2. PITÁGORAS DE SAMOS

Husmeó sin pedir permiso en el interior del hombre

Pitágoras de Samos

Cuentan que cierto día interrogaron a Pitágoras por su oficio y él contestó que era simplemente filósofo, literalmente: «amante del saber». ¡Vaya profesión! «Pero ¿qué hace un filósofo?, ¿de qué se ocupa?», debieron de volver a preguntarle. Para explicarse, el filósofo Pitágoras puso el siguiente ejemplo: hay personas que acuden a los estadios con diferentes propósitos: los unos van a competir, los otros a negociar, a vender frutos secos o a hacer de jueces; hay algunos, los llamados hinchas, que llenan las gradas porque quieren animar a sus atletas preferidos; pero también hay una pocas personas, muy raras, todo sea dicho, que acuden a los espectáculos deportivos simplemente por ver lo que allí está pasando, por el placer de contemplar las competiciones. Estos últimos son los filósofos. No persiguen ningún interés particular, no buscan nada, sino únicamente saciar una curiosidad congénita. ¡Qué manera tan desinteresada de meter las narices!

La figura de Pitágoras de Samos (siglo VI a.C.) está envuelta en un halo de misterio: no sabemos si fue un sabio, un sacerdote o un maestro espiritual, ni tan siquiera si existió realmente. Lo que conocemos de él es el pensamiento de un grupo difícil de clasificar que se conoce con el nombre de pitagóricos. Parece que formaban una mezcla de escuela filosófica y secta mística, que vivían en comunidad y que se requerían ciertos ejercicios iniciáticos para ingresar en su logia.

Aquel enigmático personaje, conocido como Pitágoras, debió de ser una pieza clave en la transmisión de los misterios órficos hasta la Magna Grecia. En esta colonia griega al sur de la península itálica, se formaron los primeros y más importantes grupos de pitagóricos que, fieles a su maestro, y éste a los poemas de Orfeo y a las enseñanzas de Zoroastro, creían en la transmigración de las almas. El alma necesita ser purificada mediante un continuado ejercicio catártico consistente en una vida ordenada y ascética. Si al llegar la muerte quedan todavía en el alma restos de impureza, ésta deberá entrar en otro cuerpo, sea de hombre o de animal, dependiendo del grado de perfección o de corrupción en que se encuentre, hasta quedar totalmente inmaculada.

La tradición pitagórica nos ha transmitido la anécdota en la que Pitágoras recrimina a un hombre que estaba azotando a un perro, porque en sus aullidos creía reconocer la voz de un compañero muerto. Quizá el maestro conocía tan bien al discípulo que podía prever su canina reencarnación o tal vez el maestro quiso defender al pobre animal de las manos de aquel otro que no lo era menos. ¡Quién sabe con qué intenciones mete un filósofo las narices donde nadie le reclama!

Donde husmeó Pitágoras sin pedir permiso fue en el interior del hombre. Por su condición de filósofo, es decir, de contemplador desinteresado de la realidad, osó asomarse al misterio del alma humana. En ese terreno, la razón tuvo que aliarse con la religión, de ahí que resulte harto difícil hablar simplemente de filosofía pitagórica y que se haya de echar mano de otros sustantivos como pensamiento o seudorreligión. Como secta, el pitagorismo cuenta con una serie de creencias, normas y ritos, pero como escuela, pretende dar una respuesta racional a sus convicciones.

Los pitagóricos comparaban el cuerpo con una cárcel que enclaustra al alma. Lo corpóreo es pesado, imperfecto, inclinado al mal; el alma, en cambio, tiene alas y quiere volar muy alto, hasta la morada de los dioses. Por eso, todo lo que procede del primero sólo puede traemos la perdición; como la nieve en las ramas, hace que nos encorvemos hacia nuestra parte menos humana, más animal. El alma, que tiende por naturaleza a las alturas, se siente prisionera en un cuerpo que la mantiene a ras de suelo. Lo sensible, por tanto, nos corta las alas y nos aleja de nuestro destino. La forma que vieron los pitagóricos de liberar al alma de semejante esclavitud fue someter al cuerpo a una tal disciplina, a una tal vigilancia que, aunque exigiera a gritos satisfacer sus necesidades, sólo a duras penas se le concedería.

Pero la forma más elevada que tiene el hombre de liberarse de lo sensible, una vez controlados los ejercicios del ascetismo, es la contemplación mediante la filosofía (theorein). El filósofo es capaz de descubrir los secretos del universo, que en definitiva consisten en revelar el origen del orden y la armonía de la naturaleza. Sólo quien alcanza este conocimiento puede lograr que en su interior reinen la misma paz y la misma concordia que rigen el universo.

Para los prosélitos de Pitágoras de Samos, son los números los que encierran la clave de la armonía que reina en el cosmos. Las leyes que gobiernan la naturaleza se reducen a proporciones matemáticas; quien las conozca, dispondrá de un saber sobre el origen de lo real, será capaz de escuchar la música celestial e imitará en su espíritu el orden del universo. Sólo queda decir que será feliz porque su alma estará hermanada con el todo y liberada, por tanto, de la individualidad a la que le obliga su unión con el cuerpo.

Algunas de las opiniones de los pitagóricos escandalizaron a los antiguos, sobre todo las relativas al sentido místico de los números, al rechazo del geocentrismo y al concepto de «antitierra». Creían que en el centro del universo hay fuego y que la tierra es una estrella más, cuyo movimiento alrededor del fuego central genera la noche y el día. Pensaban que existía otra tierra opuesta a ésta, a la que llamaban «antitierra». Aristóteles, tras exponer estas extrañas teorías, critica a los pitagóricos diciendo que «en vez de buscar razones y causas a los fenómenos, tratan de atraer los fenómenos a sus razones y opiniones, en un intento de que se adapten a ellas».

Se ve desde un buen principio que eso de meter las narices no sólo resulta peligroso, sino que también genera polémica. La historia de la filosofía está llena de estas pacíficas batallas.

Para meter las narices…

Resulta curioso leer las normas que tenían los pitagóricos. Se pueden encontrar en el Protréptico de Yámblico. He aquí algunas:

«4. Desvíate de los caminos reales y camina por senderos.
8. El fuego no lo avives con un cuchillo.
10. Al hombre que trata de levantar un fardo, ayúdalo a levantarlo, pero no unas tus fuerzas al que va a dejarlo en el suelo.
11. Al calzarte, presenta primero el pie derecho, al lavarte los pies, el izquierdo.
12. De temas pitagóricos no hables sin luz.
15. No orines en dirección al sol.
17. Cría un gallo, pero no lo sacrifiques, pues está consagrado a la luna y al sol.
22. No lleves anillo.
24. No te mires al espejo a la luz de una lámpara.
26. No te dejes poseer por una risa incontenible.
31. No comas sesos.
32. Escupe sobre el pelo y las uñas que te hayas cortado.
34. Borra la huella de la olla sobre la ceniza.
37. Abstente de las habas».

También Giovanni Boccaccio nos recuerda «el precepto pitagórico mediante el cual se tomaba la precaución de que nadie, al entrar en su escuela, abriera la boca para hablar sobre los filósofos antes de haber escuchado durante cinco años» (Genealogía de los dioses paganos, Libro XIV, cap. III).

El pitagórico Hipaso de Metaponto descubrió que la raíz cuadrada de 2 no podía expresarse en un número racional. Aquella contrariedad puso en jaque al sistema racionalista de la escuela, con lo que se decidió expulsar a Hipaso. Ocurrió entonces que cuando el excomulgado regresaba a su ciudad natal, su barco naufragó y murió, algo que los pitagóricos consideraron como un castigo divino por haber removido demasiado hondo.

Existe una obra muy interesante, que lleva por título: Diálogo que trata de las transformaciones de Pitágoras, en que se entruduze un çapatero llamado Micillo e un gallo en cuya figura anda Pitágoras (sic), tradicionalmente atribuida a Cristóbal de Villalón, aparecida en 1530-1535. En ella se presenta Pitágoras, en forma de gallo, a un zapatero llamado Micillo y le da sabios consejos. Le cuenta cómo su alma fue entrando en diversos cuerpos; en un principio, se encontraba en el cuerpo del soldado Euforbio, un troyano que luchó contra los griegos; más tarde vino a ser Pitágoras; después Dionisio, rey de Sicilia; Epulón, el rico; un asno; una rana; una ramera llamada Clarichea; un mulo; un pavo real y, por fin, un gallo (Diálogo de las transformaciones de Pitágoras, Edición de Ana Vian Herrero, Sirmio-Quaderns Crema, Barcelona, 1994).

No cabe duda de que Pitágoras, si es que realmente existió, fue todo un personaje. Así lo muestran estas líneas escritas a finales del siglo XV por Angelo Poliziano: «Oí hablar una vez que hubo en Samos un maestro de jóvenes que iba siempre vestido de blanco y con una gran melena. Era famoso porque tenía un muslo de oro y había nacido y vuelto a nacer muchas veces. Se llamaba Ipse —él mismo—. Así le llamaban también sus discípulos. Tan singular era que apenas admitía a sus discípulos a su escuela, les arrancaba la lengua. Y estoy seguro de que si escucháis los consejos que daba, os mearéis de risa…» (Angelo Poliziano, Lamia: Praelectio in Priora Aristotelis, I; lección inaugural del curso 1492-1493, conocida también como La bruja).

Métanse las narices, por curiosidad, en el «Discurso de Pitágoras», que escribe Ovidio en el Libro XV de las Metamorfosis. Del maestro de Samos dice el poeta romano que «lo que la natura negaba a la vista humana, él lo veía con los ojos del alma».