Nariz utópica
Erasmo de Rotterdam, en una carta dirigida a Ulrich von Hutten en 1519, nos dibuja la fisonomía de Tomás Moro, pero no dice nada de su nariz. Describe a su gran amigo como un hombre de mediana estatura, de tez pálida, pelo castaño oscuro y ojos de un azul grisáceo. «Su semblante —continúa con la descripción— está en armonía con su carácter, siempre expresa una amable alegría, e incluso una risa incipiente y, para hablar con franqueza, está mejor condicionado para la alegría que para la gravedad». Pero lo que a Erasmo más le llamó la atención del humanista inglés fue el ambiente que se respiraba en su residencia de Chelsea. La casa de Moro era, según él, una «segunda academia platónica», donde el estudio y la devoción palpitaban en todos sus rincones, como si la «utopía» del humanismo renacentista se hubiera encarnado en aquel hogar inglés.
De Tomás Moro (1478-1535) conocemos más su vida que su filosofía, quizá porque dejó ésta impresa en aquélla, quizá porque, como Sócrates, murió por sus ideas. Lord Canciller de Inglaterra, para la historia; humanista, para la filosofía; autor de Utopía, para la teoría política; y mártir, para la Iglesia católica. Su recta nariz le hizo mantenerse firme en sus convicciones, aunque éstas chocaran frontalmente con los deseos de su rey.
Y los deseos de su majestad Enrique VIII eran divorciarse de Roma para poder hacerlo de su legítima esposa. Los eclesiásticos, los políticos, los nobles y los juristas de toda Inglaterra, tal vez por miedo, tal vez por propia ambición, apoyaron el cisma propuesto por el monarca. Sin embargo, un hombre, un particular, un abogado íntegro donde los haya, sir Thomas More, a quien Enrique VIII tenía en gran consideración, se negó a dar el visto bueno a una tal segregación. El rey quería convertirse en cabeza de la Iglesia y para ello había que cortar la de su máximo oponente: Moro fue decapitado en 1535.
A pesar de las presiones a las que fue sometido tanto él como su familia, Moro mantuvo siempre la cabeza bien alta hasta que se la cercenó el único argumento contra el que no podía hacer nada: el hacha del verdugo. El filo silenció la vida de Moro, pero no su voz, que adquirió la fuerza del martirio.
Pero lo que nos interesa de Tomás Moro no es sólo que se jugó el pescuezo por meter las narices en asuntos reales, sino también que lo hizo en temas filosóficos. Como buen humanista criticó los defectos de la sociedad de su tiempo y buscó cómo mejorar las cosas. Lo que ocurrió es que apuntó muy alto, tan alto tan alto que llegó a inventar la utopía.
Utopía fue el nombre con que bautizó a su isla imaginaria. El origen etimológico de la palabra hay que buscarlo en dos vocablos griegos «ou» o «eu», que significan respectivamente «no» y «bueno», y «topos», que quiere decir «lugar». Por tanto, «utopía» viene a querer expresar lo que «no se da en ningún lugar» (si la hacemos derivar de «ou») o «un lugar óptimo» (si lo hacemos de «eu»). Ambos sentidos, sin embargo, se complementan, ya que lo excelente es difícil que se dé en la realidad: toda utopía es tanto «outopía» como «eutopía».
Ya Platón admitió el carácter eu/ou-tópico de su República, cuando afirma: «Hablas sin duda de la ciudad que tratábamos de fundar y que sólo existe en nuestra imaginación; porque no creo que tenga asiento en lugar alguno de la tierra». Y el propio Tomás Moro acaba su obra con estas palabras: «Quiero confesar que cuando miro nuestras ciudades, comprendo que muchas de las instituciones de Utopía son más bien para ser añoradas que para esperar verlas realizadas».
El pensamiento utópico surge en el Renacimiento, pero tiene antecedentes en otras épocas; basta pensar en la República de Platón o en La ciudad de Dios de san Agustín, por no remontarnos al relato del Génesis o el mito de las edades de Hesíodo. Sin embargo, la fuerza y personalidad que adquiere en esta época lo constituye en una forma de pensamiento totalmente nueva. En la aparición de las utopías, no sólo la de Tomás Moro, tuvo bastante que ver el descubrimiento del Nuevo Mundo. Muchos hombres se lanzaron a la búsqueda de paraísos perdidos, de la nueva Atlántida, de la isla de Jauja, de las Islas Afortunadas o del Dorado, con el ánimo de encontrar, en palabras de Américo Vespucio, «tierras exóticas, pueblos que viven en comunidad, que desprecian el oro, sin propiedad, en arreglo con la naturaleza e, incluso, sin rey».
Las diversas versiones utópicas que van a surgir durante los siglos XVI y XVII se caracterizan por presentar una sociedad donde todo el mundo trabaja y donde existe un bienestar cotidiano promovido por los inventos técnicos de la época. En ellas hay una conciencia universal de la humanidad y una crítica a las condiciones sociales del momento. Las utopías van dirigidas, consciente o inconscientemente, contra la explotación por parte de los gobernantes y las desigualdades sociales.
El título completo de la obra de Moro, escrita en 1516, es De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia. En ella describe, en forma novelada, un estado ideal en la isla de Utopía. Comienza criticando la explotación agraria y ganadera, la codicia de beneficios cada vez mayores y la acumulación de la riqueza en manos de unos pocos. Esta situación genera la aparición de indigentes que tienen que robar para sobrevivir y son duramente castigados. Moro apuesta más por una mejor distribución de la riqueza que por la severidad de la ley. El gobierno, en vez de preocuparse por el bienestar de los ciudadanos, se ocupa en guerras de conquista que agravan más la situación y que, como consecuencia, acaban gravando los impuestos.
Como solución a estos problemas, Moro propone una sociedad agrícola que gira en torno a la unidad familiar. La propiedad privada queda abolida y el dinero desaparece, el rey sólo tiene por señal distintiva un puñado de espigas (como las fasces en la República romana). En Utopía se trabaja seis horas al día y el resto de la jornada se ocupa en actividades culturales. Quedan prohibidas las luchas teológicas y filosóficas: todas las opiniones deben ser toleradas. Sin embargo, aquellos que negasen la existencia de Dios, la inmortalidad del alma o las sanciones en la vida futura, no podrían dedicarse a la política y serían tenidos como hombres inferiores. Moro quería evitar las guerras de religiones, sin eliminar la religión.
Consciente de las tensiones políticas, teológicas y sociales que en su tiempo provocaba la religión, Moro no opta por diluirla sometiéndola a la razón, sino que propone que en Utopía haya una religión «única y superior» que integre todas las religiones particulares y las proteja, de tal manera que «nadie pueda ser molestado a causa de su religión», como, sin duda, lo fue él. En Utopía habrá grandes templos, en los que reinará el silencio y la penumbra para favorecer el recogimiento; en ellos no habrá ninguna imagen de ningún dios particular para no coartar la libertad.
Utopía está organizada en 54 ciudades. Cada 30 familias se nombra un magistrado o filarco y cada 10 magistrados, un protomagistrado. Hay 200 filarcos que eligen al príncipe entre los candidatos presentados por el pueblo.
A lo largo del Renacimiento se ensayaron otras utopías, como La ciudad del Sol de Tommasso Campanella (1568-1635) o La nueva Atlántida de Francis Bacon (1561-1626).
Tommasso Campanella no proponía un islote feliz en medio de la desgracia general, no buscaba un refugio para pasar la tormenta del momento, sino una sociedad perfecta a la que se podrá llegar, no por medio de la fuerza, sino mediante el convencimiento. En la ciudad solar todos los hombres serán libres e iguales, nadie tendrá más de lo necesario y a nadie le faltará lo suficiente para disfrutar de una vida grata. Los hombres se complacerán en su propio trabajo y gozarán en su tiempo libre. No se tendrá que trabajar más de cuatro horas al día, el resto del tiempo se podrá dedicar al estudio, a la discusión, al paseo, a la escritura y a alegres ejercicios mentales y físicos. La comunidad hace a los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos porque lo tienen todo y pobres porque no poseen nada. En esa sociedad, no serán los hombres los que sirven a las cosas, sino las cosas las que sirvan a los hombres.
En la Ciudad del Sol todo es común, tanto los bienes como las mujeres, de manera que no hay ni familia ni servidumbre. El jefe supremo, llamado Hoh, es representante de Dios y sus decisiones son inapelables. Está asistido por tres jefes: Pon, Sin y Mor, que significan respectivamente: Poder, Sabiduría y Amor. El primero se encarga de la parte militar, el segundo de la cultura y el tercero de todo lo concerniente a la procreación, a la educación de los hijos y al mantenimiento de la sociedad.
Campanella estaba convencido de que su ciudad ideal resulta la más racional, porque disminuye la ingratitud del trabajo y convierte a los hombres en dueños de su propio destino. En definitiva, se halla —según sus propias palabras— «conforme a los dictámenes de la razón».
En La nueva Atlántida, Francis Bacon describe un viaje a una isla del Pacífico, llamada Bensalem, en la que encuentra la «Casa de Salomón», un instituto que está dedicado, según le informan, al estudio y la contemplación de las obras y criaturas de Dios. Allí se estudian las causas y virtudes internas de la naturaleza y se llevan a cabo inventos sorprendentes como los submarinos y los aeroplanos. Los avances tecnológicos serán los que proporcionarán a los habitantes de la nueva Atlántida una vida sin preocupaciones y llena de comodidades.
Para meter las narices…
El pensamiento utópico tendrá continuidad en la modernidad: baste pensar en Viaje a la Luna de Cyrano de Bergerac (Espasa, Madrid, 2000) o en La república de Océana de James Harrington (FCE, Buenos Aires, 1987); en la Ilustración, con obras como Robinson Crusoe de Daniel Defoe (Rialp, Madrid, 1989) o Emilio de Rousseau (Alianza, Madrid, 1995); en el siglo XIX, donde encontramos El catecismo de los industriales del Conde de Saint-Simon (Aguilar, Madrid, 1964), La armonía pasional del Nuevo Mundo de Charles Fourier (Taurus, Madrid, 2005) o Viaje por Icaria de Etienne Cabet (Orbis, Barcelona, 1985); y en el siglo XX: Summerhill de Alexander Nelly (Alianza, Madrid, 1990) y Walden Dos de Skinner (Orbis, Barcelona, 1985).
La Utopía de Tomás Moro puede encontrarse en Espasa-Calpe (Madrid, 2007). Francisco de Quevedo escribió en el prólogo de la traducción española: «El libro es corto; mas para entenderle como merece, ninguna vida será larga. Escribió poco y dijo mucho. Si los que gobiernan le obedecen, y los que obedecen se gobiernan por él, ni a aquellos será carga, ni a éstos cuidado».
Pero que el lector no se quede sólo en Utopía, que rastree también el Diálogo de la fortaleza contra la tribulación (Rialp, Madrid, 2002) en el que Tomás Moro, recluido en la Torre de Londres, imagina a la virtud de la fortaleza luchando contra las tribulaciones que se ceban en su persona; o Un hombre para todas las horas: correspondencia selecta (en la misma editorial, 1998).
Anna Sardaro ha escrito un ensayo sobre La correspondencia de Tomás Moro (Eunsa, Pamplona, 2007). A su juicio, las cartas privadas de Moro, que no estaban concebidas como género literario, «constituyen un camino directo tanto para acercarse a su vida como para entender la época y las circunstancias en que vivió». El libro recoge una selección de las cartas más significativas escritas por el santo entre 1501 y 1535, en bilingüe: inglés y castellano.
Los cinéfilos no se pueden perder la película de Fred Zinnemann, Un hombre para la eternidad (1966), galardonada con seis oscars, dedicada a los últimos años de la vida de Tomás Moro y sus difíciles relaciones con Enrique VIII. El film está basado en una obra de teatro de Robert Bolt, representada con éxito durante años.
La película nos regala una prueba de la existencia de Dios, llamada técnicamente «por el anhelo natural de felicidad». Ese anhelo natural que hay en todo ser humano supondría la existencia de lo anhelado, pero como el corazón del hombre no puede ser llenado por nada finito, debe existir un ser Infinito que colme sus deseos, que sería Dios. Al final de la película, cuando Tomás Moro va a ser decapitado, le dice a su verdugo a la vez que, como era costumbre, le entrega una moneda: «Haz tu trabajo sin preocuparte, que a mí me llevas junto a Dios». «Muy seguro estás de ello, sir Thomas», le contesta burlonamente el alguacil. A lo que Tomás responde con serenidad: «No puede defraudarme Aquel a quien tanto deseo ver». Al momento, cae el hacha y el telón.
En el Semanario pintoresco español, de 14 de julio de 1844, en la sección «Galería de pinturas», dedicada ese número a la Escuela flamenca, se cita el comentario que hace Cean Bermúdez del retrato de Tomás Moro copiado por Rubens: «Su cabeza no puede ser más animada, conserva el carácter inglés, nariz larga, nobleza en la frente, con gran vivacidad en los ojos, y está cubierta con una gorra negra de seda» (p. 221).