6

Recorrí la corta distancia hasta la casa de Elizabeth con el ramo de flores que había formado en el invernadero entre mis rodillas.

Aparqué el coche en la entrada de la finca y recorrí el camino que conducía hasta la casa. Una luz anaranjada iluminaba la ventana de la cocina. Creía que, a esas alturas de octubre, encontraría a Elizabeth dando su paseo nocturno para tomar muestras de las uvas, con Hazel a la zaga pero, por lo visto, todavía no habían terminado de cenar. Me pregunté cómo se las habría apañado para dirigir el viñedo con un bebé y si la calidad de la cosecha se resentiría. Me costaba imaginar que Elizabeth lo permitiera.

Me detuve en el porche y miré por la ventana. Hazel estaba sentada a la mesa de la cocina, en una trona. La habían bañado y vestido desde que yo la viera en el jardín. Tenía el pelo húmedo, más oscuro y más rizado, peinado con raya en medio y sujeto con un pasador. Llevaba puesto un babero verde, salpicado de algo blanco y cremoso, y se chupaba los dedos, en los que tenía restos de comida. Elizabeth estaba de espaldas a mí, lavando los platos. Cuando la oí cerrar el grifo, me aparté y me situé detrás de la puerta.

Agaché la cabeza y hundí la nariz en el ramo. Había lino, nomeolvides y flor de avellano. Había rosas blancas y rosas, helenios y vincapervincas, prímulas y muchísimas campanillas. Entre los tallos había musgo aterciopelado, apenas visible, y había salpicado el ramo con pétalos morados y blancos de la salvia mexicana de Grant. Era un ramo enorme, pero a mí me parecía pequeño. Inspiré hondo y llamé a la puerta.

Al cabo de un momento, Elizabeth pasó por delante de la ventana y abrió la puerta. Llevaba a Hazel a horcajadas en la cadera, con la mejilla apoyada en su hombro. Le tendí las flores.

Ella esbozó una sonrisa. Su cara reflejaba reconocimiento y alegría, aunque no la sorpresa que yo esperaba. Me miró de arriba abajo y me sentí como una hija que regresa del campamento de verano junto a una madre que se ha preocupado innecesariamente, sólo que, en lugar de un campamento de verano, se trataba de toda mi adolescencia, mi emancipación, mi etapa de vagabunda y mi etapa de madre soltera; además, no podía afirmar que la preocupación de Elizabeth no estuviera justificada. Pero los años transcurridos desde que me marchara de su casa parecían cortos y lejanos.

Abrió la puerta mosquitera, apartó un poco el ramo y me rodeó el cuello con su brazo libre. Me apoyé en su hombro y nos quedamos allí de pie, en un abrazo un tanto incómodo, hasta que Hazel empezó a resbalarse de su cadera. Elizabeth se la colocó bien y yo me aparté un poco para contemplarlas. Hazel escondía la cara; Elizabeth se enjugaba las lágrimas.

—Victoria —dijo con voz emocionada. Cerró una mano alrededor de mis dedos y sujetamos juntas el ramo. Al final lo cogió—. Te he echado de menos. Pasa. ¿Has cenado? Ha sobrado sopa de lentejas y esta tarde he hecho helado de vainilla.

—Ya he comido, pero probaré el helado.

Hazel levantó la cabeza del hombro de Elizabeth y batió palmas.

—Tú ya te has comido el tuyo, señoritinga —dijo Elizabeth; la besó en la coronilla y entró en la cocina.

Depositó a la niña en el suelo y ésta se agarró de sus pantorrillas. Sin dar un paso, Elizabeth se inclinó hacia el congelador y luego hacia el armario y consiguió sacar un molde metálico de helado, un cuenco y una cuchara.

—Aquí tienes —me ofreció el cuenco una vez lo hubo llenado. Hazel estiró los brazos y Elizabeth se agachó para levantarla con uno solo—. Vamos a sentarnos con tu madre.

Me emocionó la naturalidad con que hizo referencia a mi maternidad, pero Hazel, como es lógico, no se inmutó.

Me lavé las manos en el fregadero y me senté. Elizabeth colocó la trona frente a mí, pero cuando se inclinó para sentar a la niña Hazel soltó un chillido y se agarró a su cuello con todas sus fuerzas.

—No, gracias, tía Elizabeth —recitó ella con calma, y Hazel dejó de chillar.

Apartó la trona y puso en su sitio una silla; se sentó con Hazel en brazos.

—Ya se acostumbrará a ti —me dijo Elizabeth—. Tarda un poco en animarse.

—Ya me lo ha comentado Grant.

—¿Has visto a Grant?

—Sí, hace un rato. Primero he venido aquí pero, al verte en el jardín con Hazel, me he llevado tal sorpresa que me he marchado.

—Pues me alegro de que hayas vuelto.

—Yo también.

Deslizó el cuenco de helado hacia mí y nuestras miradas se encontraron. Había regresado. Quizá no fuera demasiado tarde, al fin y al cabo.

Probé el helado, frío y cremoso. Hazel se había dado la vuelta y me observaba con timidez, con los finos labios separados. Volví a llenar la cuchara, la llevé a cámara lenta hacia mis labios y, justo antes de metérmela en la boca, la hice girar hacia la boca de Hazel. La niña tragó, sonrió y escondió de nuevo la cara en el pecho de Elizabeth. Entonces me miró y volvió a abrir la boca. Cogí más helado y se lo di.

Elizabeth nos observaba.

—¿Cómo te han ido las cosas? —me preguntó.

—Bien —respondí esquivando su mirada.

—No, no —repuso ella, y sacudió la cabeza—. Quiero saber qué has hecho, con pelos y señales, desde la última vez que te vi en el juzgado. Quiero saberlo todo, empezando por dónde fuiste cuando saliste de allí corriendo.

—No llegué muy lejos. Meredith me atrapó y me metió en un hogar tutelado, como me había prometido.

—¿Fue muy horrible?

Había preocupación en sus ojos y comprendí que estaba esperando que yo confirmara sus peores temores sobre lo espantosos que habían sido aquellos diez años.

—Sí, para las otras chicas que vivían en la casa —contesté con ironía, recordando cómo era de adolescente y todas las maldades que había cometido—. Para mí sólo era horrible porque no estaba aquí, contigo.

Los ojos de Elizabeth se anegaron en lágrimas. Hazel, sentada en su regazo, golpeaba la mesa con los puños, impaciente. Le di más helado y ella estiró los brazos, como si quisiera que la cogiera. Miré a Elizabeth.

Ella me animó con un gesto.

—Adelante —dijo.

Con manos temblorosas, la cogí por las axilas, la levanté y me la senté en las rodillas. Pesaba más de lo que parecía. Una vez en mi regazo, agitó el trasero hasta recostarse contra mi estómago y metió la cabeza bajo mi barbilla. Acerqué la cara a su cabeza. Olía como Elizabeth: a aceite de cocina, canela y jabón de cítricos. Inspiré y le rodeé la cintura.

Hazel metió los dedos en el cuenco para coger helado, que ya se estaba derritiendo y goteó en su vestido de lino. Elizabeth y yo la miramos comer. Estaba muy concentrada y su ceño era tan serio como el de su padre.

—¿Dónde vives? —me preguntó Elizabeth.

—Tengo un apartamento. Y un negocio. Arreglo flores para bodas, aniversarios y esas cosas.

—Dice Grant que tienes mucho éxito. Que las mujeres hacen colas que rodean la manzana y que esperan meses para comprarte las flores.

Me encogí de hombros.

—Todo lo que sé lo aprendí aquí —declaré.

Miré alrededor y recordé la tarde en que Elizabeth había abierto una azucena sobre una tabla de trinchar en aquella mesa. Todo estaba tal como lo recordaba: la mesa y las sillas, la encimera y el fregadero de porcelana, blanco y hondo. La única novedad era un cuadro: una pintura de un jacinto morado, del tamaño de una caja de cerillas, flotando en un marco de cristal azul colocado en el alféizar, junto a la hilera de botellines azules.

—¿Te lo regaló Catherine? —pregunté señalándolo.

Elizabeth negó con la cabeza.

—Me lo regaló Grant. Catherine murió sin haber pintado un solo jacinto lo bastante perfecto para regalármelo. Pero ése era el favorito de Grant y quiso que me lo quedara.

—Es muy bonito.

—Sí. Me encanta.

Se levantó y lo trajo a la mesa, colocándolo entre las dos. Me fijé en cómo cada una de las flores se apiñaba alrededor del tallo, con las afiladas puntas encajando como piezas de un rompecabezas. La configuración de los pétalos me hizo pensar que el perdón podía llegar de forma natural, pero que en aquella familia no había sido así. Pensé en las décadas de malentendidos, desde la rosa amarilla hasta el incendio, y en los intentos frustrados de perdonar y ser perdonado.

—Ahora todo es muy diferente —comentó Elizabeth, como si me hubiera leído el pensamiento—. Grant y yo, después de tantos años, volvemos a ser una familia. Espero que hayas regresado para formar parte de ella. Todos te hemos echado mucho de menos, ¿verdad, Hazel?

La niña estaba concentrada en el cuenco, ya vacío. Le dio la vuelta, volvió a levantarlo y examinó el cerco cremoso que había dejado en la mesa. Lo esparció con los dedos formando círculos, creando una dulce abstracción sobre la madera.

Elizabeth deslizó lentamente una mano hacia la mía sobre la mesa. Me la ofreció y fue como si me ofreciera un camino para volver a la familia, la familia donde me querían como hija, como compañera, como madre. Cogí su mano. Hazel plantó encima la suya, pegajosa y cálida.

Ya tenía el perdón de Elizabeth, pero todavía me quedaba una pregunta por hacer.

—¿Qué fue del viñedo?

El miedo que me sobrevino fue el mismo que Elizabeth sintió al preguntarme acerca de mi adolescencia en los hogares tutelados. Ambas nos habíamos imaginado lo peor.

—Lo replantamos. Los daños fueron considerables, pero quedaron eclipsados por el hecho de haberte perdido. Los primeros años, las vides nuevas eran delgadas, y las malas hierbas, gruesas. Sólo salía de la casa en otoño para tomar muestras, y sólo porque Carlos casi echaba la puerta abajo todas las noches.

La caravana ya no estaba. Y Carlos tampoco.

—Se fue a vivir a México hace un año, cuando Perla empezó a asistir a la universidad —me explicó Elizabeth—. Sus padres eran mayores y estaban enfermos. Yo ya había aprendido a controlar mi dolor y también mi viñedo. Ya no lo necesitaba.

En consecuencia, la pérdida de mi hija habría sido más llevadera si yo hubiera tenido paciencia. Pero una década es mucho tiempo; no habría podido esperar tanto. Hundí la nariz en los rizos de Hazel e inhalé su olor dulzón.

—Las uvas ya deben de estar a punto —observé.

—Seguramente. Hace tres días que no tomo muestras. Ahora todo es un poco más difícil —comentó señalando a Hazel—, pero vale la pena.

—¿Quieres que te ayude? —pregunté.

—Sí —respondió con una sonrisa—. Vamos.

Cogió un paño húmedo del escurreplatos y le limpió las manos y la cara a Hazel, que intentaba zafarse.

Montamos en el tractor rojo. Elizabeth subió primero y luego, tras pasarle a Hazel, subí yo. La niña se sentó en el regazo de Elizabeth y estiró los brazos para tocar el volante pero, cuando se encendió el motor, se dio la vuelta y hundió la cara en el pecho de Elizabeth, apretando una oreja para amortiguar el ruido. Recorrimos la carretera hasta más allá de donde antes estaba la caravana y subimos a la colina donde yo había encontrado la primera uva madura el año que provoqué el incendio. Elizabeth paró y apagó el motor.

El viñedo estaba en silencio. Hazel se separó de Elizabeth y miró hacia la casa por encima de las vides. Con ojos soñolientos, siguió el contorno del tejado hasta las ventanas del piso de arriba. Se dio la vuelta y, al verme, dio un respingo, como si hubiera olvidado que yo estaba allí; entonces sonrió: una sonrisa lenta, tímida y radiante. Me tendió los brazos y dio un chillido de alegría, y aquel sonido agudo abrió una grieta en mi corazón, duro como una cáscara, como si hubiera roto una copa del cristal más delicado.

La cogí en brazos. Bajamos del tractor y nos agazapamos entre las cepas. Hazel acercó la cara a un racimo de uvas y yo la imité. Cogí una, la abrí con los dientes y le ofrecí un trocito. Elizabeth ya le había enseñado. Juntas masticamos la piel y nos pasamos la pulpa de un carrillo al otro.

Sonreí. 75/7. La uva estaba madura.