Al oír el golpe del mazo, soplé sobre los capullos blancos y algodonosos que había puesto en fila sobre la mesa. Cayeron al suelo de la sala del tribunal. Elizabeth se levantó.
Me había encontrado las flores en el asiento al llegar, y la maraña de paniculata —amor eterno— se reflejaba en el brillante tablero de la mesa y parecía atravesarlo. Las toqué: estaban secas y rígidas, como si Elizabeth las hubiera comprado con motivo de nuestra primera cita en el juzgado, antes de que la vista se aplazara. La paniculata no se marchitaba ni se enmohecía. Con el tiempo se secaba y se volvía más quebradiza, pero su aspecto no cambiaba mucho. Elizabeth no habría necesitado comprar un ramo nuevo.
Mientras ella, de pie ante la jueza, negaba sistemáticamente una larga lista de acusaciones, yo iba partiendo los tallos marrones y sin capullos en trozos de dos centímetros de largo, poniéndolos encima de la mesa para formar un nido de pájaro. Hubo una pausa y la sala quedó en silencio. La petición de Elizabeth resonaba en mis oídos: «Solicito que me devuelvan la custodia de Victoria, inmediatamente». No me atreví a mirar por temor a que mis ojos delataran mi deseo. Pero cuando la jueza volvió a hablar, fue sólo para pedir a Elizabeth que regresara a su asiento. Por lo visto, su petición no merecía una respuesta. Elizabeth se sentó.
Meredith estaba sentada entre Elizabeth y yo a la larga mesa, flanqueada por los abogados. Mi abogado era un individuo bajito y regordete. Parecía incómodo con su traje y, mientras la jueza hablaba, se inclinaba hacia delante y se separaba el cuello de la camisa. Su cuaderno estaba en blanco; ni siquiera había sacado un bolígrafo. Comprobó la hora en su reloj por debajo de la mesa. Estaba deseando marcharse.
Yo también estaba deseando marcharme. Mientras escuchaba sin interés cómo Meredith debatía con la jueza mi grado de necesidad, manipulé los trocitos de tallo sobre la mesa, formando con ellos un pez de tres aletas, una corona puntiaguda y, por último, un corazón asimétrico. Aquel montoncito quebradizo me distraía de la proximidad de Elizabeth, a menos de tres metros de mí. Un hogar tutelado de nivel diez, ordenó la jueza, en cuanto quedara una plaza libre. Meredith anotó la decisión en mi ficha y cruzó la sala hasta el estrado con un grueso fajo de papeles en la mano. La jueza hizo una pausa, pidió a Meredith que me apuntara en todas las listas de espera de alojamientos provisionales y firmó la primera hoja del montón. Cuando me emancipara, al cabo de ocho años, seguiría estando sola. Sin expresarlo en términos precisos, las palabras de la jueza definían mi futuro.
La jueza carraspeó. Meredith regresó a su asiento. Se produjo un silencio y comprendí que la jueza estaba esperando a que yo levantara la cabeza, pero no lo hice. Hice un agujero con el dedo en el corazón de palitos que había formado con los tallos y fui abriéndolo hasta ver mi cara reflejada en el tablero de la mesa. Me sorprendió lo mayor que parecía, y también lo enfadada. Aun así, no miré a la jueza.
—Victoria —acabó llamando la jueza—, ¿tienes algo que decir?
No contesté. Al otro lado de mi abogado, la fiscal tamborileó en la mesa con sus largas y esmaltadas uñas, unos óvalos rojos en unas manos arrugadas. Ella quería que testificara contra Elizabeth en un juzgado en lo penal, pero yo me había negado.
Me levanté despacio. Me saqué de los bolsillos unos puñados de claveles rojos que había arrancado de un ramo en la tienda de regalos del hospital. Más de dos meses después de la noche del incendio, todavía estaba en el hospital; me habían trasladado de la unidad de quemados a la planta de psiquiatría hasta que Meredith me encontrara un alojamiento.
Pasé por debajo de la mesa y crucé la sala.
—Quiero que pienses en las consecuencias de tu negativa a testificar —dijo la jueza cuando me planté ante ella—. No se trata sólo de que defiendas tus derechos y hagas valer la justicia, se trata también de proteger a otros niños.
Los adultos presentes en aquella sala creían que Elizabeth era una amenaza. Esa idea era tan absurda que me daban ganas de reír. Pero sabía que, si me reía, rompería a llorar, y si empezaba a llorar, quizá no pudiera parar jamás.
Amontoné los claveles rojos sobre el estrado. Se me parte el corazón. Era la primera vez que le daba una flor a alguien que no entendía su significado. Ese regalo se convertía en algo subversivo y extrañamente poderoso. Al darme la vuelta, Elizabeth se levantó: ella sí había entendido qué significaban aquellas flores. Nos quedamos frente a frente y, por un breve momento, sentí circular entre las dos una energía tan abrasadora como el fuego que nos había separado.
Eché a correr. La jueza golpeó con el mazo; Meredith me llamó. Abrí de par en par las puertas de la sala y bajé corriendo seis tramos de escaleras; empujé la puerta de una salida de emergencia y aparecí en la calle. Me paré bajo la intensa luz de la tarde. No importaba hacia dónde corriera: Meredith me atraparía. Me devolvería al hospital, me metería en un hogar tutelado o me encerraría en un reformatorio. Me pasaría ocho años yendo de un alojamiento a otro, cada vez que ella viniera a buscarme. Y el día que cumpliera dieciocho años me emanciparía y me encontraría sola.
Me estremecí. Era un día frío de diciembre; el cielo, de un azul intenso, era engañoso. Me tumbé en el suelo y apoyé la mejilla contra el cemento caliente.
Quería irme a casa.