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onardes tardó casi un mes en morir.
El médico reconoció perfectamente sus propios síntomas desde el principio y supo que no tenía salvación. Comenzó a poner sus asuntos en orden. Llamó a un abogado y a varios testigos para redactar su testamento. Escribió cartas a médicos, botánicos y otros muchos compañeros a los que jamás había encontrado en persona, pero que podía llamar amigos. A todos agradeció el eficaz intercambio de conocimientos y la calidez que le habían brindado con sus escritos. Misivas que habían salvado centenares de leguas por mar y tierra, sobreviviendo a piratas, salteadores de caminos e incluso la guerra, para expandir las fronteras de la medicina.
Encargó misas por la paz de su alma, aunque fuera sólo por mantener las apariencias, pues era escéptico hacia lo sobrenatural. Sin embargo tenía miedo de que la Inquisición prohibiese los libros que había escrito si a su muerte había la más mínima sospecha de herejía, así que prefirió fingir devoción.
Pasó también mucho tiempo en el huerto, rozando con la punta de los dedos sus amadas plantas, enderezando una raíz o colocando un tallo. El médico había visto morir a centenares de personas, buenas y malas, de toda edad y condición. Hacía muchos años que había dejado de sentir nada cuando la vida abandonaba a los seres humanos. Sin embargo, a solas en su huerto, con la tierra oscura y esponjosa bajo los pies y el sol calentándole el rostro, sintió pena por sí mismo. No volver a ver florecer a sus preciosas criaturas le rompía el corazón.
Por último, ocho días antes de que en un pueblo cercano a Sevilla cierto joven terminase su instrucción como espadachín, el médico llamó a Clara.
La joven acudió junto a él. Era media tarde, y Monardes estaba sentado en su lugar favorito, un banco de piedra en la parte más soleada de su jardín.
—Si te he educado bien sabrás lo que voy a decirte.
—Os estáis muriendo —dijo Clara, con la voz temblorosa. Había estado temiendo que llegase aquel momento, pero lo había intuido muy poco después de que el médico estuviese seguro.
El médico asintió, orgulloso y tranquilo. Se sentía en paz y su única preocupación ahora era su joven aprendiz.
—Te he transmitido una buena parte de mi saber, pero hay muchas cosas que aún no te he contado. No creo que me queden más de un par de semanas. Lo que voy ahora a desvelarte son conocimientos muy peligrosos, y deberás mantenerlos en secreto. Utilízalos sólo cuando estés muy segura.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de con quién los empleas. Tú quieres ser médico, ¿verdad Clara?
La joven asintió con fuerza. Había llegado a aquella casa forzada por su madre, y ahora sentía una pena inmensa por tener que abandonarla. Profesaba un fervor casi reverencial por el viejo galeno.
—Por desgracia, nunca podrás serlo. Sólo aquellos que han visitado una universidad pueden ostentar ese título, y éstas sólo admiten a hombres. Por causa de tu sexo tampoco podrás ejercer como cirujano barbero, esos médicos de segunda que sólo saben sacar dientes y sangrar a los enfermos, poniéndolos peor aún. Tu destino es ser boticaria, la clase más baja de sanador, aunque a fe mía que tienes aptitudes para ser un médico de primera clase.
—Es muy injusto.
—Lo sé, pero el mundo es así. Ahí fuera, en las casas de los pobres, son las mujeres las responsables de la salud de toda su familia; ellas curan las quemaduras de sus hijos cuando tocan por descuido la olla caliente; ellas lavan las ampollas de sus maridos cuando vuelven a casa con las manos dañadas por el azadón; ellas atienden a sus hermanas y a sus primas cuando dan a luz. ¿Dónde están los médicos, entonces? —Monardes se interrumpió. La excitación le había robado el aliento, y el costado le dolía terriblemente. Tal vez le quedase menos tiempo del que había previsto—. Serás boticaria. Dispensarás remedios y darás los consejos gratis, porque ésa es la tradición. Pero aun así tendrás que tener cuidado. Si te equivocas en un diagnóstico, alguien podría denunciarte a la Inquisición, y entonces tu destino sería la hoguera. Para acusar a una mujer de bruja hacen falta pocas pruebas. ¿Estás dispuesta a correr ese riesgo?
—Sí, maestro —dijo Clara muy convencida, aunque no tenía la menor idea de cómo podría cumplirse tal cosa mientras.
—Ah, hija mía, ojalá supieses de verdad el alcance del compromiso que adquieres. En fin, que tengas suerte.
Se quedó callado durante un buen rato, con los ojos cerrados, y Clara creyó que se había dormido. Finalmente se movió para ahuyentar un insecto, y la esclava se atrevió a hablar de nuevo.
—Dijisteis que había algo que teníais que enseñarme.
Monardes parpadeó y la contempló como si no supiera quién era o qué estaba haciendo allí. Después su mirada recobró la lucidez.
—Si repites cualquier cosa de lo que voy a decirte delante de oídos equivocados, serás considerada hereje y morirás sin remedio. No lo pongas por escrito, tampoco. Recuérdalo todo, repítetelo a ti misma por las noches hasta que lo hayas memorizado perfectamente. Y si algún día encuentras a quién transmitirlo, alguien realmente valioso, hazlo. ¿Me has comprendido?
Clara sintió que el honor y la responsabilidad le cubrían como una manta cálida y reconfortante.
—Haré como decís.
Monardes carraspeó y empezó a hablar, cauteloso al principio, pues era la primera vez que decía muchas de aquellas cosas en voz alta, aunque se iba animando según hablaba.
—¿Recuerdas cómo me reí de tu afición por las novelas de caballerías cuando llegaste a esta casa?
Clara asintió. Recordaba perfectamente la humillación que le había hecho pasar el médico en aquel momento, y lo dolida que se había sentido.
—Pues ahora voy a enseñarte el auténtico secreto de la brujería. Trae un poco de azufre, una tabla de madera y una vela encendida.
La joven fue hasta el laboratorio y le acercó lo que había pedido, notando una creciente inquietud. Monardes colocó la tabla sobre el banco y tomó una pizca de azufre del frasco. Con sumo cuidado trazó un pentagrama sobre la tabla usando el polvo amarillento. Cuando terminó, se volvió hacia Clara.
—¿Sabes lo que es esto?
—Es un símbolo mágico —respondió ella. Lo había visto en varias ilustraciones de las novelas que había leído. En ellas siempre aparecía un viejo de sombrero puntiagudo o una vieja arrugada rodeados de pócimas y un caldero burbujeante.
—Bien, pues préndele fuego.
Clara arrimó la llama de la vela al azufre, que desprendió una llamarada verdosa al instante.
—Oh tú, Príncipe de las Tinieblas, oscura deidad de las profundidades —empezó a declamar Monardes, con voz hueca—. Ven a nosotros, te convocamos. Te ofrecemos nuestras almas inmortales en pago de tus servicios. ¡Ven a nosotros, Satán!
La esclava, espantada, dio un paso atrás y se protegió el rostro con las manos. De pronto Monardes comenzó a reír, agarrándose el vientre, un sonido chirriante y cansado como el de una bisagra oxidada.
—No ha tenido gracia —masculló ella, ofendida.
Monardes siguió aún riendo un buen rato, hasta que un violento ataque de tos le obligó a parar. Clara le acercó un vaso de agua del pozo y el viejo le dio un trago.
—Lo siento. Ha valido la pena sólo por ver tu cara —dijo ya más sereno—. Pero no lo he hecho sólo para burlarme de ti. ¿Ves si ha aparecido algún demonio en el jardín?
—No —reconoció Clara, que aún no las tenía todas consigo.
—Tú eres una joven inteligente, y sin embargo has creído que por prender fuego a un poco de polvo y decir unas palabras íbamos a convocar al diablo. Pero no es cierto.
Levantó la madera, donde había quedado chamuscado el pentagrama, y se entretuvo en borrarlo poco a poco con la llama de la vela mientras continuaba.
—La gente es muy crédula, Clara. Desean con toda su alma muchas cosas que no pueden conseguir, y creen que la magia es un método para alcanzar por lo sobrenatural aquello que no pueden lograr con sus propias manos. Por desgracia, es mentira. No se puede curar a alguien diciendo unas palabras. No existen la magia, ni las brujas.
—Pero maestro, la Inquisición…
—A la Inquisición le encanta quemar de vez en cuando en la hoguera a las viejas que viven solas en lugares apartados, llenas de verrugas y desvaríos. Refuerza su autoridad sobre los ignorantes. Pero tú eres mejor que eso. Tú sabes que si no haces algo, algo real, no sucede nada real.
—Si no tomas un remedio, en el cuerpo no se produce ninguna mejoría —dijo Clara, pensativa.
—Exacto. Y ahora recuerda lo que voy a enseñarte, y no lo divulgues nunca excepto a quienes sean de tu plena confianza, o acabarás en una hoguera en la plaza de San Francisco. Júralo por tu vida.
Le tendió la mano a la joven, que la tomó entre las suyas. Estaba muy fría y temblorosa.
—Lo juro, maestro.
—Lo primero que has de saber se refiere a los humores del cuerpo, acerca de los que leíste en el libro de Hipócrates. Debes hablar de ellos y fingir que son importantes. Y luego actúa conforme a la verdad: no existen.
—¿Por qué simplemente no ignorarlos?
Los ojos del médico relampaguearon, irónicos.
—Porque la Iglesia católica, en su infinita sabiduría, cree que los sacerdotes, que tienen potestad sobre el espíritu, también son maravillosos médicos. Han asumido como parte de la tradición cristiana que nuestro cuerpo está dominado por cuatro espíritus, llamados humores, que nos hacen enfermar cuando se desequilibran. Como las mujeres sangran una vez al mes con dolor, la creencia dice que sangrar al paciente es bueno. Nunca, nunca lo hagas aunque te lo pidan.
—¿Y no sospecharán de mí?
—No, si finges que por ser mujer te da miedo fallar con el cuchillo, nadie sospechará. Tendrás que usar muchos subterfugios a partir de ahora. Tampoco creas que cuando la gente está enferma es porque hay espíritus malignos viajando de una persona a otra. No sabemos por qué nos ponemos malos, pero unos cuantos médicos apuntan que el agua limpia ayuda a evitar el contagio. También la higiene, y comer fruta fresca.
La lección continuó durante varios días. Clara aprendió con gran sorpresa que la creencia popular de que los mejores remedios se parecían a las enfermedades era completamente falsa. La gente creía que cuando dolían las muelas había que tomar ralladuras de marfil, pues los dientes y el marfil se parecían. O que la lechuga, que era una planta fría, era buena para combatir la fiebre.
—La apariencia de las cosas nada tiene que ver con su función, Clara —dijo Monardes. De pronto se llevó la mano al pecho, jadeando. Casi al instante cayó al suelo, desmayado.
Hubieron de continuar la lección en el cuarto de Monardes. En sus últimas horas el médico alternó momentos de gran dolor en los que apenas podía hablar con otros de extrema lucidez. Clara quiso darle infusiones de hierbasombra, pero el médico rehusó tomarla, pues ésta le adormecería. Prefería soportar el sufrimiento para poder impartir sus últimas clases, en las que habló a la joven de los falsos remedios y de cómo evitarlos.
—Nunca des vomitivos a los enfermos, a no ser que hayan tomado veneno o algo en mal estado. Usa las hierbas sabiamente, y miénteles cuando sea preciso. Averigua para qué quieren el remedio que te piden. Si se empeñan en tomar jalapa para la fiebre, dales casia, que es lo que necesitan. Machacada y reseca no notarán la diferencia, y tú estarás salvando una vida.
Clara lloraba a veces, cuando creía que Monardes no se daría cuenta. El médico, no obstante, siempre la descubría y fruncía sus pobladas cejas hasta formar una gruesa línea blanca.
—No llores, Clara del Caribe —dijo recordando el mote con el que la había bautizado la noche en que se conocieron, lo que arrancó una sonrisa en el rostro de la joven a pesar de las lágrimas—. Has sido como una hija para mí. He tenido muchos aprendices, y con pocos he sido tan feliz como contigo. Aquella noche en que fuiste tan valiente como para venir hasta mi puerta supe que había en ti algo diferente.
—Os echaré mucho de menos.
—Tranquila. He dispuesto de todo…
La voz se le apagó de repente, y ya no pudo hablar más. Aquella misma noche murió, y Clara se preguntó qué había querido decirle al final.