Coloqué mi fichero azul en la librería, junto al de Grant. Ambas cajas encajaban perfectamente entre un libro sobre botánica y una antología poética, en el mismo espacio que habían ocupado cuando Grant y yo vivíamos en el depósito de agua, el año anterior.
Era el día de Acción de Gracias. Había pasado toda la mañana ayudando a Grant, cortando verduras, triturando patatas y arreglando rosas para adornar la mesa. Elizabeth llegaría en cualquier momento con Hazel. Grant quería que todo estuviera perfecto. Lo dejé en la cocina preparando la salsa y comprobando la temperatura del horno una y otra vez. El pavo tardaría en estar listo, pero no me importaba. No tenía que ir a ningún sitio.
Sólo había salido del viñedo dos veces desde la noche que había probado las uvas con mi hija: una, para ayudar a Marlena con una boda de quinientos invitados, la más grande hasta ese momento, y la segunda, el día anterior, para recoger mis cosas. Después de vaciar el apartamento, había ido a la Casa de la Alianza y había ofrecido alojamiento gratuito a cambio de un trabajo de ayudante de floristería. Se ofrecieron dos chicas y las contraté allí mismo; a continuación, las llevé al apartamento. Marlena estaba esperándonos, nerviosa, y se encargó de enseñarles el piso a las chicas y repasar con ellas el calendario. Luego escucharon en silencio mientras Marlena les describía las diversas tareas de que serían responsables. Cuando me disponía a irme, convencida de que por el momento no me necesitarían, Marlena me llevó a un aparte; la inquietud se reflejaba en su mirada.
—Pero si no saben nada de flores —me susurró.
—Tú tampoco sabías nada —le recordé, pero eso no la tranquilizó.
Le prometí que volvería pronto. Sólo necesitaba un poco más de tiempo.
Mientras subía el pesado petate verde de Grant al segundo piso, pensé en la promesa que le había hecho a Marlena. Me gustaba Mensaje, me encantaba la cara que ponían las novias cuando les entregaba las hojas con sus deseos para el matrimonio, me encantaban las tarjetas de agradecimiento que encontraba todos los días en el buzón. Marlena y yo estábamos construyendo algo. Bethany y Ray ya nos habían contratado para celebrar su primer, quinto y décimo aniversario de boda. Bethany me atribuía a mí el éxito de su relación, y yo le atribuía a ella el creciente éxito de mi negocio. No quería fallarle, como tampoco quería fallarle a Marlena.
Algún día podría tener las dos cosas: un negocio y una familia. Iría todas las mañanas a San Francisco y volvería a la hora de la cena, como tantas madres trabajadoras. Recogería a Hazel en casa de Elizabeth y la aseguraría bien en su asiento, la llevaría al vivero y me sentaría con ella a la larga mesa del comedor. Grant tendría la cena preparada y cortaríamos la comida de Hazel en trozos pequeños y hablaríamos de cómo nos había ido la jornada, maravillándonos de cómo crecían nuestros respectivos negocios, nuestra hija y nuestro amor. Los días de fiesta iríamos con Hazel a la playa y Grant la llevaría sobre los hombros hasta que ella fuera lo bastante mayor para jugar sin peligro entre las olas, y las huellas de sus pies en la arena aumentarían un poco cada mes.
Sabía que algún día podría hacer todo eso.
Pero todavía no.
De momento, reintegrarme a mi familia requeriría toda mi energía y atención. Marlena estaba preocupada, pero lo entendía. La tarea que tenía ante mí era enorme. Necesitaba aceptar el amor de Grant y el de Elizabeth y ganarme el de mi hija. Necesitaba no volver a dejarlos nunca, bajo ningún concepto.
Esa idea me producía miedo y júbilo a partes iguales.
Ya había convivido con Grant y había fracasado. Ya había convivido con Elizabeth y con Hazel. Y siempre había fracasado.
Mientras paseaba la mirada por el antiguo dormitorio de Grant, me dije que esta vez todo sería diferente. Esta vez daría pasos más pequeños y me integraría en nuestra poco convencional familia de una manera que pudiese controlar. La lactancia materna me había enseñado los peligros de entregarse de lleno a algo y exponerse a un colapso total. Por eso había decidido, de momento, vivir sola en el depósito de agua. Hazel se quedaría con Elizabeth y vendría a verme cada vez más a menudo, y cada vez se quedaría más tiempo conmigo. Cuando mi temor se transformara por fin en confianza —en mi familia, pero sobre todo en mí misma—, me instalaría en la casa principal con Grant, y Hazel vendría a vivir con nosotros. Elizabeth, a un kilómetro de distancia, nos ayudaría. Y Grant me prometió que siempre tendría el depósito de agua a mi disposición por si necesitaba una breve escapada, un momento de soledad. Tenía todo cuanto necesitaba para quedarme.
Abrí la bolsa y empecé a sacar mis cosas. Amontoné los vaqueros, las camisetas y los zapatos en los rincones, colgué blusas y cinturones en unos clavos oxidados de la pared. Fuera, la verja chirrió en los goznes. Me asomé a la ventana y vi a Elizabeth empujando una sillita de paseo y volviendo a cerrar la verja. Los zapatos de charol de Hazel asomaban por debajo de una capota de lona que la protegía del sol.
Encontré mi único vestido en el petate y lo sacudí. Me cambié deprisa pasándomelo por la cabeza. Era un vestido camisero de algodón negro, con un cinturón fino forrado de la misma tela. Me puse unos mocasines granate y un collar de cristal que me había regalado Elizabeth y del que a Hazel le encantaba tirar.
Me peiné el pelo corto con los dedos y me asomé otra vez a la ventana. Elizabeth había llegado a los escalones del porche; frenó la sillita y levantó la capota. Hazel entornó los ojos, deslumbrada. Miró hacia el depósito de agua y le hice señas con la mano desde la ventana del segundo piso. Ella sonrió y estiró los brazos, pidiendo que la sacara de la sillita.
Elizabeth la desató y se agachó para cogerla en brazos. Con la niña en la cadera, metió una mano bajo el asiento de la sillita y sacó algo que sostuvo en alto para enseñármelo.
Era una mochila con forma de luciérnaga. Yo sabía qué contenía: el pijama de Hazel, unos pañales y una muda de ropa. El rostro de Elizabeth reflejaba alegría y coraje; el mío, también. Mirar a mi hija me llenaba de un amor que antes me creía incapaz de sentir. Entonces pensé en lo que me había dicho Grant la tarde que aparecí en su rosaleda: si era cierto que el musgo no tenía raíces y el amor materno podía crecer espontáneamente, como de la nada, quizá me había equivocado al creerme incapacitada para criar a mi hija. Tal vez los desapegados, los no deseados, los no amados, podían dar tanto amor como cualquiera.
Esa noche mi hija iba a quedarse a dormir conmigo por primera vez. Leeríamos cuentos y nos meceríamos en la mecedora. Después intentaríamos dormir. Quizá tuviéramos miedo y quizá yo me sintiera desbordada, pero volveríamos a intentarlo la semana siguiente, y la siguiente. Con el tiempo, acabaríamos conociéndonos y yo aprendería a amar a Hazel como aman las madres a sus hijas: con fallos y sin raíces.
FIN