Épica filosófica
En el Liber chronicarum —conocido como The Nuremberg Chronicle—, publicado 1493 por el alemán Hartmann Schedel, entre sus más de 600 grabados encontramos el de Parménides (folio LXXIIV). Sobre la cabeza lleva un capuchón azul a modo de gorro; parece como si fuera volando en el viento, de tal manera que a la vez que levanta la cara se sujeta con la mano izquierda lo que lleva sobre la coronilla. Esta ilustración nada tiene que ver con los pétreos bustos que representan a un hombre sereno y seguro de sí; sin embargo, tiene algo que revela la esencia del personaje en cuestión. Por el grabado de las Crónicas poco podemos saber del rostro de Parménides, y menos aún de su nariz; no obstante, nos dice que ese mago de la filosofía dio un gran salto, que voló muy alto, para poder traspasar de la física a la metafísica.
Si en filosofía Heráclito representa la lírica, su coetáneo Parménides inaugura una auténtica épica filosófica. Se trata de su célebre poema Sobre la Naturaleza, escrito en hexámetros a la manera de Homero y Hesíodo.
Para Heráclito el mito se narra, pero la filosofía se expresa mediante enigmas. El paso de la explicación mitológica a la filosófica supone una superación de la forma narrativa. Para acceder al logos, la narración mitológica debe ceder el paso a una nueva lírica. Esto no significa que el de Éfeso repudiara los mitos, a pesar de que pensaba que «Homero merecía que lo expulsaran de los certámenes y que lo apalearan» (Fragmento 42); más bien cree que mediante el mito se llega al origen, pero de una manera, por así decirlo, tosca. La razón, para Heráclito, debe proponer enigmas como la genuina forma lírica de indagar el principio de lo real.
Parménides, el filósofo de Elea, inicia una epopeya en busca del origen del cosmos, del principio radical de todas las cosas, de la causa última. La búsqueda de la verdad tiene la forma de un viaje en el que el viajero debe decidir qué camino tomar. Al final de la travesía se halla la verdad. En ese momento, el caminante deberá detener la marcha y ser valiente para asumir lo que ha encontrado. Si el camino (mèthodos, en griego) ha sido el adecuado, si ha seguido todas las indicaciones, si no lo ha despistado una confusa encrucijada, puede tener la seguridad de que el destino es el correcto. Desde la meta, mirará hacia atrás y verá otras posibilidades, otros itinerarios que lo hubiesen alejado de la verdad, pero que a la vez resultan más cómodos, más llanos, más creíbles para el común de los mortales.
Como ocurría con los grandes viajeros (no hay más que pensar en el bravo Ulises), el filósofo cuenta con la ayuda de los dioses. En este caso es la diosa Diké, la que guía el carro conducido por los aurigas inmortales, las helíades, las hijas del Sol. La diosa le descubre que existen dos caminos: uno que lleva a la verdad y otro que acaba en la mera opinión. El primero sólo lo recorre quien es capaz de prescindir de los sentidos y mirar sólo con los ojos de la razón. El segundo, en cambio, puede ser andado por cualquiera y está tan transitado que en él reina la confusión. El camino de la verdad lleva a descubrir que el ser es y el no ser no es, que sólo existe el ser y que lo que vemos gracias a la información de los sentidos es pura apariencia: nos parece que las cosas se mueven y que hay una pluralidad de seres, pero la razón nos dice lo contrario.
«Lo mismo es pensar y ser», afirma la diosa, lo cual significa que el camino del pensar y el camino del ser son uno y el mismo camino. Esta identidad debe asumir quien elige el itinerario que lleva a la luminosidad total.
Como una nueva Odisea, el viaje fantástico de Parménides descubre dos vías: una que asciende hacia la claridad y otra que desciende a los infiernos. El cielo y el mundo subterráneo son los eternos antagonistas que se disputan la preferencia del filósofo (y del héroe). El auténtico filósofo debe ascender hasta encontrar «el corazón imperturbable de la verdad bien redonda», que como el sol luminoso le ayude a distinguir las opiniones ciertas de las equivocadas.
Las narices de Parménides se metieron muy a fondo, tanto que se le ha considerado el inaugurador de la metafísica occidental. Esto significa que nuestro entendimiento puede llegar a alcanzar no sólo una pluralidad de seres, sino el Ser; es decir, es capaz de abstraer hasta tocar las entrañas de lo real. Desde esta altura, o desde esta profundidad, tanto la pluralidad como el movimiento se presentan como meras apariencias, reales a los ojos de la experiencia, pero ilusorios para la mirada del entendimiento.
Parménides tuvo un discípulo incondicional que se dedicó a inventar argumentos para defender las tesis de su maestro. Debía demostrar, nada más y nada menos, que lo que todo el mundo ve como normal y evidente no es cierto, sino un craso error de apreciación que un ser racional no debería dejar pasar por alto. Este discípulo fue Zenón de Elea, el inventor de las famosas aporías, o lo que es lo mismo, de argumentos sin salida que venían a negar el movimiento.
La más célebre fue la de Aquiles y la tortuga. Zenón demostraba a sus coetáneos que si, en una supuesta carrera, Aquiles deja una ventaja a la tortuga, nunca la alcanzará, porque cuando el veloz atleta llegue al lugar de salida de la tortuga, ésta habrá avanzado siquiera unos metros, por lo tanto no la habrá alcanzado. Del mismo modo, cuando Aquiles haya ganado esos metros que lo separan de la tortuga tampoco la habrá alcanzado, porque ella por su parte también habrá avanzado. Y así, hasta el infinito. La conclusión es que Aquiles jamás alcanzará a la tortuga, lo que demuestra a las claras que no existe el movimiento. Zenón argumentaba: «Lo que se mueve, no se mueve en el lugar en que está ni en el que no está» (Fragmento 4).
Ya se ve que los razonamientos de Zenón eran muy ingeniosos, tanto que nadie era capaz de rebatirlos. Cuentan que cierto día que exponía una de sus aporías estaba presente un tal Diógenes y que no sabiendo nadie cómo refutar a Zenón, él se levantó y comenzó a caminar mientras decía: «El movimiento se demuestra andando».
Para meter las narices…
El poema de Parménides se puede encontrar en los libros ya citados.
No he hablado de su curiosa cosmovisión. Haciendo referencia al filósofo de Elea, Aecio cuenta lo siguiente:
«Parménides dice que hay unas coronas que se ciñen una sobre otra, una hecha de lo sutil, otra de lo denso, y que hay otras entre ambas con mezcla de luz y oscuridad. Lo que las rodea a todas a modo de muralla es sólido, y en torno suyo, a su vez, hay otra de fuego. La parte más al centro de las coronas con mezcla constituye el principio y la causa del movimiento y la generación, y él la llama divinidad timonel y dueña de las llaves, Justicia y Necesidad. El aire es segregación de la tierra, evaporada de ella por su mayor presión. Una exhalación de fuego es el sol, así como la vía láctea. Y la luna es una mezcla de aire y de fuego. El éter se encuentra en lo más alto en torno de todo lo demás y bajo él se halla esa zona de fuego que llamamos cielo, bajo la cual está lo que rodea la tierra» (Opiniones de los filósofos).
Según nos cuenta Platón en el diálogo Parménides (127b), Sócrates conoció de joven a Parménides y Zenón, cuando maestro y discípulo estuvieron en Atenas (debió de ser alrededor de 451 a.C.). En el Teeteto, Sócrates compara a nuestro filósofo con el héroe homérico: «A mi parecer, Parménides, como el héroe de Homero, es venerable a la vez que temible. Tuve contacto con este hombre cuando yo todavía era joven y él viejo; y justamente, me pareció que tenía pensamientos muy profundos» (183e-184a).