washington University de San Luis, ha publicado una biografía en la que muestra el lado más humano del padre de la modernidad, titulada: Descartes. El filósofo de la luz (Ediciones B, Barcelona, 2003).