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Habían pasado diez años y Elizabeth todavía quería saber de mí.

Esa noche, mientras trabajaba al lado de Marlena, tuve su carta, doblada hasta formar un pequeño cuadrado de papel, metida en el sujetador. «Te fallé», había escrito. «Yo también lo he sentido, siempre». Entonces, al final, justo encima de su nombre: «Vuelve a casa, por favor». Cada hora cogía la carta dos o tres veces y releía aquellas frases cortas, hasta memorizar no sólo las palabras, sino también la forma exacta de cada una de las letras. Marlena no me hacía preguntas y trabajaba aún más para compensar mi distracción.

Iría a ver a Elizabeth. Lo había decidido nada más leer su carta, sentada en el bordillo junto a Renata. Me había levantado con intención de ir derecha hasta mi coche, atravesar el puente y conducir hasta el viñedo. Pero, a través de la ventana, había visto a Marlena trabajando, había entrado para darle unos retoques a un ramo y luego, tras una pausa, me había puesto a arreglar otro. Pasaban las horas. Al día siguiente teníamos una fiesta de cumpleaños y después dos bodas, una detrás de otra. El otoño estaba resultando tan movido como lo habían sido los meses de verano, pues las novias exigentes y supersticiosas preferían casarse un domingo de finales de otoño que acudir a otra florista. Ésas eran las que menos me gustaban. No eran suficientemente ricas para pagar más que otras novias y así conseguirse una fecha de verano y organizar una boda de lujo con elegancia y gratitud, pero sí para moverse en los mismos círculos y rabiar con las constantes comparaciones. Las novias de otoño eran inseguras y los hombres con quienes se casaban se lo consentían todo. El mes anterior, tres novias nos habían llamado para hacernos consultas en el último minuto, echando por tierra todo lo que habíamos planeado, y habíamos tenido que empezar de cero el día antes de la boda.

Pero lo que me mantenía entretenida junto a Marlena no eran sólo las exigencias del trabajo. La emoción de saber que Elizabeth todavía quería saber de mí había amortiguado el dolor de diez años, e incluso ese otro dolor, constante, que sentía por pensar en mi hija. Mientras no fuera a verla, la promesa de la carta de Elizabeth permanecería intacta. En cambio, si llamaba a su puerta me arriesgaría a enfrentarme cara a cara con una mujer distinta de la que yo recordaba —más vieja, sin duda, pero quizá también más triste o más enfadada—, y eso parecía un riesgo demasiado grande.

Acababa de ducharme y vestirme cuando sonó el teléfono. Era Caroline. Estaba esperando su llamada. En la entrevista no había sabido explicarme qué esperaba de una florista ni de una relación y le daban ganas de llorar si yo le hacía una pregunta que no podía contestar, lo que sucedía cada vez que le preguntaba algo más complicado que su nombre o la fecha de la boda. Debí rechazarla, pero me había caído bien su prometido, Mark, y supongo que por eso acepté el trabajo. Mark se burlaba de ella, pero no para menospreciarla, sino para animarla.

Contesté al primer timbrazo. Mientras decidía si le pedía que viniera o si mentía y le decía que estaba ocupada, crucé el dormitorio y la vi sentada en el bordillo de la acera de enfrente. Levantó la cabeza y me miró; Mark estaba a su lado. Caroline tenía los puños apretados, pero entonces abrió una mano y me saludó. Abrí la ventana y colgué el teléfono.

—Bajo enseguida —grité, como había hecho Natalia la primera vez que llamé a su puerta, y, como Natalia, me tomé mi tiempo.

Fui a la cocina y me preparé una taza de té, huevos escalfados y tostadas. Si íbamos a tener que volver a empezar con los ramos, como yo sospechaba, quizá tuviera que trabajar las próximas veinticuatro horas sin parar. Me entretuve con la comida y me bebí dos vasos de leche antes de bajar la escalera.

Caroline me abrazó cuando abrí la puerta. Debía de rondar los treinta, pero llevaba el pelo recogido en dos largas trenzas y ese peinado la hacía parecer mucho más joven. Cuando se sentó a la mesa, enfrente de mí, vi que tenía empañados los ojos azules.

—La boda es mañana —dijo, como si a mí se me hubiera olvidado—, y me parece que me he equivocado.

Soltó un grito ahogado y se golpeó el pecho con la palma de la mano.

Mark, sentado a su lado, le dio unos golpecitos en la espalda con el puño. Caroline rio y dio unos hipidos.

—Intenta no llorar —me explicó él—. Si llora el día antes de la boda, seguro que se aprecia en las fotos.

Caroline volvió a reír y se le escapó una lágrima. Se la enjugó con un dedo, con la uña pintada, y le dio un beso a Mark.

—Él no entiende lo importante que es esto —repuso—. No conoce a Alejandra ni a Luis y no sabe lo que pasó en su luna de miel.

Asentí con la cabeza como si recordara a aquella pareja y las flores que había elegido para ellos.

—Bueno, ¿qué quieres que haga? —pregunté con toda la paciencia de que fui capaz.

—¿Nunca te han preguntado qué comidas elegirías si sólo pudieras comer cinco cosas el resto de tu vida? —Moví la cabeza afirmativamente, aunque nunca me lo habían preguntado—. Bueno, pues no paro de pensarlo. Elegir las flores para tu boda viene a ser como escoger las cinco cualidades que deseas para una relación, para el resto de tu vida. ¿Cómo vas a escogerlas?

—Dice «para el resto de tu vida» como si el matrimonio fuera una enfermedad terminal —comentó Mark.

—Ya sabes a qué me refiero —replicó ella, mirándose las manos.

Yo sólo los escuchaba a medias, mientras pensaba en las cinco comidas que elegiría yo. Donuts, sin duda. ¿Tenía que especificar un tipo o podía decir «variados»? Variados, decidí, con preferencia por los de jarabe de arce.

Caroline y Mark discutían sobre rosas rojas y tulipanes blancos, amor contra declaración de amor.

—Pero, si me quieres y no me lo dices, ¿cómo voy a saberlo? —razonó ella.

—Lo sabrás, te lo aseguro —le garantizó Mark arqueando las cejas y deslizando una mano de la rodilla de Caroline hasta la parte más alta de su muslo.

Miré por la ventana. Donuts, pollo asado, pastel de queso y sopa de calabaza muy caliente. Faltaba una. Debería ser una fruta o una verdura, si pretendía sobrevivir más de un año con esa dieta imaginaria, pero no se me ocurrió ninguna que me gustara lo suficiente para comerla todos los días. Tamborileé con los dedos en la mesita mientras contemplaba un cielo inusualmente azul.

De pronto supe qué anunciaba y supe que tenía que marcharme inmediatamente a ver a Elizabeth. Las uvas estaban maduras. Había contado los días templados, doce seguidos, y en ese preciso momento, con el sol entrando en la oscura habitación en haces en los que se arremolinaba el polvo, supe que las uvas estaban a punto para la vendimia. También supe que Elizabeth todavía no lo había descubierto. No sé cómo lo supe, pero lo supe; quizá mediante esa misteriosa conexión que presuntamente existía entre madres e hijas, una especie de prolongación del cordón umbilical que les permitía saber cuándo la otra estaba enferma o en peligro. Me levanté. Caroline y Mark estaban comparando los heliotropos y los geranios silvestres, pero yo me había perdido y no sabía quién había ganado el debate entre tulipanes y rosas.

—Oye, ¿por qué te limitas? —pregunté con innecesaria brusquedad—. Nunca te he dicho que tengas que limitarte a cierto número de flores para componer tu ramo.

—Pero ¿dónde se ha visto que una novia lleve un ramo con cincuenta flores diferentes? —repuso ella.

—Pues ponlo de moda —contesté. Caroline era el tipo de mujer a la que le encantaría poner algo de moda. Cogí mi libreta de espiral y un bolígrafo—. Repasa todas las tarjetas de la caja y anota todas las cualidades que te gustarían para tu relación. Juntaremos todas las que podamos en el último momento —propuse—. Pero olvídate de que el ramo haga juego con el traje de las damas de honor.

—Los trajes son chartreuse —comentó Caroline tímidamente, como si los hubiera comprado anticipándose a ese momento—. Harán juego con cualquier cosa.

Me había levantado y ya estaba a mitad de la escalera. Necesitaba llamar a Marlena. Ella podía cumplimentar el pedido sin mí y lo haría de manera profesional. Sus arreglos no eran muy bonitos —había mejorado poco con el tiempo—, pero sabía de memoria las definiciones de cada flor y no confundía los geranios de hoja de roble con los de hoja afilada. La reputación de Mensaje dependía del contenido del ramo, no del mérito artístico de los arreglos, y Marlena era impecable con el contenido.

Contestó al primer tono y supe que ella también estaba esperando esa llamada.

—Tienes que venir —le pedí.

Marlena emitió un gruñido. Colgué sin haberle dicho que no estaría allí cuando ella llegara, ni que Caroline y Mark estaban componiendo lo que, seguramente, sería el ramo más complejo de la historia de las bodas de San Francisco. No había motivo para asustarla.

Cogí las llaves y bajé la escalera a toda prisa.

—Ahora viene Marlena —les dije a Caroline y Mark al pasar por su lado, camino de la puerta.

Recorrí las mismas carreteras que había recorrido tantas veces con Grant, sola y, la última vez, con la niña. Al pasar junto al vivero, me llevé una mano a la sien para limitar mi visión periférica. No vi la casa, el depósito de agua ni las flores. Había reunido el valor necesario para ver a Elizabeth, pero no soportaba la idea de ver a Grant o a mi hija el mismo día.

Me paré en el arcén, junto al camino de entrada a la casa de Elizabeth. Pasó un autobús escolar y luego una ranchera marrón cargada hasta los topes. Cuando la carretera quedó vacía, salí del coche y miré hacia el camino.

A simple vista, el viñedo estaba exactamente como lo recordaba. El largo camino, la casa en el centro, las vides trazando líneas paralelas a la carretera. Me apoyé en el coche y busqué señales del daño que había causado. Habían replantado las viñas y removido la tierra quemada y las cenizas habían desaparecido; hasta los cardos volvían a llenar la zanja, altos y secos como la noche que provoqué el incendio. Sólo el grosor de las cepas revelaba la historia de lo ocurrido: en el cuadrante sureste de la finca, los troncos eran más delgados que los del lado opuesto al camino. Las hojas de las plantas más jóvenes eran de un verde más brillante y en sus ramas había mucha más uva. Me pregunté si la calidad de la fruta de las vides nuevas habría alcanzado ya el estándar de Elizabeth.

Crucé la carretera. La casa no había cambiado, pese a que los cobertizos habían desaparecido; deduje que se habían quemado. La caravana de Carlos tampoco estaba, aunque dudaba que el metal se hubiera fundido; lo más probable era que el capataz hubiera encontrado otro empleo o se hubiera ido a vivir a otro sitio y que Elizabeth se hubiera deshecho de la caravana. Sin aquellos edificios destartalados, la casa parecía más un hotelito rural que un viñedo. La pintura blanca estaba limpia y brillante y en el porche había dos merecedoras. Al otro lado de la ventana con cortina de encaje, la luz de la cocina estaba encendida.

Me paré en el primer escalón y oí un débil ruido semejante a una corriente de aire, seguido de un chapoteo. Elizabeth estaba en el jardín. Con la espalda pegada a los listones de madera blanca de la pared, fui rodeando la casa poco a poco. Elizabeth estaba de espaldas a sólo unos pasos de mí, agachada en el suelo y descalza. Tenía barro en los talones y, cuando se inclinó hacia delante, vi que tenía los arcos de los pies limpios y rosados.

—¿Otra vez? —preguntó sosteniendo en alto un aro metálico con un gastado mango de madera.

Me separé de la pared para examinar mejor el jardín. En un sendero, enfrente de los rosales, había un barreño de zinc con agua jabonosa que formaba remolinos irisados. Sujetándose con una mano al borde del barreño, una niña con los ojos muy redondos estiraba un brazo hacia el aro metálico. Estaba sentada en el suelo, en pañales, y su cuerpo desnudo oscilaba; la barriga, redonda, no se sostenía sobre el inestable trasero. Con la mano que tenía libre, Elizabeth sujetó a la niña por la espalda y, en ese momento de distracción, la pequeña consiguió agarrar el aro y arrastralo, todavía cubierto de espuma, hacia su boca. Lo mordió con fuerza.

—Perdón, señorita —dijo Elizabeth tirando sin éxito del mango de madera—. Esto es una varita para hacer pompas de jabón, no un mordedor.

La niña no se dio por aludida. Tras una pausa, Elizabeth le hizo cosquillas en la barriga hasta que rio y soltó el aro. Elizabeth le limpió la espuma de la boca con un pulgar.

—Ahora, mira —indicó Elizabeth.

Sumergió la varita en el agua y sopló a través del aro. Una lluvia de pompas descendió sobre la niña, dejando círculos húmedos al estallar sobre sus hombros y su frente.

Le había crecido el pelo; unos tirabuzones oscuros le tapaban parcialmente las orejas y se ensortijaban en su nuca. Tenía la piel bronceada, supuse que de pasar muchas horas en el jardín, y le habían salido dos dientes en las encías inferiores, por donde tantas veces había pasado yo el dedo. Quizá no la habría reconocido de no ser por sus ojos —redondos, profundos, azul grisáceo— que, de pronto, se fijaron en mi cara, inquisitivos, como habían hecho la mañana que la dejé en el cesto forrado de musgo.

Me retiré sin hacer ruido, me di la vuelta y corrí hacia la carretera.