5

Sentada entre aquellas plantas de varias décadas de edad, observaba las escasas flores. Grant había podado los rosales. Medio centímetro por debajo de cada extremo cortado, una gruesa yema roja brotaba del tallo, donde saldría una nueva flor. Como todos los años, Grant iba a tener rosas por Acción de Gracias.

Grant volvía a relacionarse con Elizabeth tras veinticinco años de soledad. Había ido inmediatamente hasta el vivero, atónita; había dejado mi coche en la cuneta y, como hacía mucho que había tirado la llave, había saltado la verja de Grant. Pero en lugar de llamar a la puerta del depósito de agua, me había dirigido a la rosaleda. Tenía la sonrisa tímida de mi hija grabada en las retinas; su alegría me había inundado y formaba remolinos dentro de mí como el agua jabonosa de aquel barreño. Estaba con Elizabeth y estaba feliz. La naturalidad que compartían me hizo pensar que la niña vivía en el viñedo y sentí la soledad de Grant con la misma intensidad con que había experimentado la alegría de mi hija.

Pasó una hora. Todavía estaba aturdida por la inesperada visión de mi hija, cuando oí los pasos de Grant, que se acercaba por detrás. Se me aceleró el corazón, como años atrás me había ocurrido en el mercado de flores, y acerqué las rodillas al pecho, como tratando de amortiguar aquel sonido. Grant llegó hasta mí y se sentó a mi lado, rozándome un hombro. Me puso algo detrás de la oreja y yo lo cogí. Una rosa blanca. La levanté hacia el sol y su sombra se proyectó sobre nosotros. Nos quedamos un buen rato allí sentados, en silencio.

Al final me volví hacia él. Hacía más de un año que no veía a Grant y me pareció que había envejecido más de la cuenta. Tenía unas finas arrugas en la frente, aunque todavía olía a tierra, como yo recordaba. Me acerqué más y nuestros hombros volvieron a tocarse.

—¿Cómo es? —pregunté.

—Preciosa —contestó con voz pausada, pensativo—. Un poco tímida al principio. Pero, cuando se suelta, cuando te agarra las dos orejas con sus manitas, eso no puede compararse con nada. —Hizo una pausa, arrancó un pétalo de la rosa que yo tenía en las manos y se la acercó a los labios—. Le encantan las flores. Las coge, las huele y, si no la vigilas, se las come.

—¿En serio? ¿Le gustan tanto como a nosotros?

Grant asintió.

—Tendrías que ver cómo sonríe cuando recito los nombres de las orquídeas en el invernadero: oncidium, dendrobium, bulbophyllum, epidendrum… Y le hago cosquillas en la cara con las flores. No me extrañaría nada que la primera palabra que dijera fuera Orchidaceae.

Me imaginé su carita redonda, sus mejillas coloradas por el calor del invernadero, escondiendo el rostro en el pecho de Grant para protegerse de aquellas flores que le hacían cosquillas.

—También intento enseñarle la parte científica de las plantas —continuó Grant, y esbozó una sonrisa en la que danzaban los recuerdos—. Pero de momento no nos va muy bien. Se queda dormida cuando empiezo a hablar de la historia de la familia de las Betulaceae o a explicarle que el musgo crece sin raíces.

«El musgo crece sin raíces». Sus palabras me cortaron el aliento. Pese a llevar toda una vida estudiando la biología de las plantas, ese sencillo hecho se me había escapado, y ahora parecía el único dato que yo había necesitado saber.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

—Hazel. —«Avellano». Reconciliación. Grant esquivó mi mirada y tiró de una garranchuela—. Pensé que algún día ella te traería junto a mí.

Y lo había hecho. La raíz de la garranchuela se soltó. Grant pasó el dedo por el tallo, hasta el punto por donde había estado unido a la tierra.

—¿Te has vuelto loco? —exclamé.

Él tardó en contestar. Arrancó otra planta, la levantó y enroscó la larga brizna de hierba alrededor de su dedo índice.

—Tal vez. —Volvió a quedarse callado, contemplando su finca—. Estaba furioso. He ensayado mi discurso cien veces desde que encontré a Hazel. Mereces oírme.

—Ya lo sé —admití—. Adelante.

Lo observé, pero él seguía sin mirarme. No iba a recitar las palabras que había ensayado. No estaba enfadado, aunque tenía todo el derecho a estarlo, y no quería hacerme sufrir. No sabía hacerme sufrir.

Al cabo de un rato sacudió la cabeza y resopló.

—Hiciste lo que tenías que hacer —declaró—. Y yo también.

Sus palabras significaban que no me había equivocado al deducir que mi hija vivía en el viñedo; Grant se la había entregado a Elizabeth.

—¿Cenamos? —me preguntó de pronto, volviendo la cabeza.

—¿Vas a cocinar?

Asintió con un gesto y yo me levanté.

Me encaminé hacia el depósito de agua, pero Grant me cogió de la mano y me llevó hasta el porche de la casa. Dejé que me guiara y me fijé en que la casa estaba recién pintada y las ventanas, arregladas.

La mesa del comedor estaba puesta. No había mantel, sino sólo dos individuales en cada extremo de la mesa de madera pulida, junto con unas servilletas de tela dobladas, cubiertos relucientes y platos de porcelana blancos con filetes de diminutas flores azules alrededor del borde. Me senté y Grant me sirvió agua en una copa de cristal antes de desaparecer por la puerta batiente que comunicaba con la cocina. Volvió con un pollo asado entero en una bandeja de plata.

—¿Siempre cocinas tanto para ti solo? —pregunté, sorprendida.

—A veces, cuando no puedo parar de pensar en ti. Pero hoy he cocinado especialmente para ti. Cuando te vi saltar la verja, encendí el horno.

Cortó los dos muslos con un cuchillo y me los sirvió en el plato antes de empezar a cortar una pechuga. Fue a la cocina a buscar una salsera con jugo de carne y una bandeja de verduras asadas: remolachas, patatas y pimientos de colores llamativos. Mientras me servía la verdura, yo terminé de apurar el primer muslo. Dejé el hueso pelado en medio de un charco de salsa y Grant se sentó enfrente de mí.

Tenía muchísimas preguntas que hacerle. Quería que me describiera cada uno de los días que habían pasado desde que encontró a la niña en el cesto forrado de musgo. Quería saber qué había sentido cuando miró a su hija a los ojos por primera vez, si amor o terror, y cómo la niña había acabado viviendo con Elizabeth.

Quería preguntárselo, pero en lugar de eso me comí el pollo con voracidad, como si no hubiera vuelto a comer desde la última vez que Grant había cocinado para mí. Me acabé los dos muslos y las dos alas y empecé a atacar la pechuga. El sabor de la carne se enredaba en mi memoria con el sabor de Grant, sus besos después de cocinar, cómo me acariciaba, sólo cuando yo se lo pedía, en el taller y las tres plantas del depósito de agua. Lo había abandonado, había abandonado sus caricias y sus platos, y nada había podido sustituirlo. Cuando levanté la cabeza, vi que Grant me observaba comer, como había hecho tantas veces, y supe por su expresión que a mí tampoco me había sustituido nada.

Cuando terminé de cenar, en la bandeja de plata sólo quedaba del pollo una escultura de huesos. Examiné el plato de Grant y no supe discernir si había comido algo. Esperaba que sí. Esperaba no haberme comido el pollo entero yo sola. Pero cuando me preguntó si quería ver la habitación de Hazel e intenté levantarme, noté el estómago repleto. Dejé que Grant me ayudara a subir la escalera. Abrió la última puerta del largo pasillo y me acompañó hasta el borde de una cama individual. Me tumbé. Grant me levantó la cabeza y me puso una almohada debajo. Pasó al lado de una mecedora y cogió un álbum forrado de piel rosa de un estante.

—Esto lo hizo Elizabeth para la niña —me explicó, abriendo el álbum.

En la primera página había un dibujo de una flor de avellano que había hecho Catherine. Lo habían rescatado de su archivo, lo habían plastificado y montado en el álbum con unas esquinas doradas. Debajo del dibujo estaba escrito el nombre de mi hija, Hazel Jones-Hastings, con la elegante caligrafía de Elizabeth, y su fecha de nacimiento, 1 de marzo, que no era su verdadera fecha de nacimiento. Pasó la página.

En una fotografía aparecía Hazel acostada en el cesto de musgo, exactamente como yo la había dejado. Al verla se me retorció el estómago y me afloraron las lágrimas al recordar el amor aplastante que había sentido por ella en aquel momento. En la página siguiente, Hazel aparecía en una mochila, pegada al pecho de Grant, con un gorrito flexible blanco atado bajo la barbilla con una cinta. Dormida. Había dos o tres fotografías correspondientes a cada mes de vida: su primera sonrisa, su primer diente y su primera comida habían sido inmortalizados con cariño.

Cerré el álbum y se lo devolví a Grant. Aquello era todo lo que yo quería saber.

—¿Ésta es su habitación? —pregunté.

—Sí, cuando viene. Los sábados por la tarde o los domingos después de la feria agrícola.

Devolvió el álbum al estante y pasó la mano por la barandilla de una cuna vacía. Cuando se tumbó a mi lado, noté el calor de su cuerpo en mi brazo.

Miré alrededor. Los dibujos de flores de Catherine estaban enmarcados sobre un paspartú blanco con marco de madera rosa. Los marcos hacían juego con los muebles, también rosas: la cuna, una mecedora, una mesilla de noche y una librería, todo decorado con margaritas.

—La casa está muy arreglada —comenté—. Has trabajado mucho en un año.

Grant negó con la cabeza.

—Un año y medio —me corrigió—. Empecé el día después de llevarte al taller de mi madre. Las tardes que tú volvías tarde del trabajo, yo venía aquí a arrancar el papel pintado y pulir los suelos. Quería darte una sorpresa. Confiaba en que algún día viviríamos juntos en esta casa.

Me había marchado sin despedirme, sin contarle a Grant que estaba embarazada. Y mientras tanto, él me había construido un hogar, sin saber si algún día yo regresaría.

—Lo siento —musité.

Se produjo un silencio y recordé los primeros meses de mi embarazo, cuando volví a dormir en McKinley Square, asqueada, sucia y desaliñada. Esa imagen me produjo desasosiego. La crisis me había llevado hasta los límites de la irreflexión; estaba tan trastornada que casi llegué a perder el instinto de supervivencia.

—Yo también lo siento —convino Grant.

Me aparté y lo miré a los ojos. Se refería a nuestra hija; su habitación, vacía, nos rodeaba.

—¿Renunciaste a ella? —pregunté. No era una acusación y, por una vez, mi voz transmitía lo que quería decir: que me corroía una curiosidad inocente.

Grant asintió con la cabeza.

—Yo no quería. La adoré desde el momento en que la vi. La quería tanto que me olvidé de comer, dormir y cuidar las flores todo el mes de marzo.

De modo que a Grant le había pasado lo mismo que a mí: aquella responsabilidad había sido superior a él.

Se volvió hacia mí, con el cuerpo encajado entre la pared y mi costado. Siguió hablando, muy cerca de mi oreja:

—Quería que estuviera contenta, pero cometía un error tras otro. Le daba demasiada comida, o se me olvidaba cambiarle el pañal, o la dejaba demasiado tiempo al sol mientras trabajaba. Ella nunca lloraba, pero el sentimiento de culpa no me dejaba dormir por las noches. Creía que le estaba fallando, y a ti también. No podía ser el padre que me habría gustado ser; no podía serlo solo, sin ti. Y temía, incluso cuando le puse ese nombre, que no volvieras nunca.

Levantó una mano y me acarició el cabello. Apoyó la mejilla contra mi cabeza y me hizo cosquillas con la barba.

—Se la llevé a Elizabeth —prosiguió—. Fue lo único que se me ocurrió. Cuando me presenté en su porche con la niña en el cesto, ella se echó a llorar y me hizo pasar a la cocina. Estuve dos semanas sin salir de su casa, y al marcharme no me llevé a la niña. Hazel sonrió por primera vez en brazos de Elizabeth; no soportaba la idea de separarlas.

Grant me abrazó y acercó la cara a mi oreja.

—Quizá sólo fuera una excusa para abandonarla —susurró—, pero no me sentí capaz de seguir adelante solo.

Lo abracé. Nos estrechamos.

—Ya lo sé —dije.

Yo tampoco había sido capaz y él lo supo sin necesidad de que yo se lo explicara. Permanecimos abrazados largo rato, como náufragos pero sin buscar la costa con la mirada, sin hablar, sólo respirando.

—¿Le hablaste de mí a Elizabeth? —pregunté al cabo.

—Sí. Quería saberlo todo. Creía que yo podría relatarle cada momento de cada día de tu vida desde la última vez que te había visto en el juzgado. Se sintió muy frustrada de que yo no pudiera satisfacer su curiosidad.

Me contó que se había sentado a la mesa de Elizabeth con un estofado de carne en el fuego y Hazel en sus brazos. «¿Por qué no se lo preguntaste?», le recriminaba ella cuando Grant no sabía qué había hecho yo el día que cumplí dieciséis años, si había estudiado en el instituto o qué me gustaba desayunar.

—Se rio cuando le conté que no te gustan las azucenas y me dijo que tampoco te gustaban mucho los cactus.

Separé la cara de su pecho para mirarlo. Sonrió y entonces comprendí que había oído la historia completa.

—¿Te lo contó todo? —pregunté.

Él asintió. Apoyé de nuevo la cabeza y pronuncié mis siguientes palabras con la cara hundida en su pecho:

—¿Lo del incendio también?

Grant volvió a asentir, apretándome la frente con la barbilla. Nos quedamos callados. Al final, le formulé la pregunta que tanto tiempo me había callado:

—¿Cómo es posible que no supieras la verdad?

Tardó un momento en responder. Cuando lo hizo, sus palabras adoptaron la forma de un largo suspiro:

—Mi madre murió.

Deduje que eso ponía fin a mi interrogatorio y no quise insistir. Pero tras una pausa, añadió:

—Ya es demasiado tarde para preguntárselo. Sin embargo, creo que ella creía que había provocado el incendio. Por esa época, la mayoría de los días no me reconocía. Se le olvidaba comer y no quería tomarse los medicamentos. La noche del incendio la encontré en su taller, mirando por la ventana. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Empezó a toser espasmódicamente y luego a ahogarse, como si tuviera humo en los pulmones. Fui junto a ella y la abracé. Parecía tan frágil… Seguramente yo había crecido más de un palmo desde la última vez que nos habíamos abrazado. Entre sollozos, murmuraba una y otra vez la misma frase: «Yo no quería hacerlo».

Me imaginé el cielo morado, la silueta de Catherine y Grant en la ventana; volví a sentir la desesperación que había experimentado en medio de las llamas. Catherine también la había sentido. En aquel momento ambas habíamos coincidido, destruidas por nuestro limitado conocimiento de la realidad.

—¿Y después? —pregunté.

—Se pasó un año dibujando jacintos; a lápiz, carboncillo, tinta, pasteles. Al final empezó a pintar, en lienzos enormes y en sellos de correos diminutos, unos tallos largos y morados con centenares de pequeñas flores. Pero ninguno lo encontraba bastante bonito para regalárselo a Elizabeth. Todos los días volvía a intentarlo.

Jacintos. Por favor; perdóname. Recordé los tarros de pintura morada del estante superior del taller de Catherine.

—Pasamos un buen año —continuó Grant—, tal vez uno de los mejores. Tomaba los medicamentos, intentaba comer. Cada vez que yo cruzaba el jardín bajo su ventana rota, ella me gritaba que me quería. A veces todavía miro hacia arriba cuando paso por delante de la casa, como si fuera a verla allí.

Catherine nunca había abandonado a Grant, ni siquiera durante su enfermedad. Sola y sin ayuda, había conseguido eso de lo que ni Grant ni yo habíamos sido capaces: criar a un hijo. Sentí un respeto profundo e inesperado. Miré a Grant para ver si él también lo sentía. Sus ojos, empañados, estaban fijos en los dibujos de su madre.

—Ella te quería —constaté.

—Ya lo sé —respondió.

Había un amago de sorpresa en su voz y no supe si a Grant le sorprendía que su madre lo hubiera querido tanto o haber entendido, finalmente, la intensidad del sentimiento materno. No había sido una madre perfecta, ni mucho menos, pero Grant se había convertido en un adulto fuerte y emocionalmente sano, y en un profesional competente. A veces, hasta era feliz. Nadie podía afirmar que Catherine lo hubiera criado bien, o al menos, no lo bastante bien. Sentí gratitud hacia una mujer a la que ya no conocería, la mujer que había dado la vida al hombre que yo amaba.

—¿Cómo murió? —inquirí.

—Un día no se levantó de la cama. Cuando fui a verla, no respiraba. Los médicos dijeron que había sido una mezcla de alcohol y medicamentos. Ella sabía que no podía beber, pero a veces escondía una botella entre las sábanas. Al final ya no pudo más.

—Lo siento.

Lo sentía por Grant y también porque ya no conocería a su madre. Y sentía que Hazel no pudiera conocer a su abuela.

Abracé a Grant una vez más. Me separé poco a poco de él, lo besé en la frente y me levanté.

—Te has portado muy bien con Hazel —dije con la voz rota—. Gracias.

—No te vayas —me pidió—. Quédate conmigo. Por favor. Te prometo que te prepararé la cena todas las noches.

Escudriñé los dibujos de la pared: crocus, prímulas y margaritas, todas flores idóneas para una niña. No podía mirar a Grant, no podía pensar en sus platos. Si lo miraba a los ojos una sola vez más, o si me llegaba el aroma de algo que estuviera cocinándose en el horno, me sería imposible marcharme.

—Tengo que irme —repuse—. No me pidas que me quede, por favor. Quiero demasiado a mi hija para interferir en su vida ahora que es feliz y tiene a alguien que la quiere y la cuida.

Grant se levantó. Me abrazó por la cintura y me acercó a él.

—Pero no tiene a su madre —me recordó—. Y eso nada puede compensarlo.

Suspiré. No lo dijo en tono acusador ni para persuadirme, pero era la verdad.

Fui hacia la escalera y Grant me siguió. En el comedor me adelantó y abrió la puerta de la calle. Crucé rápidamente el pasillo.

—Ven el día de Acción de Gracias —me pidió—. Habrá rosas.

Me dirigí hacia la carretera con andar lento y pesado. Aunque había rechazado la invitación de Grant, en realidad no quería marcharme. Tras haber oído reír a mi hija, tras haber visto a Elizabeth ejerciendo de madre otra vez, con voz firme y al mismo tiempo dulce, como yo la recordaba, me costaba alejarme de allí. No quería cruzar el puente y recluirme en mi habitación azul. Y sobre todo no quería estar sola, lo que me sorprendió.

Esperé a que la puerta de la casa se cerrara, entonces me di la vuelta y me metí en el primer invernadero.

Necesitaba flores.