Tras el rastro del Uno
El rostro de Plotino es poco más que una calavera, enjuto y seco. Los ojos extasiados y la nariz delgada y aquilina. Por eso, probablemente, en algunos bustos está rota. O quizá se la dejó rastreando por las alturas, allí donde no llegaban sus ojos y adonde acudió a menudo mediante arrebatos místicos (su discípulo Porfirio refiere que lo vio llegar al éxtasis en cuatro ocasiones). De lo que no cabe duda es que Plotino debió de ser un hombre profundo y de extraordinaria amabilidad, muy amado por sus discípulos y por muchos que se le acercaban en busca de consejo para dirigir sus conciencias. Eustoquio, el médico que le atendió en su lecho de muerte, refiere que pronunció estas palabras antes de expirar: «Te estaba esperando, antes de que lo que hay en mí de divino parta para unirse a lo que hay de divino en el universo».
Entre estoicos, escépticos y eclécticos, la filosofía griega fue menguando poco a poco hasta quedar prácticamente aletargada. Pero ocurrió que apareció el cristianismo —una religión con un fuerte contenido especulativo—, el cual alentará los últimos rescoldos de la filosofía pagana que reaccionará recuperando el platonismo para llevarlo al terreno de la religión. En definitiva, cuando el platonismo metió las narices en temas religiosos se convirtió en neoplatonismo.
El neoplatonismo es el canto de cisne de la filosofía antigua. Como el ave majestuosa emite su más bello canto cuando se ve morir, del mismo modo la Antigüedad nos legó la más profunda filosofía al exhalar su último aliento. Con Plotino suena el acorde final, aquel con que se resume toda la partitura y arranca los aplausos del público.
Plotino nació en Lycópolis (Egipto) en el año 204 de nuestra era. Hacia 232 contactó en Alejandría con Ammonio Saccas, continuador de Filón. En 244 se instaló en Roma, donde abrió una escuela filosófica y donde adquirió gran fama. Murió en el año 270 d.C. Su discípulo Porfirio reunió sus escritos en seis grupos de nueve tratados, lo que conocemos como las Enéadas.
Plotino siguió el rastro del Uno. Pero ¿qué es el Uno? El Uno está por encima de todo, por encima del ser y de la inteligencia, y justamente por eso es causa de todo ser y de toda inteligencia. En sus Enéadas nos dice que el Uno, «principio de todas las cosas, no es todas las cosas; pero es todas las cosas, ya que todas en cierto modo vuelven a él; o más bien, desde este punto de vista, no son aún, pero serán».
El Uno está «más allá de la esencia», «es inefable», «podemos hablar de él, pero no expresarlo», pues «no tenemos de él ni conocimiento ni pensamiento»; sólo podemos decir «lo que no es», porque es «la intimidad misma de la inteligencia», «superior a lo que nosotros llamamos ser». El Uno no tiene forma ni esencia, está «más allá del ser»; los pitagóricos lo llamaron Apolo, que significa «negación de la pluralidad», pues es de la «máxima simplicidad»; «no tiene necesidad de ser», «se produce a sí mismo», es «acto primero» y «pura libertad»; «su ser es uno con su producción y en cierto modo con su generación eterna». «Siendo la naturaleza del Uno productora de todas las cosas, no es nada de lo que produce».
Del Uno emanan todas las cosas. Esto no significa que sea creador, porque tampoco es Dios: él está por encima de la divinidad. Pero tampoco hay que interpretar de forma panteísta como si el Uno fuera inmanente al mundo. No, para Plotino no hay una emanación de los seres a partir del Ser, pues ya hemos dicho que el Uno no es el Ser, sino una emanación de lo múltiple a partir del Uno.
¿Qué es, entonces, el Uno? Plotino responde: la potencia de todas las cosas, sin la cual, nada sería. De ella surgen todas las cosas como mana el agua de una fuente, como surge la luz del Sol. Este proceso emanativo, procesión descendente o exitus del Uno tiene tres momentos o hipóstasis:
El nous o inteligencia. La actividad emanada por el Uno, como la luz del Sol, constituye la Inteligencia, que tiene como objeto la contemplación de sí misma y del Uno. La Inteligencia contempla el cosmos noetós, que contiene las Ideas. Sobre sí contempla al Uno y bajo ella a sí misma. Esa autocontemplación le hace ser esencialmente creadora, como el Demiurgo platónico; y así, produce la siguiente hipóstasis.
El alma cósmica. No conoce al Uno, pero conoce, no por contemplación sino por razón discursiva, el mundo de las Ideas de la Inteligencia. Sobre sí conoce el mundo de las Ideas y bajo ella produce las razones seminales de todas las cosas informando a todos los seres. Del alma cósmica proceden todas las almas y todas las formas sensibles, de tal manera que habría que decir, no tanto que el alma está en el mundo, sino que el mundo está en el alma.
El mundo sensible. De la unión de la parte inferior del alma cósmica con la materia surge el mundo sensible. Gracias al alma cósmica, lo que era un cadáver inerte («tinieblas de no-ser») llega a ser como un reflejo del mundo inteligible, un cosmos ordenado y bello. Por encima de él se encuentran las almas y por debajo, los cuerpos materiales.
La materia. Conforma el ínfimo grado en la escala de los seres. Es puro no-ser, privación, principio del mal, el opuesto necesario para que haya devenir, la absoluta oscuridad capaz de recibir la luz. Sobre sí se halla lo corpóreo; bajo ella, el no-ser absoluto.
Estas etapas o momentos del exitus del Uno se pueden comparar con estratos o capas que, por encima, contactan con la hipóstasis superior y, por debajo, con la inferior. De un modo semejante, el retorno a la Unidad se llevará a cabo abandonando la parte inferior y colocándose sobre la superior. El único ser que lo puede lograr es el hombre, pues es un híbrido compuesto por cuerpo y alma. El hombre es, como en Platón, sobre todo, su alma, que se encuentra encarcelada en un cuerpo. El cuerpo le hace vivir en la oscuridad, alejada de su destino luminoso.
Plotino enseñaba que el hombre tiene tres almas: la sensitiva, mediante la que se une al cuerpo; la racional, gracias a la cual puede apartarse del cuerpo; y la intelectiva, por la que participa de la Inteligencia. Esta última no se encuentra unida al cuerpo, sino como la luz en el aire, por lo que mantiene siempre el recuerdo de su estado anterior y un ardiente deseo de liberarse y retornar a su origen. Pero para conseguirlo necesita esforzarse e iniciar un proceso de purificación, comenzando por separarse de los deseos que tiene el cuerpo y liberarse de las pasiones, por la práctica de las virtudes catárticas. Después vendrá la contemplación noética, en la que el alma, ya purificada de lo sensible, podrá contemplar las realidades inteligibles. Se habrá iniciado ya la huida hacia arriba.
Suprimida el alma sensitiva que se encuentra unida a la materia, desvanecido todo discurso y todo raciocinio del alma racional, queda todavía extirpar el alma intelectiva. Esta capta las Ideas, pero no el Uno, que está por encima de las Ideas. Al final, tras el raciocinio y la contemplación noética, llega al éxtasis. Ahora ya no se contemplan objetos, sino la luz misma que los ilumina. Más que contemplación de la luz y del principio de la luz se trata de una unión, de un contacto suprainteligible con el Uno. El objeto de la visión se confunde con la visión misma y la inteligencia queda fija en su contemplación. Plotino caracteriza el éxtasis como una «contemplación viviente», un pensamiento tan puro que es un no-pensar. Llegado a este estado, el hombre pierde su personalidad, deja de ser él mismo, tras el rastro del Uno.
Para meter las narices…
Quien quiera ir tras el rastro de Plotino puede empezar con el libro de José Alsina, El neoplatonismo. Síntesis del Espiritualismo Antiguo (Anthropos, Barcelona, 1989) y, si se atreve, meter las narices en las Enéadas, publicadas en tres volúmenes por Gredos. El primer volumen incluye la Vida de Epicuro escrita por Porfirio.
En temas tan profundos como los que trata Plotino, la filosofía se presenta como la hermana torpe de la poesía. Se esfuerza por llegar hasta lo más profundo, pero tropieza inevitablemente con las limitaciones del lenguaje racional. No obstante, el discurso de las Enéadas se aproxima todo cuanto puede al lenguaje evocador, insinuante y arrebatador de la poesía. Poesía que no llegó a escribir Plotino, pero sí un «discípulo» suyo de nuestros días: se trata de Caries Duarte, quien bajo el título El silenci, versifica el pensamiento del filósofo griego. Véase la traducción castellana: El silencio (Seuba Ediciones, Barcelona, 2001). Con su permiso transcribo el primer poema:
Al principio sólo existía el silencio
Dios no había nacido.
Dios nació del silencio
para crear la vida incesante,
un latido sin fin.
Y surgió el universo
y era azul.
Existió la materia,
la Tierra empezó a ser.
Y vino el horizonte
y un sol rojo guardaba la luz
mientras los ojos aprendían el sueño
y la noche se abría paso entre los cuerpos.
Más allá del miedo,
de la voz,
en el corazón del mundo
sólo vive el silencio.
«De Plotino se cuenta —escribe Jorge Luis Borges— que estaba casi avergonzado de habitar en un cuerpo y que no permitió a los escultores la perpetuación de sus rasgos. Un amigo le rogaba una vez que se dejara retratar; Plotino le dijo: “Bastante me fatiga tener que arrastrar este simulacro en que la naturaleza me ha encarcelado. ¿Consentiré además que se perpetúe la imagen de esta imagen?”» (Otras inquisiciones, en Obras completas, vol. II, Emecé, Barcelona, 2007, p. 274).