Las narices muy altas
El encargo que dejó Sócrates al joven Platón fue nada más y nada menos que la construcción de Occidente. ¡Casi nada! ¡Como si fuera tan fácil! Una cosa es ir de acá para allá metiendo las narices y otra muy distinta poner las bases filosóficas de nuestra cultura. Hay que tener las narices muy altas para merecer semejante privilegio. Sea como fuere, la verdad es que somos hijos de Platón. Así las cosas, no parece tan exagerado aquel dicho de Alfred Whitehead según el cual la historia de la filosofía no es otra cosa que las notas a pie de página de las obras del genial ateniense. Mientras nosotros nos dedicamos a poner las notas a pie de página, Platón no deja de señalarnos con el dedo hacia arriba, como lo representa Raphael en La escuela de Atenas, queriendo elevar nuestra mirada para que no nos bajuras.
Platón (427-347 a.C.) aprendió mucho de Sócrates y comprendió a la perfección de qué iba todo el asunto; por eso, no se quedó en un mero socratismo, sino que evolucionó hasta un pensamiento original propio. Como buen discípulo, hizo suyas las doctrinas fundamentales de su maestro: el valor de una vida virtuosa, la importancia de la educación, el método interrogativo, la inmutabilidad y necesidad del saber científico y el amor a la sabiduría por encima de todo. Pero, como ya se ha dicho, Sócrates no podía tener discípulos al uso, por eso Platón fue más allá de las enseñanzas de su maestro y buscó la fundamentación ontológica de su legado.
Dicho de manera lapidariamente técnica: Platón elevó a categoría ontológica la definición buscada por Sócrates. Dicho de manera sencilla: Platón inventó el mundo de las ideas, un lugar (aunque no ocupaba lugar) donde habitan todas las definiciones, como un grandioso diccionario en el que las palabras como justicia, verdad, bondad, virtud, hombre, caballo, sabiduría, etc. tuvieran vida propia. Para poder explicar un mundo cambiante, plural y contingente, el discípulo de Sócrates postuló la existencia de una realidad fija, estable y absoluta, compuesta por entidades eternas, divinas, simples, inmutables e inopinables, que llamaba ideas.
Para saber lo que es la justicia, Sócrates proponía llegar a la definición mediante el diálogo; si llegamos a descubrir la definición de justicia, es decir, «lo que es» la justicia, habremos alcanzado lo común y objetivo. Esa definición, pensaba Sócrates, se encuentra de forma innata en la mente o en el alma, pero ¿cómo ha llegado a estar allí? A Platón se le ocurre la siguiente teoría: ha llegado a la mente porque existe en un mundo aparte sólo accesible a la inteligencia. Ese mundo de las ideas se ordena jerárquicamente, a la manera de una monarquía. Por encima de todas se encuentra la idea suprema de Bien, en la que se condensa la plenitud de ser y de perfección. La idea de Bien es la idea de las ideas, la causa, el fin y la razón última de la que participan las demás cosas. Platón la representaba con la imagen del Sol.
Para explicar su pensamiento, Platón ideó una alegoría, conocida como el mito de la caverna, en la que compara a los hombres con prisioneros que nunca han visto la luz del Sol y permanecen encadenados en el fondo de una cueva, de espaldas a la única abertura que comunica con el exterior. Los prisioneros tienen a su espalda un muro elevado y sólo pueden oír las voces de los hombres que pasan tras él transportando diversos objetos en sus cabezas. Esos objetos, gracias a un fuego que arde a la entrada, proyectan, al modo de las sombras chinescas, sus reflejos sobre la pared del fondo de la cueva y los prisioneros sólo pueden ver esas imágenes. En este estado permanecen hasta que alguien los libere de las cadenas y les haga ver el engaño. Entonces podrán contemplar los objetos reales (las ideas) y salir al exterior, donde brilla el Sol (idea de Bien).
De forma similar vivimos los seres humanos. Mientras nos dejamos encadenar por nuestros sentidos, solamente podemos ver las cosas sensibles, que no son sino imágenes o sombras de la verdadera realidad. Pero gracias al ejercicio de la dialéctica, del diálogo filosófico, somos capaces de liberarnos de las cadenas, de ver más allá de nuestras propias narices y de contemplar el mundo verdaderamente real.
Imagínese el lector que, por meter las narices, se encontrara como esos prisioneros, pero que alguien lo desatara y le ayudara a subir por el muro que tiene a la espalda. Cuando hubiera llegado arriba y se asomara a la luz para ver los objetos que causan las sombras, ¿qué le ocurriría? Probablemente no vería nada, porque la luminosidad dañaría sus ojos, hechos a la oscuridad y desacostumbrados a la luz. Esto significa que lograr el conocimiento del mundo suprasensible no es fácil, sino que requiere un gran sacrificio.
Pero, al cabo del tiempo, los ojos del aventurado lector se irían acostumbrando a la claridad hasta que lograrían disfrutar de los objetos mucho más que de sus sombras. Se daría cuenta, entonces, de que los objetos verdaderos tienen tres dimensiones y formas y colores diversos. Pero, después de esta excursión al mundo de las ideas, tendría que regresar a su sitio y volver a contemplar las sombras. ¿Qué le ocurriría entonces? Seguramente lo que ocurre cuando se entra en una habitación en penumbra un día soleado: no vería apenas y juzgaría erróneamente sobre las sombras de allá abajo. Entonces, el osado lector querría avisar a los demás prisioneros sobre el «engaño» e intentaría convencerlos de que lo que han visto desde siempre no es real, sino sombras de la verdadera realidad. Pero ¿qué pensarían ellos? ¿No creerían que aquel intruso no está bien de la cabeza? ¿No lo cogerían y lo matarían si pudieran?
Esto último es lo que le ocurrió a Sócrates. Por empeñarse en avisar a sus contemporáneos de que lo que ven no son sino sombras, perdió la vida.
Pero la «derrota» de Sócrates fue una victoria que le otorgó al discípulo la fuerza suficiente para salir de la caverna. Platón nos está diciendo que no nos tenemos que conformar con lo que captan nuestros sentidos, sino que debemos ir más allá hasta ver qué hay tras las apariencias, hasta descubrir lo suprasensible que es la causa de lo sensible. Los prisioneros que no logran desatarse y siguen pensando que lo real son las sombras no pueden hacer ciencia, sólo pueden dar opiniones diversas. Ocurriría como si nos empeñáramos en discutir sobre cuál es la sombra verdadera de un jugador de fútbol (las luces de los estadios proyectan varias a la vez). Sólo podremos decir algo científicamente consistente si nos fijamos, no en las sombras, sino en el jugador mismo.
Por lo tanto, la clave para entender el mundo radica en comprender que, en definitiva, no es real, sino solamente una copia de la verdadera realidad, que son las ideas. Sólo somos sombras chinescas que nos movemos gracias a que las siluetas reales se mueven, como la sombra que marca las horas en un reloj de sol, pero si se oculta el astro rey o se rompe el estilo, simplemente desaparece, y el reloj se hace inútil. Esta es nuestra condición y la condición de todo lo que nos rodea.
Lo que ocurre es que nos resulta difícil admitirlo, porque lo hemos olvidado, porque sufrimos una amnesia radical, metafísica, y no recordamos el estado normal de las cosas. Ese olvido ontológico tiene como causa principal nuestra naturaleza corpórea, pues cuanto más confiamos en los sentidos más nos alejamos del verdadero conocimiento. Sólo el cultivo de la inteligencia pura, desligada de lo sensible, nos permitirá superar la amnesia absoluta y recordar ese estado primigenio, cuando no había sombras y la luminosidad era total. Se entiende, entonces, que para Platón conocer no sea otra cosa que recordar. Teoría que se conoce con el nombre de reminiscencia.
En el año 387 a.C., Platón fundó la Academia, una auténtica universidad antigua. Allí enseñó hasta su muerte, acaecida en 347 a.C. En la Academia de Platón se estudiaba Filosofía, Matemáticas, Astronomía y seguramente también Zoología y Botánica. Junto a estas disciplinas se atendía a la formación humana de los alumnos, también, lógicamente, en su aspecto político. En el dintel de la puerta de entrada a la Academia había un letrero que decía: «Que nadie entre sin saber geometría», pues no se puede acceder al saber puro (la noesis) sin un dominio del saber hipotético (la dianoia).
Fue en política donde Platón metió las narices hasta el fondo. No es que fuera un comprometido, como diríamos ahora, sino más bien un idealista que buscaba la ciudad perfecta, la organización social ideal donde reinara la justicia. Para encontrarla se le ocurrió estructurarla del mismo modo a como lo está el alma humana. Así, al igual que el alma es tripartita (pues desarrolla tres funciones: racional, irascible y concupiscible), la sociedad ha de estar estructurada según ese modelo. En ella, los filósofos desempeñarán la función de gobernar, desarrollando la prudencia o sabiduría práctica como la virtud propia de la parte racional (alma de oro). Junto a ellos, los guardianes deberán ocuparse de la protección del orden social como reflejo que son del valor de la parte irascible (alma de plata). A su vez, los artesanos y labradores son los que deberán mantenerla, pues son el espejo de la templanza de la parte concupiscible (alma de hierro y bronce), ya que se encargan de procurar y distribuir los bienes materiales.
Del mismo modo que el hombre armónico debe integrar las tres funciones del alma, la sociedad no sería perfecta sin la integración de las tres clases sociales. Pertenecer a una clase social o a otra no depende de las riquezas u otros motivos similares, sino de la naturaleza. Por ejemplo, aquellos que, por naturaleza, desarrollan el alma racional más que las otras dos, serán los que gobiernen. Lo mismo ocurre con los restantes. De lo que se trata fundamentalmente es de colocar a cada individuo en el lugar que por naturaleza le corresponde, así como procurar que no se mezclen las clases. De ello se ocupa la virtud social por antonomasia que es la justicia.
Como puede apreciarse, el planteamiento platónico no es muy democrático que digamos, sino todo lo contrario. Sin embargo, hay que decir en favor de Platón que, en cierto modo, su proyecto surge por un exceso de idealismo o, lo que es lo mismo, por haber puesto las narices muy altas, por haber buscado la utopía. En su obra El espíritu de la utopía (1918), el filósofo alemán Ernst Bloch afirma que «la utopía no es la huida hacia lo irreal, sino la exploración de las posibilidades objetivas de lo real y la lucha por su concreción». Creo que eso es lo que pretendió Platón.
Al modo de nuestro Ortega y Gasset, Platón temía una «rebelión de las masas» que pudiera conceder el gobierno de la ciudad a un hombre de hierro o bronce. Ese error lo pagaríamos muy caro: nada más y nada menos que con el fin de la sociedad. Debemos, por tanto, estar sobre aviso y no dejar las riendas de la cosa pública en manos de cualquiera.
El «divino» Platón, como lo llamaban los antiguos, cumplió el encargo que le había hecho Sócrates. Nos enseñó que hay algo detrás de las apariencias que debemos descubrir, aunque no sin esfuerzo; nos asomó a la profundidad del ser humano, de su valor moral, y nos dejó una obra impresionante para que sigamos escudriñando su pensamiento y no nos olvidemos de seguir haciéndonos preguntas.
Para meter las narices…
Si nos adentramos en los imprescindibles Diálogos platónicos (publicados por la editorial Gredos), enseguida observamos que están llenos de imágenes y mitos. El elemento mítico en Platón no es casual, sino que aparece para contrarrestar el movimiento irónico llevado a cabo por Sócrates y que se encuentra, como es lógico, en los Diálogos socráticos o de juventud. El uso de mitos en la obra de Platón obedece a la intención constructiva de su filosofía. Ya se ha dicho que la ironía no construye y que necesita de una fase que concretice y edifique. Por este motivo, casi todas las doctrinas platónicas, por lo menos las fundamentales, se apoyan en imágenes míticas o alegóricas. Si el lector quiere meter las narices en este asunto, le remito a los siguientes lugares:
— | En el Timeo (29a y ss.) se narra el mito del nacimiento del Cosmos. |
— | En el Banquete (202a y ss.) se encuentra el mito de Eros, hijo de Poros y Penia. |
— | Al final del Gorgias (523b y ss.) se puede buscar la leyenda de las islas de los bienaventurados y el Tártaro. |
— | Sobre el destino de los muertos, consúltese el Fedón (112c y ss.). |
— | La República está llena de imágenes y alegorías, como el mito de Er (614c y ss.), el mito de la caverna (514a y ss.), la historia del pastor Giges, capaz de volverse invisible (360a y ss.) y el mito de los metales (414d). |
— | La historia de nuestro bienhechor Prometeo, que se arriesgó a robar el fuego de los dioses, se halla en el Protágoras (320d y ss.). |
Por último, el alma humana queda simbolizada en el mito del carro alado; para disfrutar de él hay que leer el Fedro (245d).
Platón es suficiente para saciar el apetito filosófico del paladar más exigente. Estoy seguro de que sólo con el aperitivo de algunos de sus diálogos quedará plenamente satisfecho. El que no aspira más que a catar algún bocado puede comenzar leyendo algo sobre Platón, por ejemplo, el pequeño libro de R. M. Hare titulado Platón (Alianza, Madrid, 1991). Me gusta la advertencia con la que se abre la obra: «Este libro no está destinado a sumarse a la ya enorme y creciente literatura de erudición platónica, sino a servir de ánimo y ayuda para la gente comente que desea conocer a Platón» (p. 7).
Son célebres los viajes que realizó Platón. Tras la muerte de Sócrates (399 a.C.), huyó a Megara y después inició un viaje por Creta, Egipto y Cirene. Entre el año 390 y el 388 viajó la Magna Grecia. En Tarento conoció a Arquitas, con quien entabló gran amistad. Pasó después a Sicilia, donde conoció a Dión, quien lo introdujo en la corte de Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa. En esta época entró en contacto con las doctrinas pitagóricas. En Siracusa, intentó poner en práctica sus ideales políticos, pero por intrigas de la corte acabó vendido como esclavo, aunque fue rescatado por un socrático llamado Anníceris. En 366 a.C. viajó a Sicilia por segunda vez para intentar poner en práctica su teoría política con la colaboración de Dionisio el Joven, pero también fracasó. Allí volvió una tercera vez (en 361 a.C.) con el proyecto de prestar servicios a su amigo Dión, que culminó con otro fracaso. A raíz de este hecho abandonó definitivamente la esfera pública y reservó su vida a la investigación y la docencia en la Academia hasta su muerte, acaecida en 347 a.C. Dice Cicerón que murió escribiendo el día del aniversario de su nacimiento.
El interés de Platón por que nadie entrara en su Academia sin saber geometría se puede deber a un hecho sucedido en el año 430 a.C. en Atenas. Aquel año la ciudad fue duramente castigada por una epidemia de peste, razón por la que se consultó al oráculo de Delfos. Los sacerdotes determinaron la razón de la ira de Apolo —quien según la religión griega manda las epidemias— en que el altar de su templo en Atenas era demasiado pequeño. El oráculo ordenó que se duplicara su tamaño si se quería apaciguar la ira del dios. Ocurría, sin embargo, que el ara tenía forma cúbica y los atenienses, por querer detener lo antes posible la epidemia, no se pararon a hacer muchos cálculos geométricos; se limitaron a multiplicar por dos la arista y construyeron un nuevo altar que resultó no ser el doble, sino ocho veces mayor que el anterior. Esta desproporción, lejos de reducir la cólera del dios, la aumentó y Apolo multiplicó la virulencia de la epidemia. Parece que este hecho impactó fuertemente en la conciencia de los atenienses, en especial, en Sócrates, quien se lo habría transmitido a sus discípulos. Platón interpretará que si los atenienses se hubieran dedicado a hacer cálculos geométricos se hubieran salvado muchas vidas. De todas formas, hay que decir que con regla y compás no se puede duplicar un cubo, pues la fórmula obliga a multiplicar la arista por , un número irracional. (Véase José Luis Pardo, La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2004, pp. 119-121.)
Lou Marinoff nos receta Más Platón y menos Prozac (Ediciones B, Barcelona, 2000) y, aunque no sólo habla del filósofo ateniense, le cede el protagonismo del título. Espero que, a pesar del libro de Marinoff, y después de leer estas líneas, nadie confunda a Platón con el nombre de un nuevo antidepresivo.
A los amantes del cine les recomiendo Matrix (Larry y Andy Wachowski, 1999), según algunos, una alegoría de la alegoría de la caverna; según otros, simplemente una película de ciencia-ficción.
Al leer al «divino» hemos de tener en cuenta lo que decía Alain, seudónimo de Emile Chartier: «Todo es verdad en Platón, lo cual no implica que haya que creer todo lo que dice».